Monday, October 27, 2008

Los buscas

Por Mariana Soledad Fernández
Estudiante argentina de Intercambio
Universidad del Norte


Hippies, artesanos, buscavidas. Hay muchas formas de denominar a las personas que se ganan la vida vendiendo las cosas que ellos mismos realizan. Muchos lo hacen para poder viajar y subsistir. Hay quienes los consideran como “vagos”, personas que no quieren o no les gusta trabajar; pero la realidad es que es un trabajo como cualquier otro. La diferencia radica en que no tienen un horario, un sueldo, ni un día fijo, mucho menos un lugar establecido. Cuando pueden salen a vender a dónde les parece, hacen su labor libremente. Por eso me parece un trabajo feliz.

Me hubiese gustado ser una de ellos, viajar como mochilera por Latinoamérica vendiendo algo que yo misma elaborase, pero nunca tuve el espíritu para hacerlo. No soy buena para las manualidades, sin embargo me defiendo haciendo cosas dulces, por eso pensé en hacer galletitas y venderlas.

Compré en el supermercado todo lo necesario, harina, manteca, azúcar, huevos, esencia de vainilla y leche, para amasar unas ricas galletas. Las hice el jueves a la noche, y cuando estaban frías, las empaqué en pequeñas bolsitas. Armé mi mochila con todo lo que necesitaba para pasar cuatro días en el Parque Tayrona. Aprovechando el fin de semana largo quería pasear y al mismo tiempo cumplir con la consigna que me había propuesto.

La primera mañana, en el parque, me reencontré con Micaela y Ariel, una pareja de artesanos argentinos que conocí un fin de semana en Taganga, Santa Marta. Ese día estaba tomando mate en la playa, y al verme se acercaron para pedirme uno y preguntarme de dónde era. Nos pusimos a hablar, y a los pocos minutos ya parecía que éramos amigos de toda la vida. Es increíble como estar lejos de nuestro país une a los argentinos, y el sentimiento de encontrarnos tan lejos de él nos emociona.

Mis compatriotas están viajando desde hace cuatro meses, son de San Miguel, provincia de Buenos Aires. Atravesaron todo el norte argentino, Bolivia, Perú, Ecuador, hasta que llegaron a Colombia.

Dada la casualidad de haber coincidido nuevamente con ellos, se me ocurrió que en vez de vender galletitas podía ayudarlos a vender sus producciones de pulseras y collares de hilo enserado. Les hice la propuesta y aceptaron encantados. Enseguida dividimos las cosas, me dieron un tubo forrado en paño negro con cuatro collares y siete pulseras.

Mates de por medio, me enseñaron los precios y me dijeron hasta cuánto podía rebajarlos si alguien me “regateaba”, si algún posible comprador me pedía pagar menos por las artesanías. Después, fueron hasta la proveeduría para conseguirme algo de cambio, por si tenía que dar algún vuelto. Dividimos la zona, para no superponer nuestro trabajo, ellos se quedaron vendiendo en una de las playas del Tayrona, “El Cabo”, y yo me fui para “La Piscina”.

Para hacer este trabajo no se necesita un uniforme, ropa formal, o usar zapatos, que tantas veces resultan ser incómodos. El trabajo es libre hasta para vestir con lo que a uno le plazca, y no es necesario invertir en ropa para la tarea. Por esa razón me puse lo más cómodo que tenía: traje de baño, musculosa, pantalón de algodón, con bolsillos para guardar la plata, y sandalias. Por supuesto no me olvidé del bronceador, muy necesario para no sufrir quemaduras de sol, mi equipo de mate y una botellita de agua fresca.

La idea era vivir al estilo hippie. Por eso, a pesar de que la plata de lo que vendiera iba a ser para Micaela y Ariel, decidí que el mismo monto de lo que ganase, sería lo que yo iba a gastar en comida ese día. Entonces si no vendía nada, no comería; pero por suerte no fue así.

Después de ofrecer las artesanías a varias personas sin tener éxito, mis primeras clientas fueron dos españolas que me compraron una pulsera. Seguí ofreciendo hasta que conocí a Lorenz, un austriaco que también está viviendo en Barranquilla, trabaja en una fundación allí desde hace un mes. Me senté en la arena y preparé mate, nos pusimos a conversar un buen rato, aunque su español era un poco precario y por eso decía cosas que me hacían reír mucho. A mi equipo de mate lo llamaba “fábrica de mates” y a los barcos “barcas”. Me contó que estuvo viviendo en Ecuador y Guatemala, también por trabajo, y que en diciembre iba a viajar a la Argentina para recontraerse con unos amigos que viven allá.

Cuando me acerqué a Lorenz para ofrecerle un collar me dijo que no necesitaba nada, pero después de haber conversado y de haber pasado un rato haciéndonos compañía, antes de irme me dijo que finalmente me compraría uno. Creo que me lo compró porque le caí simpática, más que por el hecho de querer el collar.

Luego del descanso seguí caminando para vender más porque hasta ese momento no me iba a alcanzar para comer. Al terminar la tarde ya había vendido dos collares y cuatro pulseras, había pasado un día maravilloso y conocido gente hermosa.

Si bien la mayoría de las personas no me compraba, se ponían a conversar conmigo. Me preguntaban de dónde era, porque me sentían hablar diferente. Muchos me dijeron que les gustaba cómo pronunciaba la “ll” como una “y”.

Al anochecer me encontré con los argentinos para entregarles las cosas que no vendí, y el dinero. Según ellos me dijeron que me había ido muy bien.

Me gustó mucho la experiencia de haber sido, al menos por un rato, hippie. Hay que tener coraje para lanzarse a realizar un viaje, corriendo el peligro de que algunos días no se venda nada. Además hay que tener habilidad y paciencia para poder hacer las artesanías, y hay que ser “caradura”, no tener vergüenza, para poder salir a ofrecer sus producciones.

Pude descubrir que entre los artesanos son muy solidarios, se apoyan, y si alguno no tiene algo se lo regalan. Hay competencia sana entre ellos, no existe la rivalidad que hay en otros tipos de comercio.

Trabajan felices porque son dueños de su tiempo, de su libertad, hacen lo que les gusta. Siempre salen a vender con “buena onda”, buena energía, buscan algo distinto al resto, son buscas de la vida.

UNIVERSIDAD DEL NORTE
Octubre de 2008

Wednesday, July 30, 2008

Helmer Luis, el hacedor de historietas


Lleva 13 años en eso, pero apenas ahora comenzó a buscar un empujón

por JAVIER FRANCO ALTAMAR

Un muchacho moreno y lánguido recorre por estos días el Centro Histórico de Cartagena. Dentro de su morral lleva una pequeña muestra de su talento: dos revista de historietas.

Anda buscando quien le pare bolas, más por consejos de sus amigos y parientes que por iniciativa propia. Las dos revistas fueron dibujadas por él mismo a lápiz, en blanco y negro, y en hojas de block tradicionales.

Su intención es que alguien le dé un empujoncito como sea y para donde sea, pero que ojalá mucha gente, más allá de su círculo cercano de conocidos, sepa de la existencia de su arte.

Tiene 19 años, se llama Helmer Luis Arroyo Martínez, es estudiante de grado 11 y se ha pasado los últimos 13 años pintando historietas.

La mecánica hasta ahora ha sido muy simple: él las termina de pintar, se las muestra a los primeros que se topa en su barrio o en su cuadra, y las vende por unos cuantos pesos o las presta según sea las condiciones.

En ese cuento, algunas de estas revistas se han perdido, aunque otras han regresado a sus manos. La mayoría, sin embargo, se las han comprado. “Todo eso es muy emocionante y me hace sentir orgullosa de él, pero como es tan tímido, tuvimos que convencerlo, entre los vecinos y yo, para que promoviera su arte. Por eso se está acercando a los medios de comunicación”, dice Ana Leyda, su madre.

Al principio, Helmer –bautizado igual que su padre- se limitaba a copiar historietas halladas en los periódicos y revistas, pero a partir de los 15 años, comenzó su propia producción. Las tramas se inspiraban historias de películas, en vivencias propias, en la situación del país, y en los cuentos de la abuela Gladis.

No recuerda cuántas ‘revistas’ ha hecho, pero tan sólo le quedan las dos que ahora carga en el morral. “Produzco una por mes, y tan pronto termino, inicio la otra”, asegura él. Eso quiere decir que ha producido unas 50 historias en los últimos cuatro años.

“A veces no termino una porque sencillamente me aburro, pero la mayor parte de las veces, antes de pintar, ya tengo el principio, el nudo y el desenlace”, dice con gran seguridad. Esa expresión cambia un poco cuando las preguntas van orientadas a su vida privada. Entonces inclina la cabeza como mirando la mesa, ocultando la sonrisa blanca en un gesto de timidez.

Estudia en el colegio Camilo Torres del barrio El Pozón, uno de los sectores más deprimidos de Cartagena.

Su capacidad para el dibujo es reconocida en el plantel, y por eso, hace tres años, lo sedujeron para que participara en un concurso interno de pintura. Ganó por decisión unánime con un dibujo alusivo a Sierva María de los Ángeles, el personaje principal de la novela Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez.

“Yo la tenía pegada en la pared de mi cuarto, pero se fue dañando con el tiempo. Es que estaba hecha en cartón paja y no resistió la exposición al ambiente. Terminó en una bolsa de basura”, señala.

Estas dotes de pintor aparecieron casi por azar, recuerda él, cuando sus padres le dieron posada al tío Marlon.

El inesperado huésped duró dos meses en la casa, y mientras solucionaba el problema familiar que lo condujo allí, pintaba todo el día cuadros artísticos por encargo. “De un momento a otro, yo comencé a imitarlo, pintando en papel. Ya después, fui perfeccionando la técnica”, apunta.

La pasión por la pintura, expresada a veces en las paredes para no desaprovechar la angustia del alma, le mereció regaños de su madre, pero él siguió adelante, y a medida que pasaban los años, se fue mostrando en el colegio, donde se dio cuenta, además, de que tenía habilidades para la caricatura.

“La caricatura contiene una alta carga de burla, y hubo personas a quienes no le gustaron. Mis víctimas preferidas eran mis compañeros, y una vez pinté a una de las profesoras, pero por ese lado, no pasó a mayores”, recuerda.

Mientras tanto, seguía la producción de historietas, y el público lector crecía. Ya no sólo eran los compañeros de clases, sino los vecinos y amigos de otros entornos.

Hace un año, uno de esos amigos se llevó a su propio colegio la historieta La isla del miedo. Su trama, llena de suspenso y de sorpresivas escenas de terror, atrapó a los muchachos y el asunto llegó a oídos de una profesora. “Ella me llamó y me propuso que la presentara al Festival de Cine para ver si hacían un cortometraje, y quedó en orientarme, pero eso quedó así. Recuerdo que la profesora se llama Raquel”, dice.

La violencia en Colombia, el drama, el humor y muchas otras temáticas aparecen en esas historias. Olimpia, por ejemplo, se desarrolla en torno a una personaje del más allá, está inspirada en narraciones de la abuela Gladis. Ella murió hace 10 años, pero dejó un legado de varias historias de espantos contadas. El tesoro del Mohán, por su parte, incluye monstruos, una búsqueda mística y una historia de amor entre dos exploradores. Son las dos historietas que le quedan y están a la venta.

Hace tres años, por la época del concurso colegial que ganó, estuvo a punto de trasladar al dibujo la historia completa de Sierva María de los Ángeles, “pero me cansé, es que se volvió difícil por lo extensa”, dice, pero sí alcanzó a terminar una sobre la India Catalina. Esa se extravió.

Por ahora, está visitando los medios de comunicación. “Por aquí los vecinos se emocionan cada vez que él muestra su trabajo. Yo también me emociono, pero eso tan lindo que él hace deben conocerlo los demás”, sostiene doña Ana Leyda.

Como estudia de noche, Helmer Luis le saca provecho a las horas de sol para seguir el consejo de su madre y de sus vecinos. De manera que en cualquier momento, se le puede ver caminando por el Centro con su morral a la espalda.

Es un paso lento, pero él está convencido de que su andar no tiene reversa.

Cartagena, junio de 2008

Tuesday, July 29, 2008

El ritual de 'Rocky' Valdez


Por JAVIER FRANCO ALTAMAR

Rodrigo Valdez, el legendario ex campeón mundial de boxeo, el ‘Rocky’, el hombre que en los tres dientes delanteros lleva las iniciales de su nombre en oro, ya no vive tanto de su pensión o del alquiler de sus tres apartamentos en el barrio Crespo de Cartagena: vive de un ritual que le sobra para ser feliz.

Luego, ¿No es acaso prestamista el ‘Rocky’? ¿No tenía el ex monarca varios buses y apartamentos? A lo primero, Valdez me respondió que no, casi como un regaño, la noche de mayo cuando establecimos el primer contacto. El resto quedamos en tratarlo al día siguiente en el mercado de Bazurto. “Yo llego allá todos los días a la una de la tarde. Lo espero y hablamos”, me dijo. Y es justo allá donde comienza el ritual.

Es en torno a él que se desarrolla todo. Su presencia resalta, dado que conserva algo de la apariencia que lo acompañaba cuando ganó la corona mundial del peso mediano (160 libras) en 1974, dos años después de Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’. Luce imponente, caminando a paso rápido, pero algo inclinado hacia delante, como los ancianos. La expresión de su rostro es dura y agresiva, en perfecta armonía con su voz, que la mayor parte del tiempo es una metralla de gritos.

Tiene la cara ancha, los labios son gruesos, y la nariz, corta y dispersa. Los ojos pequeñitos y negros están puestos en un marco de cicatrices. La calvicie frontal amenaza ya con llegar al cogote, y el resto de la cabeza está salpicada de un cabello crespo que más bien parece un reguero de ceniza. La piel oscura resalta contra los habituales atuendos elegantes y de colores. Lleva oro en las muñecas, los dedos y el cuello. “Es el único que puede hacer eso sin miedo de que lo atraquen”, dice el taxista que me conduce a Bazurto.

Las palabras de Valdez no sólo son atropelladas y altas, sino que respetan, al extremo, la expresión propia de los cartageneros, prescindiendo, a veces, de sílabas enteras, contrayendo otras, y reemplazando el golpe de “erre” por el de la “de”, por lo que en sus respuestas, “Cartagena” aparece cambiada por “Cadtagena”, “largo” por “ladgo”, y “golpe” por “godpe”.

Vive en la planta baja de un conjunto residencial que él mandó a construir en un lote en el que, por muchos años, hubo una casa grande y tradicional como las que todavía predominan en Crespo, un barrio de estrato 5 al norte de Cartagena. La mole se yergue en una esquina sobre la avenida principal, y muy cerca del aeropuerto ‘Rafael Núñez’. Está pintada de un amarillo crema y luce ventanas con marco de aluminio.

Crespo es casi una pequeña ciudad a orillas del mar. Es un vecindario tranquilo, juicioso, donde viven algunas autoridades militares y judiciales. Por eso se machaca en Cartagena que es uno de los sectores más seguros. Bazurto, por su parte, es una zona comercial muy dinámica. Es una franja de medio kilómetro al suroriente de Cartagena, sobre la avenida Pedro de Heredia, la principal arteria.

En esa franja de Bazurto, los almacenes formales compiten con vendedores estacionarios y ambulantes que promueven, a grito vivo, comestibles, víveres, ropa, zapatos, comida ya preparada y objetos de toda índole a precios muy bajos. Imperan el desorden, la suciedad, el calor, la informalidad, y la nunca ausente, pero discreta, actividad de ladronzuelos de billeteras.

Hay todo un corredor con puestos de comida sobre todo a base de pescado. La comida se prepara muy cerca de las basuras y las aguas callejeras; y se sirve al comensal en trozos de papel de lo que alguna vez fue una bolsa de cemento. Y el vendedor la ha manipulado sin ningún tipo de discreción higiénica, y toca comérsela en una banquita o a allí mismo de pie, cuidando de que no se le pegue una mosca al pedazo de pescado frito o a la yuca cocida. Por fortuna las láminas de zinc del techo, negras por debajo pero brillantes por encima, apaciguan el peso de los rayos solares.

Pero al ‘Rocky’, no le toca pasar por todo eso. A él lo atienden distinto. Apenas le informan a Aida que él acaba de llegar a Bazurto, deja a un lado a quien esté atendiendo en su negocio de comidas, y a los pocos minutos se aparece con una bandeja de comida y un vaso de agua panela al pequeño local donde el ex campeón la espera. Es el local del proveedor de mariscos Carlos Arturo González Martínez, viejo amigo del ex campeón.

Aida cumple un papel muy importante en este ritual, pero es la única relación que le quedó con Valdez luego de haber tenido con él un hijo. De hecho, a estas alturas ella lleva una vida reconstruida con otro hombre con quien tuvo otros dos hijos. “Eso no se lo quita nadie y a mí eso ni me molesta. Lo importante es que el es feliz así”, asegura Ana Tijerino, una mujer menudita y maciza, compañera de Valdez desde hace 18 años y con quien tiene dos hijas. “Él se va para allá porque le gusta almorzar donde Aida, pero, en últimas, lo hace porque es allá donde él tiene sus amigos”.

El calor es muy fuerte a esa hora del mediodía, pero al ex campeón parece importarle muy poco: está sudando gruesas gotas, la camisa carmesí está empapada y la calvicie le brilla. Así atiende la entrevista y ni siquiera saca un pañuelo para secarse, y es hasta una tontería pensar que lo sacará porque estar sudado fue, de alguna forma, su estado natural durante su exitosa vida boxística, y a lo mejor se siente muy bien así.

-Vea, yo siempre he venido por aquí, nunca he dejado de hacerlo ni siquiera cuando era campeón mundial. Vengo todos los días y no me pinto yendo a otro lugar a esta hora.
-¿Y cuál es el motivo exacto?
-Es que esta es mi gente. Son pescadores, como yo. Es que yo nunca he dejado de ser pescador.

Un robot se desploma frente a ‘Rocky’

Cualquier biografía de Rodrigo Valdez, así sea la más superficial, comienza por la época en que él era pescador y las maniobras se hacían en la bahía de las Ánimas, frente a la cual estaba, todavía para ese entonces, el mercado local.

Rodrigo había nacido en el barrio Getsemaní, el 22 de diciembre de 1946, y era uno de los ocho hijos de Raymundo Valdez y Perfecta Hernández. La mamá de Valdez enviudó cuando Rodrigo era muy niño, y como ella debía atender una venta de víveres y pescado, poco pudo hacer para controlar a ese muchacho que faltaba a clases para dedicarse a la pesca con dinamita, método habitual en ese pedazo de historia.

Le gustaba tanto a Rodrigo el asunto que abandonó, en definitiva, sus estudios cuando apenas iba por cuarto de primaria. Era una actividad lucrativa que le permitía ayudar a su madre y darse sus propios gustos. Pero también le agradaba otra cosa: la pelea callejera.

A punta de trompada limpia cultivó agresividad y estilo, y el salto a los cuadriláteros boxísticos fue casi inmediato, pues en el Parque Centenario, frente al mercado, se organizaban peleas aficionadas. Un día faltó un boxeador e invitaron a Rodrigo a reemplazarlo. Era el año 1961, y Valdez apenas llegaba a los 15.

No duró mucho en la rama aficionada. El 25 de octubre de 1963, en el desaparecido Circo Teatro dentro del sector amurallado de la ciudad, derrotó por decisión a Orlando Pineda, el mismo contrincante que lo había vencido un par de años cuando llevaba más de 20 peleas invicto. En esa primera pelea profesional, que fue en la categoría gallo (118 libras) Rodrigo se ganó 150 pesos, el equivalente, hoy, de casi la misma cantidad en dólares.

Empezó, entonces, una carrera fulgurante. Su estilo aguerrido, que no abandonaba la “esgrima boxística” lo llevó a ser llamado ‘La Fiera’ en el mundo boxístico local. Apodo que cambió a ‘Rocky’ a principios de los 70, cuando de la mano de su amigo y coterráneo el periodista Melanio Porto Ariza, ya fallecido, viajó a Estados Unidos.

Aparecería en escena el promotor boxístico Gil Clancy, y las manos sabias del entrenador cubano Antolín Sánchez Govín, apodado ‘El Chino’ -también fallecido- que se encargaban de mantener al joven boxeador colombiano en forma y de pulirle el estilo, lo cual no era difícil porque Valdez era muy disciplinado. Terminó estacionado en la categoría de peso mediano, 160 libras de peso, luego de ir subiendo siete categorías. De hecho, en Cartagena había comenzado en peso gallo, es decir, la categoría de las 118 libras.

La pelea por el título mundial llegaría el 25 de mayo de 1974. El argentino Carlos Monzón, campeón indiscutido de las dos entidades de entonces, Asociación Mundial de Boxeo (AMB) y Consejo Mundial de Boxeo (CMB), le daba largas a la posibilidad de exponer la corona ante Valdez, que llevaba un año como retador obligado.

El problema era estrictamente económico. Desde las huestes del monarca la oferta para Valdez era muy baja. Luego vino la propia actitud de Monzón, que se negó a someterse a un examen antidoping en su última pelea con el cubano José ‘Mantequilla’ Nápoles, campeón, por entonces, de la categoría welter (147 libras), pero quien había subido a la categoría mediano para retarlo.

Detalles como esos llevaron a la CMB a desconocer a Monzón como su campeón, y se dispuso una pelea entre los dos primeros del ranking: Rodrigo Valdez y el rudo Bennie Briscoe, un calvo de expresión pétrea a quien apodaban ‘El robot de Filadelfia’, y a quien ya había derrotado tres años antes por decisión.

Valdez confiesa que aquella primera pelea con Briscoe había sido la más brava de su carrera. Salió muy golpeado, con ambos ojos cerrados y directo para un hospital; pero ese combate representó una gran bolsa de 50 mil dólares que le permitió al cartagenero comprar un apartamento y cinco buses de transporte urbano. Frente a una cantidad como esa, se entiende por qué, cuando los manejadores de Monzón ofrecieron 18 mil dólares para exponer el título, la respuesta fue “no sean ridículos”.

La segunda pelea con Briscoe, ya por el título, fue aún más dura que la primera. Pero en esta ocasión, Valdez, con una de las cejas abiertas como si fuera su propia boca y con los pómulos hinchados, se inventó un nocaut fulminante en el séptimo asalto. ‘El Robot, como desesperado, se le había venido encima al colombiano, quien lo esperó con un cruzado de derecha a la mandíbula. Briscoe se frenó con el impacto, Valdez dio un paso atrás cortito y lo remató con la izquierda a la barbilla, entonces el calvo se desplomó de espaldas. Nunca antes nadie había tumbado a Briscoe, y, por supuesto, él jamás había escuchado el conteo de 10 en los más de 60 combates que llevaba.

En esta ocasión, Valdez volvió a salir del cuadrilátero para un hospital. El dolor tardó varios días en abandonar el ojo derecho, toda la cara y los brazos; pero él tenía el título mundial y una bolsa de 60 mil dólares en su poder. Con lo que le tocó, Valdez compró varios apartamentos en el sector exclusivo de Bocagrande, sector donde viven los ricos de Cartagena.

Del alquiler de esos apartamentos y la rentabilidad de los buses viviría Valdez después de que abandonó el boxeo en 1978. Ya habían pasado las seis peleas como campeón, sus dos peleas memorables con Monzón (En ambas, realizadas en Mónaco, perdió. La primera fue para unificar título en 1976, y la otra, como revancha en 1977). Ya había pasado una tercera pelea con Briscoe (para recuperar el título vacante en ese mismo 1977 luego del retiro de Monzón), y las dos últimas con Hugo Corro, el argentino que le arrebató el título en abril de 1978, y que volvió a ganarle en la revancha siete meses después.

“Le digo la verdá. Yo cuando pelié con Corro ya venía estropeao de las peleas con Monzón y Briscoe, pero con todo eso, él me gana es con las correndillas, porque él hacía sino correr en el ring. Yo no sé por qué aquí le dan una pelea a una persona que dura 15 rounds corriendo. Yo a eso no le veo la gracia”, dice Valdez.

Por supuesto que no le ve la gracia alguien que, como él, no tenía ningún reparo en recibir golpes en el rostro si eso implicaba superar una guardia recia y caerle con toda la artillería al rival. Y el repertorio de Valdez sí que era abundante en cruzados y ganchos dirigidos a cualquier parte del cuerpo, la mayoría, letales.

Esa es la imagen que tiene intacta en su cabeza Juan Carlos González, árbitro y juez de boxeo y uno de los amigos de ‘Rocky’. Acaba de llegar a Bazurto buscando un consejo del ex campeón para promover a unos muchachos que quieren boxear en los Estados Unidos. “Para nosotros, fue un ejemplo como boxeador –dice González- da muchos consejos, le gusta mucho corregir y es un tipo correcto Su boxeo es una muestra de una época en la que se peleaba por orgullo. Hoy se hace es por plata”, dice él.

Y es una opinión que compartimos todos los que lo vimos pelear. La época de ‘Rocky’, entonces, era la del pundonor y el orgullo. Imperaba el idioma de los puños y Cartagena era una cantera valiosa que también vio boxear a Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’, el máximo exponente del boxeo colombiano y quien había ganado su corona en el peso welter junior (140 libras) dos años antes que Valdez. La de ‘Pambelé’ fue la primera para Colombia, y la de ‘Rocky’, la segunda; y aunque fueron llegando más campeones con el paso del tiempo en diferentes categorías, estas dos en particular quedarían para siempre en la memoria colectiva nacional.

Eran otros tiempos y Valdez lo dice a su manera. “Ya los boxeadores de ahora no quieren peleá. Ese pelao, por ejemplo –dice aproximándose a un local donde un joven de bigote habla con un hombre de barriga gigantesca y brillante-. Este bobo –insiste-, prefirió venirse de Estados Unidos, donde lo iban a poné a peleá, pa dedicase a vagá. Así no se puede”. El joven suelta una carcajada y me trata de decir, con ademanes y gestos, que no le crea. “¿Que no? ¡Ahhh, pueeé!”, corrige el ex campeón, y el joven desaparece sin dejar de reír.

‘Los políticos son unos bandidos’

Algo que sorprende a quienes conocen a Rodrigo Valdez, es el cambio de expresión, que si bien es dura la mayor parte del tiempo, cambia, en instantes fugaces, a una sonrisa amplia que amenaza con salirse de la cara, y es entonces cuando su interlocutor alcanza a ver, en los tres dientes delanteros, las iniciales de su nombre en oro: RVH. La última letra es de Hernández. “Esto se lo vi a un amigo en los Estados Unidos, y después se lo vi a otro tipo en San Andrés. Se lo comenté a un amigo mío doctor, y él me dijo que me lo hacía”. Es un detalle que podría parecer ostentoso, pero que con el tiempo se ha convertido en el sello particular de su sonrisa que sus amigos elogian como propia de su estilo.

Su llegada a Bazurto, donde comienza el ritual, es tan puntual como la de cualquier inglés, por eso a Aida no la toma tan desprevenida. Él permanece un par de horas en el local del proveedor de mariscos y es donde siempre almuerza. En caso de que no se aparezca, de todos modos su presencia se siente en el guante gigante que cuelga del techo y en los afiches de las paredes donde aparece él.

Fuera del local, varios hombres juegan dominó, echan chistes y comentan asuntos de la actualidad cartagenera. Esta normalidad se transforma cuando se aparece Rodrigo porque, más adelante, comienzan a aparecer personas que ya saben de su costumbre. A veces regala un billete de dos mil pesos, otras veces simplemente brinda un consejo, y en otras, promete hacer alguna diligencia, como por ejemplo a ese que acaba de aparecer y que le pide que lo ayude a sacar la cédula. “Es que necesito votar en las próximas elecciones”. “Fresco, mi hedmano, habrá que hablá con algún político. Vamos a ve qué pasa. De todos modos tú andas por aquí, ¿ciedto?”

El ritual continúa en Sanandresito, plaza comercial vecina donde venden artículos baratos de toda índole; después desemboca en el tradicional ‘Palito de Caucho’, en la avenida Venezuela, a pocos metros de la Torre del Reloj, la entrada principal al sector amurallado, el más antiguo de la ciudad. Allí se pone a charlar con los emboladores.

Y más tarde, unos metros más allá, en los bajos de la misma Torre, el turno es para un grupo de pensionados que se sientan a discutir todas las tardes. Pero antes, algunas veces, se da una pasada por la Plaza de la Aduana, frente a la Alcaldía, donde “atiende” –dice él- a sus amigos carretilleros. Ya a las siete de la noche, es hora de regresar a casa.

Es una agenda que cumple a diario sin que se modifique mucho de un día para otro. Y si ha llegado un poco tarde algunas veces a alguna de las citas, o si se ha volado otra, es porque en las últimas semanas ha preferido usar transporte público en vez de su camioneta porque unas obras relacionadas con un proyecto de transporte masivo de buses articulados, producen trancotes que a él lo desesperan.

Cuando llega al Palito de Caucho, por ejemplo, se sienta, camina de un lado para otro, recibe y agradece todos los saludos y regala, de vez en cuando, la sonrisa esplendida que suele acompañarlo en las fotos. Los vagabundos le piden monedas – “Champion, ¿tienes una monedita que me regales?”-, pero los lustrabotas le agradecen sus chistes, sus comentarios espontáneos, y el tiempo que les dedica, sin falta, los viernes, cuando comparte con ellos una botella de whisky. “A veces la trae él. A veces la compramos nosotros, pero aquí se sienta a hablar de lo que sea”, dice José Pájaro, quien lleva más de una década en ese oficio.

Precisamente Pájaro fue uno de los beneficiados por un paso fugaz que Valdez hizo por la política en el 2000, cuando el representante a la Cámara Alfonso López Cossio lo utilizó como puente de campaña para sumar simpatías con la población más humilde de Cartagena. Valdez, sonriente, aparecía con él en las fotos y ambos tenían los brazos en alto.

Pájaro asegura que López Cossio les consiguió unas sillas especiales para los clientes pudiera estar cómodamente sentados mientras los zapatos cambiaban de presencia. “Esas sillas costaron más de 200 mil pesos cada una. Pero después de eso, ni más”, recuerda Pájaro.

‘Rocky’ prefiere no hablar en profundidad de eso, pero no oculta su decepción frente al trato que ha recibido de los políticos: “Todos, cuando suben arriba, no conocen a uno. Cuando quieren que uno esté en la política, lo besan a uno por aquí y por allá, lo besan a uno por todas partes, pero cuando ya están elegidos, no conocen a nadie. Mi relación con los políticos ha sido mala, mala, mala. Los políticos son malos”.

Le advierto sobre una pequeña contradicción, por cuanto minutos antes se ha deshecho en agradecimientos con el Presidente actual, Álvaro Uribe Vélez, como con el anterior, Andrés Pastrana Arango. “Espere –me frena con su vozarrón-. Una cosa son los presidentes, y otra, los políticos cartageneros. A los presidentes les agradezco que me han cumplido con mi pensión; pero los políticos de Cartagena son unos bandidos”.

-Podemos decir, entonces, que usted no quiere saber nada de la política –le digo.
-Así es. No quiero ser ninguna de esas cosas porque eso tiene su gente, y ahí hay mucha gente que lo que son es descaraos.

Un hombre con silla propia

Los pensionados de la Torre del Reloj adoran a ‘Rocky’ Valdez. No ocultan su admiración por ese hombre que todas las tardes los acompaña y que ambienta las discusiones con comentarios mordaces y muy espontáneos acerca del deporte, de la política y de cualquier tema que se les aparezca.

Es ahí donde es más fácil, para muchos, abordarlo. Llegan turistas, vagabundos, periodistas, vendedores, abogados y toda suerte de personas para quienes Valdez siempre tiene una amplia sonrisa. “Yo no sé quién me saluda, yo no sé ni quien es ratero ni quien es el bueno. Yo los saludo a todos. Vamos p alante. Pero tampoco acepto que me vengan a salir con vainas” señala.

Se refiere a que no aceptaría ninguna falta de respeto, aunque responde con la sonrisa de siempre cuando sus amigos opinan que en la etapa más reciente de su vida se ha dedicado es al chisme. “Aquí es donde vienen a entrevistarlo y aquí es donde tiene su propia silla. Es esa azul”, señala Jaime Olivares, uno de los pensionados.

Todos ellos, que pueden ser hasta una docena en un momento dado, han conformado la ya reconocida ‘Tertulia Vespertina’ que se extiende desde las cinco de la tarde hasta las ocho de la noche. “Y Rocky es un hombre que participa mucho, y que tiene pensamientos muy claros pese a sus obvias limitaciones por no haber recibido casi estudio”, agrega Olivares.
-¿Está feliz con la forma en que ha transcurrido su vida, Rocky? –le pregunto.
-Yo vivo sabroso con lo que tengo hoy en día, con lo que tiene mi familia, y tengo todas mis amistades y todos me quieren.
-¿Cómo le va con la bebida?
-Nada más bebo con mis amigos, y nada más Whisky porque la diabetes no me deja tomar ron.
-¿Cómo hace para quedar bien con la gente que se le acerca?
-Al que lo puedo ayudar, lo ayudo, pero debo repetirle para que quede claro: yo no soy prestamista. Yo nunca he sido prestamista.
-Entonces, ¿por qué se asegura eso?
-Lo que pasa es que había muchos amigos que siempre andaban por ahí pidiendo prestado 100 para dar 20, o para dar 10; entonces yo les comencé a prestar, pero ellos no me pagaban. Todos me dieron palo. Así que me alejé de eso.
-Fuera de la diabetes, ¿usted se siente bien?
-Muy bien. Lo de la diabetes es cuestión de cuidarse la boca.

El mismo entorno

Rodrigo Valdez tiene 12 hijos con diferentes mujeres. Las dos últimas niñas, con Ana Tijerino, están estudiando secundaria en un colegio público. “Y vamos a ver cómo hacemos con la Universidad, porque Rodrigo no es rico, como mucha gente ha querido hacer creer” dice ella.

Parecería un tanto contradictorio que Valdez viva en un sector de clase alta, en esa construcción tan grande y cerrada donde no falta nada. Desde la sala puedo ver un computador en unos de los cuartos. No es una casa de millonario, pero está lo esencial en términos de electrodomésticos (hay un equipo de sonido en la sala) y la construcción es de líneas modernas y rígidas.

“Aquí había era una casa vieja. Hace 16 años, Rocky la compró después de vender sus apartamentos en Manga (un barrio estilo republicano, uno de los más bellos de la ciudad) y Bocagrande. Mandó a construir esto y alquiló los apartamentos de arriba. Eso es todo de lo que vivimos. ¿Ya ve?”, dice Ana.

Agrega que en todos estos años con Rocky, la vida les ha dado momentos muy buenos y momentos de crisis. “Llegamos a tener deudas con los bancos y no nos quería prestar más”, recuerda. Por eso, el ex campeón tuvo que ir saliendo de sus buses y sus apartamentos.

“Lo que pasó con los buses –me había dicho él en Bazurto- es que lo que yo ponía a administrar y me robaban la plata. De vaina no me quedé en la ruina porque tenía mi casa, y vivía en mi casa”.

Y a punta de momentos tan variados, la vida se le terminó volviendo sencilla, y no se queja. Al contrario, se siente muy bien, camina todas las mañanas tempranito a la orilla del mar, a dos cuadras de su casa, y duerme hasta el mediodía. Ya no va a cine -uno de sus pasatiempos favoritos- porque las salas del centro se fueron cerrando una a una. “Yo iba al Rialto, al Padilla y al Cartagena; pero ahora los pasaron para la Castellana (un centro comercial más al oriente de la ciudad, sobre la avenida Pedro de Heredia) entonces como a mí me queda muy lejos, yo no voy a cine, ahora me entretengo viendo televisión.

No habla casi de sus hijos, pero dicen que “están regados”. Ya los varones tienen vida marital, lo mismo que sus hijas mayores. “A todos mis hijos los he querido ayudar para que estudien, pero como ellos no quieren estudiar, sino que quieren tener mujer, pues que se vayan a trabajá”.

Jaime Olivares, su contertulio de la Torre del Reloj, dice que ya ‘Rocky’ Valdez llegó al estado ideal para alguien tan importante y tan bueno como él: “Es cierto que ha viajado mucho y fue un gran campeón, pero él decidió jamás salirse de su entorno, esa es la clave. Y así pasará el resto de su vida”.

Por eso lo ponen como ejemplo y sirve de parámetro para resaltar, aún más, el infierno que está viviendo Kid Pambelé (la droga y el alcohol acabaron con su fortuna, y ahora es un enfermo mental), y la dificultades que alguna vez aquejaron a Miguel ‘Happy’ Lora, un monteriano que fue campeón mundial de boxeo de la categoría gallo (118 libras) entre 1985 y 1988, que ganó mucho dinero y después se vino a menos. Por fortuna, se frenó a tiempo y pudo mantener algunas de sus propiedades.

“Para mí, ellos dos se fueron como muy a lo alto. Uno no puede dejar a sus amistades, su parte que uno vive. Ellos querían estar donde están los blancos, donde están los ricos, y eso no se puede porque eso es mentira: el rico es rico desde que nace”, dice Valdez.
-Y si algún rico quiere ser amigo suyo, Rocky ¿qué debe hacer?
-Todo el que quiere ser amigo mío primero tiene que entrar a mi casa. Así era antes y así es ahora.

Cartagena, mayo de 2008

Monday, June 09, 2008

La Mona es la Reina de los taxistas


Está peleando por conseguir mejores condiciones para los conductores de taxi de la ciudad. “Este oficio no es para cualquiera. Tiene que gustarte mucho, como me gusta a mí”, dice ella

JAVIER FRANCO ALTAMAR

Ese mediodía, en la reunión con la alcaldesa Judith Pinedo, Aracely fue la que más habló. Insistió en la necesidad de construir la Casa del Taxista, de pararle el macho a la persecución de los agentes de tránsito, y de ayudar con un subsidio de vivienda a los conductores de la ciudad.
Transcurría el 14 de abril y estaban en el parque de los Manglares en la isla de Chambacú. Fue una audiencia convocada por la alcaldesa para escuchar a los taxistas. “Todo fue muy emotivo, pero esas palabras se las llevó el viento. Ahora estamos buscando una reunión donde quede algo por escrito. Así sí funcionan las cosas”, dice Aracely.
Sus colegas más cercanos le llaman ‘Mona’ por su cabello castaño. Su nombre completo es Aracely García Ibáñez, y en el gremio se le identifica como ‘La reina de los taxistas’, y así la anuncian cuando la entrevistan en la radio.
No se trata, sólo, de su condición de mujer ni porque es una de las tres que trabajan en Cartagena. Es porque se ha tomado en serio su lucha por buscar mejores condiciones para los profesionales del volante “Ella es como si fuera un técnico de fútbol. Es toda una líder”, asegura Antonio Rodríguez, compañero suyo en la estación del hotel Cartagena Plaza, en Bocagrande.
Aracely, de 39 años, conduce un taxi diminuto marca Hyundai, de los conocidos en la Costa como ‘zapaticos’. Se enfrenta a las calles en turnos diarios de 12 horas, enfundada en unos pantalones vaqueros que resaltan su figura torneada.
Es alegre y dicharachera y tiene la expresión entusiasta de quien le gusta armar fiestas. El cabello largo y ondulado está recogido a la espalda por una pinza de plástico, y en su rostro de líneas definidas y de maquillaje suave, resalta una sonrisa.
Una parte de la entrevista avanza en el carro. Ella está a la volante tan dueña de la palabra como de la vía. Gesticula y se apoya en un variado repertorio de ademanes rápidos mientras conduce, pero no pierde la calma ni se excede en la velocidad.
Cuenta que lleva 14 años en Cartagena, a donde llegó de Villavicencio con la intención de ser comerciante. Pero la nostalgia del volante pudo más, y retomó el trabajo que la sedujo casi en la adolescencia y al que le había dedicado cinco años en su tierra natal.
“Ojo: no soy chofer, sino conductora”, dice enfatizando en la denominación profesional, y no en el mero oficio. No en balde su jefe, Ananías Ubaque, el dueño del zapatico, la considera como uno de los mejores taxistas que ha conocido. “Ella es responsable, cuidadosa, empoderada, honesta, y leal. Tiene una suma admirable de valores”, asegura él.
También destaca él que cuando ella presenta el carro –en la entrega al revelo nocturno- lo suelta impecablemente limpio, con el motor reluciente y la tapicería suave y perfumada, como si nunca se hubiese usado. “Cuando uno ve ese carro queda convencido de que está frente a un carro nuevo. No hay de otra”, sostiene Ubaque.
La variedad de gestos de Aracely mientras habla parece interminable. De la sonrisa gigantesca cuando menciona de su marido, pasa a unos ojos marrones muy abiertos cuando se refiere a Juan Carlos, su único hijo. El tiene 21 años, y hace una semana se regresó de Medellín luego de unos traspiés amorosos. “Y ahí lo tiene usted, trabajando ya en la Castellana (centro comercial). Ese salió igualito a la mamá”, dice y lanza una nueva carcajada.
Cuando ella se vino para Cartagena en 1994, tanteó primero el terreno y al año, ya tenía a Juan Carlos consigo. El muchacho es resultado de una primera relación marital en Villavicencio de la que prefiere no dar pormenores.
Edilberto Manuel Mejía, un comerciante cordobés con el que se conoció por entonces, también estaba en las mismas condiciones, con un hijo a cuestas, y no sería esa la única coincidencia entre ambos. De allí nació el amor que aún los tiene juntos.
“Literalmente, él me atrapó. La familia de él le aconseja que me saque de esto, pero él no se mete con mis gustos. Además, él me conoció así”, asegura.
Al principio, Edilberto le quiso seguir los pasos a su mujer y aceptó, por dos años, manejar un taxi, pero terminó angustiado y no soportó el ajetreo. Se siente mejor hoy como administrador de una tienda. “Este oficio de conductor no es para cualquiera. Tiene que gustarte mucho, como me gusta a mí”, dice ella.
Gustavo Pérez, uno de los taxistas del hotel, sostiene que Araceli es digna de admirar. El listado de adjetivos de elogio es largo: emprendedora, fuerte, luchadora…”Nuestro gremio es pesado, maestro, pero ella no se le arruga a nada”, resalta. Algo parecido piensa Javier Cáseres, quien la destaca como buena compañera, colaboradora y, pese a que nunca pierde sus suaves maneras, se goza los chistes duros que se cruzan entre ellos.
La respetan y no dudan en que con ella tienen a una excelente vocera frente a un gobierno distrital que ha expresado buenas intenciones, pero que hasta ahora no ha mostrado nada en concreto. “Esta mañana, justamente, estuve buscando a Campo Elías Terán. Vamos a presionar por la radio para que la alcaldesa nos atienda”, sostiene ella.
Terán es, quizás, el periodista radial más escuchado de Cartagena, y siempre ha sido muy cercano a los taxistas. Por eso, les da voz cuando ellos lo necesitan y se reúne con ellos de vez en cuando. En esas reuniones participa Aracely. “Y habla muy bien, representa a sus compañeros y yo le suelto el micrófono en directo. Es una mujer muy fuerte y valiente”, dice él.
Para las fotografías del reportaje tuvo que conducir unos minutos abandonando la línea de turno, pero regresó a tiempo. El asunto fue que para retomar el lugar, le tocaba andar unos pocos metros en contravía. El problema lo superó haciendo una corta U y tomando una diagonal en reversa.
Sus compañeros siguieron la maniobra con la mirada y se quedaron callados. Una razón más para respetarla y admirarla. No había ningún agente de tránsito a la vista, pero ella había resuelto obedecerle al policía que lleva por dentro. Era cuestión de ética profesional y de autoridad moral, y así lo entendieron ellos en silencio.

Publicado el 10 de junio de 2008 (El Tiempo)

Tuesday, May 13, 2008

El doctor Corazones y el susurro de las flores mágicas

Por: Rafael Marsiglia

El amor es simplemente una descarga electromagnética proveniente de la ínsula… eso era lo que solía pensar antes de que el verso de las flores me enseñara que existe la poesía, aquella sublimación de los sentimientos cuando eso que queremos expresar con palabras convencionales no nos sale. Entonces recurrimos a la Doctora Corazones para que nos recete una buena flor. Esta vieja y sabia dama habita en su diminuto castillo conocido como la tienda de las “ofrendas florales”; sus señoras jardineras realizan arreglos de plantas de varios colores utilizando la paleta que les brinda la madre naturaleza. De los sabores sabe poco, más bien conoce a la perfección los sinsabores, de todas aquellas personas que la llaman para aliviar su corazón.

Su verdadero nombre es Martha Rosado de Vásquez y lleva atendiendo el viejo castillo desde que lo heredó de su madre, Carmen Sofía de Rosado hace 20 años. Entre las paredes de aquel aposento hospedan la belleza y la estética. El ambiente está impregnado de polen y olor a bosque. En una esquina apartada yace el escritorio de la médico, con una pila de revistas, un teléfono, un vaso lleno de lápices, esferos, un calendario, una calculadora, un block de facturación y una máquina de escribir para recetar sobre pedacitos de papel. Al otro lado se encuentran los muebles, viejos de tiempo pero no de uso, porque nunca vienen los clientes, sólo entran el mensajero y las señoras de los arreglos. El silencio sepulcral se rompe todos los días con el ensordecedor timbre telefónico del llamado de los enamorados, que necesitan expresar lo que sienten acompañado de bellas flores. Es cuando la erudita les manda anturios, eliconias, margaritas, lirios, astromelias, azucenas, gladiolos y girasoles para así alegrar la vida de los que reciben tan hermosas dedicatorias.

Cuando uno entra al cuarto de refrigeración todo parece una especie de invernadero industrial; las flores están cortadas, amarradas y ordenadas por especie, dentro de varias neveras antiguas y oxidadas; parece que el frío las preparara para soportar las cálidas temperaturas del alma. Todos estos especimenes vienen de la Sierra nevada de Santa Marta y se duermen en esta habitación hasta que uno requiera de sus mágicos encantos.

Un día la Doctora Corazones estaba enferma, así que la tuve que remplazar. La primera llamada que recibí como el nuevo Doctor Corazones fue de una mujer triste por la muerte de un ser querido; le expliqué que la doctora estaba enferma y que sería yo quien le recetaría. Miré las rosas, pero recordé que eran para el amor, luego las margaritas y recordé que eran para las féminas, así que recurrí a las audaces damas floristas; aun no comprendo cómo estas jardineras son capaces de crear un arreglo que apacigüe aquel sentimiento de ausencia que aun no he experimentado, pero que me estremece de sólo imaginarme tan tediosa pena. Así que agarrando tembloroso el aparato intercomunicador y compartiendo el dolor ajeno, simplemente pude decir:
- Mi más sentido pésame.
Y mandarle las flores.

Es que uno como Doctor Corazones debe estar en una disposición distinta para cada persona de acuerdo a su estado de ánimo. Llaman los eufóricos para felicitar y decir te quiero, los melancólicos para pedir perdón, los ilusionados para reconciliarse y los apesadumbrados para que los acompañen en su pena. También piden flores para bailes, quinceañeros, grados, nacimientos y tragedias hospitalarias. Al parecer todo en la vida requiere una flor, para alegrar nuestras penas, reafirmar nuestro amor, acicalar nuestra vida, y muy sigilosamente sosegar nuestro dolor.

Los arreglos florales se construyen sobre Oasis: Unos pequeños cubos de esponja fijados con cinta sobre una bandeja de icopor. Uno va incrustando los tallos de las flores al gusto, claro está, con mucha estética y el cuidado necesario. Hay veces que la gente prefiere pedirla en cajas, acrílicas o de cartón, debe ser para que ellos mismos puedan armar sus floreros en casa.

Las llamadas telefónicas siempre traen poetas en potencia que necesitan un empujón de valor. Pero hay que ser realistas, no todo el mundo sirve para tan distinguido arte y es cuando debo recurrir al catálogo de mensajes de la doctora. Al contestar una llamada, me piden un buen adagio y es por eso que abro la gaveta en busca de aquella vieja carpeta ya blanda de vejez, en la cual la doctora corazones suele guardar sus recados de amor. Cuando la separo, algunos papeles casi se desasen por mi tacto, estornudo por las partículas de polvo y me disculpo con el hablante, mi índice busca desaforadamente el mensaje más adecuado; algunos son egoístas: “Hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana”; (Sigue descendiendo mi curioso dedo) otros un tanto técnicos: “Eres el motor que enciende mi vida de amor”; unos algo irónicos: “Con tu ternura complicaste mi existencia”, los incomprensibles que nunca faltan: “Es cierto que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero también es cierto que no sabemos lo que hemos estado perdiendo hasta que lo encontramos”.(Paso algunas páginas hacia atrás y encuentro una nueva lista) Los de ojitos caídos pidiendo perdón: “Piensa en el amor que tenemos y perdona mis defectos”; y los populares cursis, típicos de los maridos que le han metido cincuenta mil cachos a sus esposas: “Lo siento, ya no soy el mismo si tú no estas a mi lado, no quiero perderte”. Es así como cada vez llegan las flores a sus destinos, susurrando suavemente palabras de amor.

Cuando cuelgo todo vuelve a la normalidad. Continúo en la espera de la ruptura de aquel silencio sigiloso, siempre pensante, siempre reflexivo, siempre ido, casi dormido y tal vez soñando: Así es el amor, impresentable, abstracto, anoréxico, pintoresco y definitivamente sin sentido. Ya no pienso que es sólo una descarga electromagnética proveniente de la ínsula, es más, no puedo negar que es lo que mueve al mundo, y asimismo al negocio de la galantería, sobre todo el de “Ofrendas Florales”, porque hay millones de personas quienes creen ciegamente en los poderes mágicos de las flores del Doctor Corazones.

Testimonio destacado, segundo semestre 2006.

Tuesday, May 06, 2008

Daniel Escorcia: dos en uno

Por: Luis Manuel Gil Pérez

Daniel Escorcia, dos palabras, un nombre, una incógnita. Al menos para mí, ese nombre no representa nada; o no representaba nada hasta que supe que era el monitor de mi clase de Periodismo. Con anterioridad lo había visto en Media Torta, “la cueva de los comunicadores” en la universidad; jugaba ‘fuchi’ y su estilo de chico con camisa desencajada y sudada a chorros no me parecía para nada gracioso.

La algarabía propia de su rato de esparcimiento me parecía excesiva. Sus ademanes eran exagerados por momentos, revelando una euforia insospechada. De repente parecía calmarse y esperar por acción. Un maletín abultado, sucio y olvidado lo acompañaba siempre. ¿Será que de verdad traía algún cuaderno o algo parecido allí?

El semestre había empezado, mi clase de periodismo también. A las seis y treinta de la mañana en plena mitad de semana, la tortura china del agua helada hacía su aparición y más tarde en el salón, mi monitora Laura Polo chancleteaba por el suelo; Era como una mamá de mi edad. Por cosas extrañas de la vida, mi clase fue cambiada a las nueve y media fue entonces cuando de veras conocí entonces al protagonista de estas líneas, a quien no podría adjetivar de paternal.

El día que lo tuve en frente con mis nuevos compañeros, todo fue extraño. Daniel no hacía una relatoría de las clases, sino una ‘bitácora’. Venía mejor vestido y como organizado, con la apariencia de haberse bañado muy bien. Me daba la impresión de estar viendo a otra persona.

“Aquí en clases el tiene que asumir un papel de segundo profesor, pero afuera es diferente”, dice Carina Martínez, una de mis mejores amigas quien también lo conoce como monitor. “Un día en Media Torta me preguntó ¿Tu te echas peos? Las mujeres nunca aceptan que lo hacen”.

Y sí. En clases Daniel es una cosa muy diferente. Tal vez la presencia del profesor lo intimida, tal vez no hay otra forma de comportarse para él en un salón de clases. El caso es que, cuando asume su papel de monitor es el maestro del mutismo: llega en sigilo, se sienta en su computadora, pasa la lista en silencio; cuando habla su voz es calmada, de su boca brotan frases hábilmente articuladas y tan diferentes a las que vocifera en Media Torta, que parece que no hay punto de comparación entre ellos dos.

Pare ser monitor, ha de tener buenas notas. Javier Franco, mi profesor y su ‘jefe’ inmediato en su papel de tutor dice que “fue su alumno destacado en su momento” y por eso lo escogió. “Yo exploro entre mis mejores estudiantes, a él se lo planteé, y aceptó”. Así de simple fue su entrada al mundo de los monitores, tan conocidos como sapos y consentidos de los maestros.

Daniel tiene 20 años, pienso que tal vez estudia comunicación social porque en el colegio solía ser el más dicharachero y ‘vacilador’ del curso. El me lo ratificó así. “En el colegio hacía obras de teatro, no me daba pena nada”. Cuando le dijo a sus papás que quería estudiar comunicación lo hizo con lágrimas en los ojos. Había intentado infructuosamente titularse como Ingeniero eléctrico, pero la idea, porque nunca fue una ilusión, le llegó hasta primer semestre. Se cambió a comunicación en la misma universidad, ahora, según él, su promedio es de 4.2.

Diana, su novia, estudia con él. Eran compañeros de clase cuando se conocieron. Verlos es la prueba de que el amor es raro y a veces sorprende: él es notablemente más grande que ella y juntos parece que la lleva de llaverito. Diana es delicada y hasta su apodo, ‘Polvito’, remite a una infancia que en su aspecto físico no parece muy lejana; él en cambio aparenta llevar encima al menos 5 años más de los que tiene.

En Daniel no riñen sus antónimas dos personalidades, al parecer tan opuestas. Son complementarias y lo hacen alguien especial, al menos para los que lo conocen. Después de escribir esto, para mí ya no es tan difícil hablar de él. En este mundo hay de todo. Daniel Escorcia es: dos nombres y una incógnita más despejada.

Perfil de ejercicio en clases, nota destacada, primer semestre 2008.

Friday, May 02, 2008

A sus 88, José Elías quiere ser bachiller y leer sus cartas


En su trabajo en oficios generales de la Armada por 30 años lo único que necesitó fue escribir su nombre y "algunas palabritas". Ahora, este bisabuelo no quiere que nadie le lea sus mensajes.

JAVIER FRANCO ALTAMAR


Los alumnos de sexto se disponían a entrar al salón de informática para la clase de ese lunes, pero la encontraron encharcada. El balde donde caía la gota del acondicionador de aire se había desbordado. El profesor Luis Maldonado, un sujeto moreno y recio con apariencia de boxeador, ya traía el trapero, pero fue detenido en seco por José Elías Orozco Hernández, uno de sus alumnos. “Permítame”, le dijo, tomó el trapero y dejó el piso reluciente en pocos minutos.

“El salón quedó más limpio que cuando lo trabaja la propia aseadora”, contaría después el profesor Maldonado. La anécdota no tendría nada de especial si no fuera porque ese estudiante de la Institución Educativa Olga González Arraut, del barrio Alto Bosque de Cartaege está próximo a cumplir 88 años, el 20 de julio. Aquello fue, en realidad, uno de sus muchas señales en el sentido de que si bien su edad es avanzada, él no es ningún decrépito.

Los lentes recetados cuelgan de una pata en el primer botón de la camisa blanca de José Elías. Son para ver de cerca. No tiene necesidad de usarlos de ordinario porque si bien sus ojos son pequeños y grises, le sirven lo suficiente para moverse en la normalidad de su agenda, que comienza a las cinco de la mañana con una limpieza completa al patio de su casa.

Tiene la apariencia de un abuelito amable y dulce, y la sonrisa contribuye. El cabello escaso y blanco salpica los costados de la calvicie, y luce una mata de vellos del mismo color donde alguna vez hubo un espeso bigote. En este momento, carga un cuaderno donde se leen unos apuntes escritos con letra inestable, pero clara. En el pupitre, ha dejado la carpeta azul con el resto de los útiles, aunque en el bolsillo del pecho sobresalen tres bolígrafos.

Al responder, pronuncia oraciones rápidas que terminan siempre en “¿oyó?”. De vez en cuando aparece una débil carcajada, y no desaprovecha pregunta para agradecer lo mucho que lo estiman en su colegio. Allí lleva tres años y medio.

El rector Alberto Camargo (q.e.p.d.) no lo podía creer cuando aquel anciano tembloroso, pero resuelto, se le presentó a su oficina y le planteó sus ganas de estudiar. Al responder sobre sus motivos, dijo algo tan simple como contundente: “no quiero ser orejero (sólo escuchar), no voy a permitir que otro me tenga que leer los mensajes y las cartas”, dice.

Se podría decir que nunca antes había sentido la necesidad de leer o aprender en unos términos más intelectuales. Se enroló en la Armada Nacional, y lo único que necesitó, al principio, fue firmar su nombre. “Yo escribía algunas palabritas”, recuerda, pero la actividad práctica lo absorbió; y era tan bueno con sus labores que duró 30 años en esas.

Durante ese tiempo, aparecieron su primera mujer, los dos hijos con ella, su actual esposa Catalina (de 50 años y con quien vive solo), otros tres hijos, siete nietos y los tres bisnietos. Y ahora último, después de varios años de disfrutar de su pensión tras retirarse de la Armada en 1973, aparecieron las ganas de estudiar. “Catalina no me creyó cuando le dije que había sido aceptado, y hasta mandó a seguirme para salir de dudas. Ahora, me dejado tranquilo con mis sueños”, dice.

No era una sospecha sobre parrandas o juegos de dominó la de Catalina, sino algo de temor porque su esposo se iba y venía a pie, y todavía lo hace pese a que por lo menos hay un kilómetro entre su casa y el colegio.

Por lo demás, José Elías nunca ha sido amigo de juergas ni de trago ni de transnochos, y a eso atribuye no sólo su longevidad, sino el hecho de que ni siquiera un dolor de cabeza haya aparecido en estas casi nueve décadas. “Tuve que trabajar desde pequeño y en eso siempre me concentré. Es que mi papá, Juan, murió cuando mis dos hermanos y yo éramos muy pequeños, así que mi preocupación era ayudar a mi mamá, Eudosia, a atender la finquita donde nos levantamos, en Sincelejo”, recuerda.

Ya había estado en varios colegios tocando puertas para estudiar, pero no le prestaron atención creyéndolo, quizás, un viejito loco, hasta que alguien le habló del Olga González Arraut. Hoy recuerda como una anécdota graciosa la manera como el rostro del rector fue cambiando del asombro a la satisfacción en esa primera charla entre ambos. “Lo felicito, señor”, fue la frase final del rector, quien de inmediato le dio el abrazo de bienvenida.

El examen de admisión de rigor reveló que don José Elías tenía los conocimientos básicos suficientes para empezar en segundo grado de primaria. El modelo educativo de validación por ciclos de seis meses en la sección nocturna, lo tiene ahora en sexto. Es el alumno más disciplinado y el que nunca falta. “Siempre es el primero en llegar y no hay lluvia que lo detenga”, asegura Libardo Mercado Ospino, coordinador de la sección.

Él señala que la presencia de José Elías en el grupo de sus cien alumnos va más allá de ser una prueba del modelo inclusivo de la Institución. “Ese señor es un ejemplo de superación, entrega y responsabilidad, sobre todo hoy cuando hay personas que a los 50 ó 60 años, ya no le encuentran sentido a la vida”, subraya.

Pero José Elías sí que tiene bien claro su sendero y en lo que menos piensa es en la muerte. Su real preocupación es recibir su cartón de bachiller con excelentes calificaciones en diciembre del 2010. “Y seguiré estudiando hasta que Dios me dé fuerzas. Por cierto, ya le mandaré al periódico la tarjeta de invitación a mi grado”, dice antes de regresar al salón.

Cartagena, mayo 2 de 2008

La mima presumida

Por: Sharon Verdeza

La alegría de los niños ya se asomaba por el Parque Metropolitano. Eran las 4:30 de la tarde cuando me encaminé en busca de Douglas y Mairon, los mimos que habían aceptado mi participación como una de sus colegas por un día. Entre la algarabía de los hinchas del Atlético Junior, que esperaban la hora del partido contra El Nacional para ingresar al Estadio Metropolitano, y lo colorido del lugar, confundí mi búsqueda por un momento. No los encontré. Detrás se burlaron de mi agonía, y es que por concentrarme en los rostros blancuzcos que lucen usualmente los mimos, olvidé que para ensayar el espectáculo de la noche, en la tarde no se presentarían con la cara blanca.

Me presentaron a Tripita, el perro que siempre los acompaña y después de una corta charla donde explicaron mi participación en el escenario, empezamos con el ensayo. Douglas y Mairon, realizan puestas en escena desde hace nueve años en el teatrillo del Parque Metropolitano, que todas las noches de los fines de semana se llena gente que aplaude sus bufonerias.

Tras bastidores

Teníamos todo el escenario para ensayar al aire libre, ellos empezaron con sus muecas y movimientos extraños, pero yo no pude parar de reírme. Mientras llegaba mi turno para ensayar el papel de mima coqueta que enamoraba a los dos para después dejarlos tirados, aparecieron “La Cenicienta Moderna”, “Caperucita Roja”, “La Flojera”y “La Prostituta”, unos de los tantos personajes que representé apenas con 14 años en el colegio donde estudié la educación básica y me hicieron recordar aquellos años en los que el miedo escénico no existía para la artista del colegio. Respiré profundo, evadiendo la mirada de Mairon, mientras me decía que imitara fielmente sus movimientos y me tiré al piso demostrándole que no sería capaz.

Seguían mis recuerdos y me preguntaba qué era lo que me sucedía, si pocos años atrás disfrutaba de los guiones, personajes y disfraces, en ese momento quería escapar y dejar todo tirado. Entonces traté de imitar a Mairon, pero mis piernas no respondieron. Le pedí que no dejara de moverse, porque yo en cualquier momento lo seguiría pero nada. Creo que ellos estaban empezando a preocuparse, lo noté en sus caras, porque si yo fallaba en mitad del espectáculo a nadie le iba a gustar.

La gente que disfrutaba del parque empezaba a interesarse por lo que hacíamos, más aún cuando yo trataba de imitarlos y no lo conseguía. Finalmente lo que hice fue poco, las miradas fueron aumentando con tal rapidez que de verdad no pude ensayar mucho. No estaba segura de lo que haría más tarde, sólo sabía que sería capaz de hacerlo.

-Sharon, nunca abandones la actitud escénica, apodérate del espacio, hazlo tuyo, me resaltó Mairon. Sentí en sus palabras la sabiduría que le ha dado la experiencia y le respondí:
- De verdad que lo haré bien, lo haré bien.
Él ya un poco convencido con mis palabras me contestó:
-Dale, ponte tu disfraz para pintarnos que ya va llegando la gente.

Corrí al baño a vestirme porque oscurecía y los niños empezaban a coger sus puestos. Todos se preguntaban que hacía una mujer acompañando a Douglas y Mairon, pero supongo que al verme vestida de muñeca pensaron en la nueva integrante del grupo, a excepción de unos pocos que se acercaron a preguntar quién era.

Ya casi eran las 6 y las luces del teatrillo me avisaron que en poco tiempo la función empezaría. Me sentí tranquila mientras esperaba mi turno de maquillaje, pensaba que la cara pintada rebajaría mis nervios, pero nada, seguían igual. La gente continuaba llegando, mientras me transformaba, y Mairon poco a poco fue coloreando mi rostro con una base blanca, rubor, pecas, cejas y pestañas grandes, creando una mima alegre y tierna que estaba lista para empezar su actuación.

La alegría del parque era evidente, los niños reían sin parar de los mimos que ya estaban apunto de iniciar, los gritos de la hinchada que estaba en el estadio apoyando a su equipo se conjugaba con la emoción de la gente que rodeaba el escenario, yo empecé a sentir tranquilidad y valentía hasta el punto de querer empezar en ese mismo instante.

El espectáculo

“Vengan a disfrutar un espectáculo dedicado a todos los niños de 1 a 100 años”, inició Mairon con su frase tradicional, hizo unas cuantas bromas y nos presentó ante el público. Minutos después los vi coger los sombreros para recoger las moneditas que daba la gente y decidí acompañarlos. Tuve temor de que no me dieran nada, pero recolecté más monedas para el bolso del dinero, donde guardan lo que se hacen en toda la noche.

Todos atentos observaban la pantomima de Douglas y Mairon, yo esperaba mi señal de entrada, hasta que el chasquido de Douglas dio luz verde a mi actuación, caminé al centro del escenario con movimientos y gestos sensuales, como me habían indicado. No miré al público, sólo me limité a hacer lo que me correspondía. Pasaron los minutos y las caras de la gente se tornaban amigables, como si aprobaran mi participación, entonces caminaba y me desplazaba con confianza en el lugar. Reviví el personaje, improvise actos y finalmente me sentí como una verdadera artista.

Las risotadas me confirmaban que lo que hacía les agradaba, coqueteaba a los mimos enamorados, quienes buscaban una y otra cosa para agradarme. Disfrutaba de mi personaje y trataba de hacer reír a los niños siendo graciosa y creativa. Lo logré. El espectáculo finalizó con mi salida en los brazos de un joven muy simpático que se ganó mi corazón y el de mi personaje para dejar tirados a los juguetones que me pretendían.

Mairon cerró el show con sus ocurrencias e improvisaciones, mientras que yo sentada en el suelo de un extremo del escenario sonreía porque lo había logrado.

Comprobé que mi espíritu de artista sigue intacto, más aún cuando estuve en medio del escenario. Las caras de los niños, jóvenes y viejos reflejaban mi trabajo, y sus aplausos compensaron toda mi motivación. Muchos se acercaron a tomarse fotos de recuerdo con nosotros y a despedirse comentando lo buena que estuvo la función, eso es lo más gratificante que he recibido en mi vida: el cariño y las sonrisas de los niños.

Barranquilla, abril de 2008, destacado en asignación 'Un día como...'

Tuesday, April 22, 2008

En el silencio, Eliza lo hace bien

JAVIER FRANCO ALTAMAR

CARTAGENA


Bajo la mirada atenta de Silvia Amaya, su madre, la niña Eliza Triana se mece en una hamaca. La cámara está a pocos metros de su rostro. Para cualquiera, podría resultar intimidante, y mucho más para ella que nunca ha hecho cine, pero algo desde la sangre la empuja a conducirse como dueña absoluta de la escena.
No en balde, Eliza es hija del cineasta Jorge Alí Triana. Su madre es realizadora audiovisual y su hermano Rodrigo también es cineasta. De manera que Eliza no sólo está marcada por una impronta genética, sino que ella resolvió, hace varios años, caminar por el mismo sendero concentrada en las huellas.
Y el momento de mostrarse llegó. Es el rodaje de la película Del amor y otros demonios, inspirada en la novela de Gabriel García Márquez. Son las 3:30 de la tarde y los movimientos se concentran en el huerto del Palacio de la Inquisición, el mismo que a lo largo del siglo XIX hizo eco de lamentos y gritos por cuenta del Santo Oficio.
La gigantesca bonga cubre casi todo el patio con sus ramas y eso ayuda a atenuar la luz del sol cartagenero. Aquello es, para efectos de la película, el patio de su casa, y la niña, convertida en Sierva María de los Ángeles, se mece al amparo de una de las barracas de esclavos. Allí, la madre –Bernarda Cabrera- la examinaría para confirmar las huellas del mordisco de perro detonante de la historia.
No le costó mucho esfuerzo a Eliza la metamorfosis. Tiene el mismo cuerpo largo, la misma piel lívida y los ojos azules taciturnos que son muy fáciles de ver en la novela de Gabo. Por algo derrotó en el casting a más de mil muchachitas latinoamericanas que le caminaron a la oportunidad.
Lo único que debió modificarse un poco en su anatomía fue el cabello. De ordinario, Eliza lo lleva hasta los hombros en unos espirales amarillos. Ahora, está convertido en una descomunal cabellera cobriza que baja hasta las pantorrillas. En efecto, es la imagen de Sierva María en el esplendor de sus 12 años.
Y eso se nota aún más cuando se termina de grabar la escena. Eliza se levanta de la hamaca y camina hasta el enrejado de bambú acondicionado como camerino de retoques. Es un desfile corto durante el cual la abrazan felicitándola. Está vestida de blanco impoluto, y la cabellera interminable resalta aún más.
Del cuarto no saldrá hasta que le llamen de nuevo a otra toma. Aprovecha para ser la niña de siempre, alegre y sonriente, pero nada de contactos con la prensa. Ella debe estar concentrada y lo ha conseguido de maravillas hasta ahora. Su madre se encarga de que eso se cumpla al pie de la letra.
La normalidad en el Palacio de la Inquisición no se ha interrumpido para nada. Rubios de lengua hermética y foráneos de todas las pelambres recorren las estancias donde es muy fácil imaginarse la inmisericordia del Santo Oficio. El patio está separado del resto de la casa por una paredilla cuyos calados permiten que los visitantes vean -eso sí, a los lejos- la meticulosa labor de rodaje bajo la batuta de la costarricense Hilda Hidalgo.
El reparto es de primera línea, pero la actitud de bajo perfil contrasta con la pomposidad de El amor en los tiempos del cólera, filmada también en Cartagena en el 2006. El español Pablo Derqui personifica a Cayetano de Laura, el cura que sostiene una relación amorosa con Sierva María. Las colombianas Vicky Hernández, Alejandra Borrero, Martha Leal y Carlota Llano, también participan.
Hilda Hidalgo no sólo está dirigiendo la película, sino que escribió el guión. Y ha dicho que la adaptación es fiel a la carga sensual y amorosa de esa historia ocurrida en la Cartagena del siglo XVIII.
Es la historia de una niña, hija de marqueses, pero criada por esclavos negros. Duerme en las barracas de los esclavos, habla mandinga, baila como yoruba, y heredó de los negros el espíritu rebelde, sensual y desconfiado.
El obispo encomienda la salud de la niña a Cayetano, un joven cura español quien la encuentra en una celda, malherida y hambrienta, la visita a diario, le da de comer, cura sus heridas y nace el amor.
La Jefe de Producción, Ana Piñeres, asegura que todavía es muy temprano para abrirle paso a la voracidad natural de la prensa: apenas van tres de las nueve semanas y media previstas para el rodaje.
La orden, cumplida hasta ahora sin arrugas, es la de manejar un bajo perfil sobre el entendido de que, en esta ocasión, Cartagena es escenario no de una producción estrafalaria ni grandísima, sino discreta. “La estamos haciendo con nuestros propios talentos, sin pretensiones y sin locuras”, dice.
Un poco antes de empezar el rodaje, Eliza pudo hablar con la prensa y declaró que sus sentimientos, ante el reto, oscilaban entre el temor y la felicidad. Se sentía rara, contenta pero con miedo. Ahora, sin embargo, cuando han pasado ya 21 días, se le ve suelta y feliz. Hasta juega con la cascada de cobre que le toca lucir en la cabeza.
Y a juzgar por los abrazos y las risas después de cada toma, como que lo está haciendo bien.

Estoy contento con lo que he hecho en mi vida:Basilio

Prefiere hablar de ‘persona negra’ antes de que ‘afrodescendiente’, palabra más bien rebuscada. El ahora diplomático habla del racismo, de sus canciones emblemáticas, y de lo que le espera.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Era estudiante de medicina, se le dio por cantar en las fiestas de fin de semestre, alguien de buen gusto y contacto lo escuchó, y lo condenó a ser un artista de renombre. Por eso, alcanzó a desplegar tu talento en casi 20 trabajos discográficos.
Después, su gobierno le reconoció madera diplomática y lo nombró cónsul en una ciudad que, más allá de su belleza y su valor histórico, es capaz de generar informes periodísticos y fallos judiciales sobre discriminación racial. Sí, porque además, Basilio es negro. ¡Vaya situación!
La palabra “afrodescendiente” le parece rebuscada: “Yo suelo decir, persona negra’. Es el cónsul panameño en Cartagena. Su nombre completo es Basilio Fergus Alexander, nació en 1947 en Ciudad de Panamá, pero nunca ha dejado de ser ‘Basilio’ a secas, y así se presenta ante cualquiera.
Vivió en Panamá hasta los 18 años de edad, cuando terminó secundaria. Después se fue a Montpellier (Francia), a estudiar medicina. “Luego de un par de años, un amigo americano (Kenneth Pearlberg) me convenció de que nos mudáramos a España porque en Francia había manifestaciones protesta, como las de ahora, y un sindicato había paralizado al país”.
En España, surgió la oportunidad de grabar. Ya estaba en tercer año en el Colegio Mayor, y aparecieron las fiestas de final de curso. “Teníamos un grupito donde yo tocaba el piano y cantaba. Eso no pasaba de ser un hobby; pero el compositor Pablo Herrero me oyó cantar y me invitó a hacer una prueba. Mi amigo me decía: tú no tienes nada que perder, haz la prueba. Si no pasa nada, total no has perdido nada. y si pasa…Bueno: estamos viviendo todavía parte de ese y si pasa..”.

Destello de chaleco

Basilio vive en un apartamento de segundo piso en el exclusivo sector Castillogrande. Desde allí se ve, a la vuelta, hacia la derecha, el hotel Cartagena Hilton donde él cantó hace unos 20 años en el acto central del Concurso Nacional de la Belleza.
La vista le recuerda en algo a Ciudad de Panamá, pero con el ingrediente de que nada más es cruzar la calle para disfrutar de las olas. No necesita meterse. En realidad, camina todos los días, por la mañanita, una hora en la playa, “rapidito”.
No bebe, no fuma, come muy equilibrado, y a eso atribuye su apariencia delgada. Con la sonrisa, despliega unos dientes blancos que parecen teclas de piano. La cabeza rapada no da oportunidades a las canas, y por eso cualquier desprevenido –y de eso de jacta- es incapaz de adivinarle los 58 años de edad. “Mucha gente cree que tengo un poquito menos. A las personas que no le digo cuando empecé a cantar, le resulta difícil calcular mi edad”.
Me atiende ataviado con un chaleco de camarero cuya textura de pequeños y abundantes rombos lanza destellos fugaces. Debajo del chaleco, una camisa de mangas largas. El pantalón beige desemboca en unos zapatos de color miel sobre los cuales nuestro personaje parece flotar. Es que por la indumentaria y por la apariencia altiva de Basilio es fácil pretender que hay una pasarela de modas entre la puerta por donde apareció y el sofá de la entrevista. El fotógrafo comienza a disparar su cámara desde diferentes ángulos, y en el chaleco rebotan los relampagazos de la faena.
Vive, por ahora, solo. Su esposa Margarita lo visita cada mes. Ambos tienen hijos de matrimonios previos, pero la familia parece una sola –asegura él-. Ninguno de sus hijos biológicos es cantante. Sólo la hija mayor se le parece en algo: es médica. Ella sí completó la carrera y la está ejerciendo en Singapur.
Es lo único que habla de los hijos. No le gusta entrar en honduras sobre ellos. “¡Qué vaina con los hijos!”, dice cuando insisto una y otra vez en preguntas salteadas. Eso sí, aclara que ninguno fue en relaciones furtivas, perimetrales o fugaces. Nada de eso. “Nunca faltan los cuentos. Una vez, estaba cantando en una discoteca en España y de pronto se acercó a mí un empleado y me dijo: en la puerta lo busca su mujer”.
-¿Mi mujer?
-Así es, y vino con un niño de brazos
“Por supuesto que salí a conocer a ‘mi mujer’, y me pareció aquello un acto de irresponsabilidad. Yo estaba soltero en ese entonces. A la mujer le dije que si lo que quería era entrar a la discoteca, pues que comprara la boleta, pero eso de venir así y con un niño de brazos me pareció muy feo”.

Cisne cuello negro
https://www.youtube.com/watch?v=y3N_e9f-LqY&spfreload=5

Aprovecho que estamos a punto de hablar sobre un famoso tema musical de los 70, y le pregunto qué opinión le merecen los casos de discriminación racial que se han conocido en Cartagena. Esos de las muchachas que por su condición de negras no pudieron entrar a discotecas de la ciudad.
- Por fortuna, a mí no te ha tocado vivir en Cartagena ese problema en carne y hueso. Desconozco qué reacción tendría yo en tal caso, pero si es así como me lo plantea usted, me parece un problema de ignorancia, y habría que educar a quienes se ponen en eso. Es que eso ya ni se estila. Lo importante en la vida es que las personas se comporten como personas, que tengan educación. Por eso, siempre le digo a la gente joven, y sobre todo si es gente negra, que trate de educarse para que se pueda superar.
-Hablemos de la canción Cisne cuello negro, cisne cuello blanco. ¿Tiene algo de protesta, de grito por reivindicaciones?
-No, esa canción no tiene la connotación profunda que usted está dándole. En primer lugar, no es mía, sino de Manuel Alejandro, quien no es negro como yo sino español y muy blanco. Es un supercompositor y como, obviamente, la compuso para que yo la cantara, pues tenía que llevar, desde su punto de vista, alguna connotación de blanco y negro, pero de una forma muy poética y romántica. El mensaje de fondo es muy bello y simple: todos somos iguales, da igual que seamos negros o blancos. Me imagino que Manuel Alejandro quiso decir, también, gordo o flaco o lo que sea; y mientras pueda existir un lenguaje de amor y de entendimiento, podemos funcionar.
Aunque Cisne cuello negro, cisne cuello blanco es, quizás, la canción por la que más se recuerda a Basilio, a él eso le parece injusto. “Afortunadamente he tenido más de un hijo con éxito a nivel de canciones”, y asegura, eso sí, que esa la única con algún mensaje alusivo a lo racial. Pero hay otra que veremos interpretando, dentro de poco, entre violines, pues avanzan unas conversaciones con la Sinfónica de Colombia. La voz aguda de los 70 y 80 volverá a decir con fuerza: “Soñaaar, soñaaar, despieeertos, en un mundo sin razas, sin colores, sin lamennntooos, sin nadie que se opongaaaa, a que tú y yo, nos ameeeemos ”
Ni te lo imaginas

El Consulado de Panamá en Cartagena funciona en un segundo piso frente a la Iglesia de San Pedro Claver. Basilio no duda en calificar el sitio como inadecuado para una sede diplomática. Allí trabaja apretado, y, como detalle pintoresco, debe compartir la única línea telefónica con un almacén de la primera planta.
Por eso, esta primera etapa de su ejercicio consular ha estado cargada de actividades que tratan de ponerle orden al asunto. Pasar el consulado para el apartamento de Castillogrande es una posibilidad, pero eso aún está en la etapa de definiciones.
Pocos meses antes de asumir el cargo diplomático en Cartagena, estuvo de gira por Perú; y en Panamá alcanzó, ya casi con el pie en la escalera del avión que lo trajo a Colombia, llegó a mencionar que tenía lista una nueva versión de "Vivir lo nuestro", ya no en el ritmo salsero de Marc Anthony & La India, sino en vallenato. Se está a la espera de eso.
Ahora, en su papel de diplomático, las conversaciones para presentarse han cambiado del todo porque sólo podría hacerlo para obras benéficas y sin cobrar ni un peso. El repertorio, de todos modos, no variará. Aparecerá la canción de los cisnes y otras emblemáticas como: "Tanto, tanto amor", "Tú ni te imaginas". “Es una gran dicha poder cantarlas, y cuando la gente las corea con uno (ni te looooo imaginas, que mis manos pueden, dibujaaaar tu cuerpo sin haber pecado…) uno se siente privilegiado y hasta llora como un niño”. :
-A ver, autodefínase.
-No tengo pinta de criminal ni de maleante, ¿verdad?, aunque a veces las apariencias engañan, pero en este caso, la apariencia es real. Yo me considero una persona bastante normal dentro de lo que somos buenos; porque hay malos que son normales también.
-¿Y el talento?
-En la vida musical la suerte juega un papel muy importante. Yo he tenido, aparte de cierto talento, mucha suerte; pero hay otros que han tenido más talento y no han tenido la misma suerte.
-¿Volvería usted a vivir la vida como la vivió? Me refiero a que usted quiso ser médico y…
-Estoy contento con lo que he hecho en mi vida. Si me tocara volverla a vivir, haría exactamente lo mismo.
-¿Qué espera de su labor en Cartagena?
-Que más cartageneros y colombianos conozcan mejor a Panamá. Panamá tiene muchas cosas ahora que ofrecer, un poquito más que antes. El país está avanzando, está creciendo, se está modernizando. Tiene más que ofrecerles a los turistas, y también a los inversionistas. Por ejemplo, hay exoneraciones de impuestos hasta de 30 años. Y es que no solamente la capital, sino al interior del país, donde la compañía Disney acaba de comprar unos terrenos para montar un parque de diversiones.
-Y de su propia vida ¿qué le espera?
-Me gustaría seguir en la labor diplomática, y, por supuesto, nunca voy a dejar la música. De alguna forma estaré envuelto o produciendo o escribiendo… aunque no esté en el escenario con un bastón.

Cartagena, abril de 2006

Un día de artista callejero...

Por: Alberto Mario Suárez

Era roja y en el centro tenía un degradado de negro, tenía tres cuerdas doradas y tres de plástico. Fue mi regalo de cumpleaños a los 16, uno de los mejores que me ha dado mi papá un 22 de febrero.

A final de año comencé las primeras presentaciones en reuniones familiares y de amigos. Algo pasaba en ellas. A nadie le gustaba escucharme. Decían en un tono jocoso que había algo en mi voz que fastidiaba. Un amigo me dijo una vez que sentía como cuando iba al odontólogo, mi voz para él era como esa “fresita” que todo el mundo odia.

Por aquellos días creí que eso pasaba porque era el comienzo, pero hasta el día de hoy mi mamá hace un gesto de burlesco cuando me ve con la guitarra. Sé que lo hace solo por jugarse conmigo. Pero que mi propia madre haga eso es la prueba magna que algo con mi vocación de artista anda mal

***

Martes, 10 de la mañana, el sol reventaba el pavimento. Camisa roja, bermuda azul y zapatos blancos sin media era la vestimenta. La esquina del conjunto donde vivo en el Barrio San José, el lugar elegido.

Después de un tiempo de no cantar casi nada había llegado el día de intentarlo otra vez. Esta vez lo haría frente a gente desconocida. En aquel momento tenía ganas de ser escuchado y de cantar, no importaba cómo ni delante de quiénes. A esa hora de la mañana creía que cantar en un bus era como arriesgarse a acercarse a una mujer desconocida, lo único que se puede perder es un poco de orgullo y eso con los días se olvida.

Estuve unos cuantos minutos esperando el bus de Caldas Recreo, la ruta del centro. Mientras estaba ahí toqué un par de veces la canción con la que pretendía presentarme aquella audiencia desconocida, “De Madrugada”, una canción de un grupo muy viejo llamado Ekhymosis, fue la primera que aprendí y era la “mejor” que podía representar.

El bus llegó. Mi mirada lo siguió. Mis ganas también, todo menos mis pasos. No fui capaz de acercarme. Esperé el segundo en la esquina, pasaron unos diez minutos. Mi mano seguía pasando por las cuerdas de la guitarra mientras tarareaba la canción con un poco de nerviosismo.

“Las monedas se me quedaron en la casa, sino con mucho gusto te ayudaría”, me dijo una vecina en un tono jocoso mientras pasaba por mi lado, tenía una falda tan corta que parecía un cinturón, zapatos altos y un cigarro en la mano. La verdad es que se veía como una misma prostituta.

La salude, reí, mientras veía cómo se acercaba el bus en la distancia levantando una nube de polvo a los lados del camino. “Señor me da permiso para can...”, las palabras pasaron por el aire, mientras el bus se alejaba de mí, y me dejaba acompañado de una extraña sensación de vergüenza e impotencia en la esquina.

Tomé la guitarra y busqué un nuevo lugar, el sudor se derramaba sobre mi frente y el sol se reflejaba en el pavimento haciéndolo hervir con cada paso.

Semáforo de la calle Murillo con carrera 21, era el nuevo sitio. Pasaron quince minutos en la esquina, podía sentir miedo en ese instante, pero ya era la hora de arriesgarse. Semáforo en rojo, tomé aire y unos cuantos pasos me llevaron al primer bus del día.

“Me deja cantar en el bus?”, con un ligero movimiento en su cabeza, el conductor de un bus de Coolítoral me dio la bandera verde para realizar la primera presentación de la jornada.

“Buenos días a todos, les voy a cantar una canción que habla acerca la esperanza, se llama De Madrugada y si alguien le gusta y me quiere dar algo al final, se lo agradecería”, ese fue el discurso de introducción, de dónde me salió, no sé, pero creo que en aquel instante sonó convincente.

Comencé a tocar las primeras notas y era incómodo, aunque podía guardar más equilibrio del que creí que iba a tener. Algunas personas me miraron, para otros el paisaje de la ventana era un espectáculo más agradable. “No dejemos que se nos queme la ilusión antes de que muera el sol, antes de que muera yo, por mi parte cambiare, donde quieras estaré…” cantaba y en la medida que avanzaba de un coro a otro me sentía como bailando con alguien que me gustaba, pero que no le podía coger el paso.

“Bueno muchas gracias”, dije al terminar, busqué los ojos de las personas a ver quien me daba algo, un señor se inclinó ligeramente para sacar un par de monedas del bolsillo, cuando él lo hizo, dos más se animaron y bajé con 600 pesos. Cerca de la iglesia de Chiquinquirá, en uno de los semáforos de la calle Murillo.

Me monté en el segundo bus sin pensarlo mucho. Dije mi discurso otra vez y las notas salieron. Me sentía mas seguro. Lo comencé a disfrutar, jugué con los coros y con la melodía en la guitarra.

Paso medio día, el balance; Tres buses y mil trescientos pesos en mis bolsillos. Me cambié al otro lado de la calle para tomar los buses que venían bajando. Hasta ese instante la gente me miraba cuando comenzaba a cantar y después su atención se perdía en el camino. Aquí nunca tuve la atención de nadie, y al final solo me dieron doscientos pesos.

No sé por qué, pero eso me dolió, aunque tuviese mucho más dinero en mis bolsillos antes de subirme en el primer bus sentí que no era justo. Ya no me sentía como bailar con alguien al que no le podía coger el paso, era algo peor, sin gracia, era como bailar con mi propia hermana.

Cuando bajé de aquel bus vi un niño de gorra que vendía dulces y me pregunté cómo se sentiría él cuando eso le pasara. El bus que vino fue aun peor, pues nadie me dio nada. Bajé unas cuantas cuadras con el sudor que no se detenía y con el furor de artista apagado.

Tomé el que creí sería el último y allí canté con todas las ganas que pude, solo dos señoras me miraban mientras cantaba y se sonreían ligeramente al escucharme. Al final nadie se movía. Un muchacho me dio una moneda de doscientos y después unas cuatro personas se animaron. Bajé con 800 pesos y me sentí un poco mejor por aquellas señoras que me escucharon.

Ese hubiese sido un buen momento para retirarme, pero tomé otro bus del que me fui en blanco. Estaba cerca de mi casa, Murillo con 21 otra vez.
Mientras caminaba de regreso me di cuenta de que hacer esa clase de cosas es un trabajo como cualquier otro, en que se sufre y se tienen momentos buenos y malos. Pero más que cualquier moneda, la mejor compensación que se puede dar aquellos que están en frente, es verlos, y saber qué traen con ellos. Ya sé qué significa estar allí con una guitarra queriendo ser escuchado por un público anónimo, que solo pierde su mirada en la Jungla de cemento….

Testimonio destacado, asignación 'Un día como...', segundo semestre 2006