Thursday, April 07, 2016

Su repelencia, la marimonda

Presente y pasado de un disfraz nacido en las entrañas del Carnaval

Javier Franco Altamar

Cuando el Carnaval de 1958 estaba a la vuelta de la esquina, Francisco Franco Romero, de 17 años,  decidió que ya era hora de disfrazarse de marimonda y metió a sus cuatro mejores amigos en la iniciativa: César Mendoza, Juan José De la Hoz, Emiro Iglesias y Alberto Meza. Era hora de vacilarse la fiesta con todas las de la ley.
Franco hizo lo que la costumbre le indicaba: tomó un vestido entero del escaparate de su padre y se lo puso al revés, se colgó una corbata al cuello, se calzó las manos con unas medias y se enfundó la máscara como un capuchón.
Frente al espejo, se rio de sí mismo y celebró su obra de arte. “Hice la máscara con una bolsa de harina que compré en el mercado –recuerda ahora a sus 73 años, la mayor parte de ellos como taxista–. Usé una tijera para abrir los huecos de los ojos, la boca y la nariz, y le cosí los rellenos de los bordes, la nariz larga y las orejas de cartón. Parecía un elefante, jajá”.
Al salir a la calle, lo esperaban sus amigos con indumentaria similar. Era sábado de Carnaval por la mañana y el día prometía ser muy bueno para el rebusque. Uno de los amigos le extendió una varita de matarratón. “Esa varita era el arma de defensa. Es que con tanta repelencia, a muchos les picaba la curiosidad por saber quiénes éramos los disfrazados y querían quitarnos la máscara, entonces los espantábamos con la varita y salíamos corriendo. Pero eso no era siempre. Por lo general, la gente se reía y nos daba monedas por vernos en la recocha”, señala Franco.
El aporte de él para con sus compañeros fue el suministro de los ‘pea-pea’, los pitos repelentes de sonido flatulento que constituyen la voz de la marimonda. “Ahora fabrican el pito con una pieza de caucho y un tubito de plástico, pero a nosotros nos tocaba con pedazos de neumático. Cosíamos a mano un pedacito largo sobre otro, y dejábamos una pequeña separación por los extremos. No había de otra”, explica.  Y como en esa época, él era ayudante de mecánica en un taller del barrio que también era llantería, no tuvo dificultad en conseguir los neumáticos para fabricar los pitos.
Se miraron entre ellos antes de partir y comprobaron que todo estaba en orden. Emiro Iglesias simulaba unos senos debajo del saco,  y César Mendoza se puso una correa por encima del suyo a la altura de la cadera. La idea era distorsionar la apariencia personal lo mejor posible para vacilarla sin temores. “Es que como en esa época, había mujeres que se disfrazaban de marimonda, lo aconsejable era usar eso para engañar”, apunta Franco.
Lo de valerse de un vestido entero del escaparate no era nada difícil para esos años, asegura Franco, porque no era como hoy, que funcionan casas de alquiler de vestidos y resulta barato acudir a ellas cuando se tiene una boda o una graduación. Antes, en cada casa había tres o cuatro trajes elegantes, porque no se concebía una fiesta donde los caballeros no concurrieran de entero, y tener varios de esos trajes en casa era lo normal. “Yo me casé en diciembre de 1962, y ese vestido me duró hasta los 80”, dice ahora.
Por eso, disfrazarse de marimonda era lo más sencillo del momento, baratísimo, agrega el taxista, porque lo más costoso era la bolsa de harina y se conseguían por montones en el mercado. “Y el resto era el puro perrateo. Uno llegaba donde estaba la gente, se ponía a hacer gestos como de mimo y el ‘pea-pea’ sonaba como apoyo. El gesto característico era  mover el brazo extendido de adentro hacia afuera, con la mano en plancha, una y otra vez, y decirle a la persona con señas, que eso era lo que le habían hecho o le iban a hacer.. No había nada más, ni baile en el piso,  ni brincos ni nada: puro perrateo”. De alguna forma, agrega él,  lamarimonda le hacía entender a su víctima que sabía de su homosexualidad, y en eso enfocaba su saboteo. Para lograrlo, debía asumir alguna posición caricaturesca, como la de los brazos en jarra con las manos hacia afuera, por ejemplo. Y en ningún momento dejaba de sonar el pito repelente.
Ese sábado de Carnaval de 1958 y antes de salir al ruedo, los cinco amigos confirmaron que los zapatos de lona estaban pintados de colores vivos. Luego, le dieron un toque adicional a la indumentaria incrustando las botas de los pantalones dentro de las medias: la pinta estaba completa. Les esperaba ahora un largo trabajo de horas. Buena parte del tiempo lo pasarían en el Paseo de Bolívar, alma y nervio de la parranda popular, encuentro del pueblo con sus disfraces, cumbiambas,  comparsas, danzas y agrupaciones.
Cuando eso, las marimondas no conformaban ninguna comparsa ni eran coloridas, como lo son hoy. Se les veía por las calles, en solitario o en grupo. Incluso el martes de Carnaval, día del entierro de Joselito, los graciosos cortejos tenían cuatro o cinco marimondas. Pero a diferencia de otros disfraces, que eran llamativos y podían ser lucidos sin problemas en las fiestas, la marimonda era discriminada, excluida. “Nosotros éramos puro ‘pru-prú’ con el pito y la mímica grosera”, insiste Franco. Por eso, no era un disfraz aconsejable para entrar a los bailes. Tocaba alternarlo de pronto con el monocuco, que era más estilizado y elegante, y sí era aceptado en casetas y clubes. El anonimato que garantizaba la libertad de expresión de lamarimonda fue también operando en su contra porque generaba desconfianza en las intenciones de su portador. Esa fue una de las razones por las cuales abandonó las calles con el tiempo. No obstante, se incorporó a los principales desfiles del Carnaval con muy pocas variaciones. En uno de esos desfiles, a mediados de los años 70 del siglo pasado, el profesor Adolfo Cabrera Aragón, docente de biología y química de un colegio estatal, vio por primera vez la máscara de la marimonda en toda la magnitud de su doble sentido, y desde entonces quedó enamorado de su apariencia grosera, pero divertida…
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El profesor Cabrera recuerda que  él tenía 11 años de edad cuando vio por primera vez una marimonda en su vida. Fue en la Batalla de Flores, cuando el desfile aún bajaba por la carrera 43 y él, acompañado de varios de sus parientes, observaba el desplazamiento de carrozas, comparsas, danzas y disfraces desde la estaca de un camión que un amigo de la familia había dispuesto en reversa en una de las bocacalles. “Era una cabeza grande de marimonda que varias personas vestidas también de marimonda jalaban sosteniéndola por la nariz: era una recocha bacana”, dice él.
Y desde ese momento, cada Carnaval procuró tener a la mano una máscara de marimonda, convencido de que lo más apropiado para gozarse la fiesta que enfundarse una. Por eso, 20 años después de aquel primer encuentro, cuando dictaba clases en el colegio estatal y lo motivaron a leer unas letanías en una fiesta estudiantil de precarnaval, no dudó en hacerlo con una máscara de marimonda. “Recuerdo que todos me quedaron viendo mientras yo esperaba mi turno, preguntándose, a lo mejor, quién era esa marimonda; y solo vinieron a reconocerme cuando empecé a declamar las letanías”, dice el profesor.
Cabrera no llegó al extremo atávico de ponerse un vestido entero al revés, pero sí improvisó una indumentaria ridícula con un traje que un primo suyo le había traído de Estados Unidos. “Leí letanías con mi máscara por varios años, pero me tocó dejarla porque me metía con todo mundo en las rimas, y nunca faltaba el compañero susceptible”, dice Cabrera; pero no por eso abandonar la máscara. No hay fiesta de Carnaval en la que no la luzca, y hace un par de año, armó una fiesta con sus vecinos en la urbanización Adelita de Char, y la condición consensuada fue que todos concurrieran con su máscara de marimonda.
Cuando le preguntan si él tiene alguna idea de los antecedentes históricos del disfraz de marimonda, Cabrera relata, a grandes rasgos, el cuento más reconocido: un barranquillero cualquiera, quizás un zapatero, no tenía dinero ni indumentaria para pasar la fiesta. Lo resolvió ridiculizando a los ricos, poniéndose al revés las prendas distintivas de la elegancia y la riqueza, tapándose hasta el último rincón de la piel para garantizar el anonimato. En ese propósito orientó también la máscara, con el saco de harina, las orejas de cartón, los rasgos exagerados, la nariz larga y el pito flatulento. La corbata que se puso al pecho fue una alusión metafórica a los funcionarios públicos que ni siquiera iban a trabajar, sino que se  aparecían nada más a cobrar el sueldo.
Pero sobre las implicaciones filosóficas, antropológicas o sociológicas de la máscara, el profesor Cabrera no se atreve a responder nada porque lo suyo son las ciencias naturales. Él no tiene por qué estar al tanto, por ejemplo, de que en la antigua Grecia,  la máscara confería una identificación forzosa con lo extraño y lo divino, obteniéndose el don de “ser otro” y de lograr poderes más allá de los limitados alcances humanos, como explica el profesor Carlos Pájaro, docente de Filosofía en la Universidad del Norte.
Cabrera no tiene por qué saber tampoco que esos griegos usaban máscaras no sólo en sus fiestas lupercales y saturnales,  sino en las representaciones escénicas. Que durante la Edad Media, hubo mucha afición por los disfraces y máscaras incluso en las fiestas religiosas, con la participación de gente disfrazada hasta de burro.  Que en algunas culturas, se usaban las máscaras en rituales sobre el supuesto de que el portador tomaba las cualidades del representado para convertirse en leopardo, tigre, o toro, así como lo evoca una de las danzas más antiguas del Carnaval de Barranquilla.  La costumbre tenía la misma orientación en las civilizaciones americanas precolombinas, y por supuesto en África, donde se habla, incluso, de cuatro categorías históricas de las máscaras: espíritus de antepasados, héroes mitológicos, la combinación de los dos anteriores, y los espíritus animales.
El profesor Cabrera tampoco tiene por qué saber -porque no es de su incumbencia y no pertenece a su ámbito de estudio-, que las máscaras zoomorfas de madera, como dice el antropólogo Aquiles Escalante,  proceden del occidente de África. En ese caso, se trata de elementos asociados con el totemismo del buey y con los antiguos rituales de caza y cosecha, tradiciones que fueron revividas en los Cabildos de Negros de Cartagena de Indias durante el período colonial esclavista.
Al profesor Cabrera todo eso le parece interesante y riquísimo como cultura general, pero es un discurso al que no le encuentra nada que permita explicar el atractivo de la máscara de marimonda, una seducción que va más allá de su significado como pretexto para armar el desorden y divertirse en Carnaval. “Mejor dicho: la máscara de marimonda es perfecta para la mamadera de gallo. Por sí solos,  sus rasgos son graciosos. Despiertan una mezcla entre risa y curiosidad. Además, la marimonda es siempre alegre. ¿Alguna vez ha visto alguna triste o llorando.  Al menos, yo nunca la he visto”, dice Cabrera, porque al barranquillero, agrega él, le gusta es mamar gallo, y su mejor representante será siempre la marimonda. Ese fue el espíritu que César Morales, conocido como ‘Paragüita’, quiso revivir en un ataque de nostalgia al ver que este curioso disfraz había desaparecido de las calles. No se trataba de rescatar su grosería o su repelencia, sino su capacidad para el desorden, su gracia para armar el bochinche, su flexibilidad, la expresión artística que le estaba haciendo falta para subir a los altares del Carnaval.

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Cesar Morales Mejía, hijo único de antioqueña y valluno, más conocido como ‘Paragüita’ en razón de que cuando joven fue correteado por una loca y lo golpeó en la cabeza con un paraguas, recuerda que estaba en una parranda de amanecida en el Barrio Abajo a finales de 1983, cuando se le ocurrió la idea de revivir la marimonda. Tenía 34 años y trabajaba como contador en la desaparecida Telecom.  “Dijimos: Nojoda, ya nadie hace disfraces de marimonda. Vamos a sacar uno, pero, eso sí, vamos a aconductarla, a vestirla de seda, a ponerle lujo, y vamos a darle coreografía y orden. Algunos no querían caminarle porque la recordaban como un disfraz perrata, pero al fin nos pusimos de acuerdo, salimos 50 marimondas en los carnavales de 1984 y nos ganamos el Congo de Oro como mejor comparsa”, recuerda ahora ‘Paragüita’ en la sala de su casa, rodeado de bolsas llenas de disfraces de marimonda.
Fue un comienzo de caché, asegura. Se mantuvo el diseño de las facciones exageradas, la nariz fálica y las orejas de elefante con la incorporación de colores contrastantes. La tela esponjada reemplazó al cartón, y en vez de las prendas al revés, se diseñaron pantalones y camisas de seda, un chalequito o una chaqueta, una corbata colorida y zapatos suaves para la caminata, lo mismo que unos guantes blancos. Se adoptó una coreografía básica y suelta rica en brincos, así como lo haría el primate del que tomó el nombre. Una danza colectiva  a la que se le fueron imprimiendo unos pases que se volvieron típicos del disfraz, como el de saltar hacia adelante sentado en el suelo, impulsado por los glúteos, y con un movimiento de brazos que simula el uso de un remo.
 La iniciativa se fue creciendo y ahora ‘Paragüita’ dirige una comparsa que suma casi mil miembros,  que cuando se ponen de tres en fondo a lo largo de la Vía 40, por donde pasan los principales desfiles del Carnaval, ocupan casi kilómetro y medio de baile, música y de ordenado desorden. Fue un completo éxito la comparsa desde el principio, y a los ocho años de estar participando en el Carnaval, consiguió patrocinio con el industrial León Caridi, quien a través de su ‘Industrias  Cannon’, empezó a cubrir los gastos básicos. Lo único que pagan entre todos es el acompañamiento musical de las bandas que se despachan con fandangos y porros, el más adecuado marco sonoro para las maromas del baile.
La idea de Morales se replicaría dando nacimiento a otras comparsas, una de ellas bautizada como ‘Rebelión de las auténticas marimondas del Barrio Abajo’. La nombraron así porque a finales de la década pasada, ‘Paragüita’ trasladó su centro de operaciones al vecino barrio Montecristo, y algunos de los miembros originales de la agrupación lo entendieron como un golpe a la esencia del disfraz. Fue una reacción que bien supo canalizar uno de ellos: José Ignacio Cassiani, un músico, albañil y electricista que heredó de su padre el apodo de ‘El Pavo’, y quien le apostó a montar tolda aparte con una nueva representación. Asumió el desafío con una decidida mirada hacia la marimonda original, es decir le devolvió su vestido entero al revés, pero salpicado con aplicaciones de colores, como si fueran parches. La presentación de la comparsa fue en Carnavales del año 2000, y empezaron ganando dos trofeos de Congo de Oro, máxima distinción para los mejores del Carnaval. En reconocimiento a este retorno a las raíces de la marimonda, ‘El Pavo’ fue uno de los invitados a ratificar, en París, la declaratoria del Carnaval como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, distinción recibida por la Unesco en el 2003. Más adelante, en el 2008, fue nombrado Rey Momo de las festividades, y se convirtió, por esa vía, en el eje narrativo de un documental sobre las fiestas que se emitió en el canal The History Channel.
En este escenario de figuración de la marimonda, con nuevas derivaciones e imitaciones de la comparsa original, el disfraz creció no sólo como indumentaria, sino que se extendió a las aplicaciones, a los muñecos de trapo o de madera que se prestan para ser ubicados en cualquier posición y en cualquier sitio, muchas veces jugando domino y tomando trago. También se movió a  los estampados, a la decoración de carros, casas, estancias, porque lamarimonda es así de flexible, así de libre. Mientras tanto, como comparsa se expandió a todos los estratos, ratificando el carácter abierto del barranquillero y el derrumbe entre las fronteras de la clase social que significa la expresión carnavalera.
“La marimonda es rebelde, sí, pero lo primero es que en nuestra comparsa está prohibido hablar de política –apunta ahora ‘Paragüita’–. La exigencia a los integrantes es que deben ser, ante todo, mamagallistas y  alegres, pero con la decencia ante todo”.  La otra consigna de esta comparsa en particular es cambiar los diseños cada año, ponerla brillante, de varios colores, de uno solo, con aplicaciones en el chaleco o en el pantalón, con detalles nuevos en lo que se le ocurra a Morales. “Para mí el disfraz permite expresar lo que la persona no puede manifestar en su vida cotidiana. Esa es su otra cara. Son 365 días, un poco menos, o un poco más, que la marimonda dura esperando el día del desfile para explayarse. Y si tú eres una marimonda, cuando llega ese día tú no quisieras que se acabe”, agrega ahora.
Incluso él, que a sus 65 años anda en muletas por un desgaste en la cabeza del fémur de su pierna derecha, suele ponerse a bailar en pleno desfile, y se  olvida de discapacidades y sendetarismos porque la marimonda está a salvo de eso. Ya será el Miércoles de Ceniza cuando comiencen a aparecer los estragos, pero la experiencia habrá sido disfrutada al máximo. Algo difícil de entender en principio por un bogotano raizal como el comunicador y sociólogo Daniel Aguilar, que llegó hace cinco años a Barranquilla para vincularse a la Universidad del Norte. En ese entonces, recién desempacado de la fría capital, se enfrentó a un Carnaval caluroso que tenía de todo y en grandes cantidades, una amalgama infinita de expresiones entre las que se destacaba la marimonda, un disfraz misterioso que se le fue develando poco a poco a medida que levantaba sus antenas de investigador.

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A Daniel Aguilar, sus compañeros de trabajo han comenzado a reconocerlo como ‘marimondólogo’. Se viste descomplicado, con pantalones vaqueros y la camisa abierta sobre la franela. La barba poblada a veces cambia para convertirse en un candado o en una chivera, de manera que resulta imposible conocer la apariencia definitiva de sus facciones. Toca preguntarle la edad para salir de dudas porque la vestimenta echa para atrás hacia la juventud,  mientras la expresión del rostro, las gafas ocasionales de montura gruesa y sus reflexiones, echan hacia la madurez. “Tengo 37 años, ala”, dice y comienzan sus explicaciones, sus respuestas meridianas matizadas con bromas que mezclan el sarcasmo del altiplano con el doble sentido del caribe. Es comunicador social, caricaturista, investigador social, magíster en sociología, doctor en sociología, “y hacedor de bulla. Si no me cree, pregúnteles a mis vecinos del conjunto residencial donde vivo”.
Entre sus dibujos, muchos de los cuales son un registro en caricatura de sí mismo, resalta uno en donde aparece disfrazado de marimonda. Lo tiene al alcance de la mano en su cubículo en el Departamento de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte, donde dicta clases. Es el disfraz que lo cautivó, el que motivó muchas de sus reflexiones acerca del modo de ser caribe, y las maneras específicas de sus nuevos coterráneos barranquilleros, porque medio en broma, o medio en serio, ya tiene escrito su discurso de coronación como primer Rey Momo cachaco en el año 2020. “Este hijo de La Candelaria, hincha del Santafé, de Sangre Chapineruna agradece a la ilustre población de Barranquilla por el alto honor que me confiere la noche de hoy… Ante tanto cariño y generosidad, no me resta más que decir a todos ustedes: ¡¡¡MUCHAS GRACIAS, ALA!!!”, dice al cierre de ese discurso cargado de expresiones bogotanas.
De manera que su mirada, pese a la alegría que dispara, nunca dejará de ser cachaca, lo que al menos garantiza una posición más distanciada frente al tema de los disfraces de Carnaval y, en especial, el de la marimonda. “La primera connotación de ese disfraz es que tiene un carácter popular, es creación propia. No tiene el elemento afro de otros disfraces, ni el elemento europeo del monocuco, que es un ‘clown’, un payaso muy veneciano con su máscara”, dice ahora en su escritorio, detrás del papel blanco enrollado donde aparece su caricatura.
 “La marimonda no es así –continúa–: la marimonda es del barrio popular: es excesivamente autóctona. Si a mí me preguntan qué es Barranquilla, yo respondo que es el chuzo desgranado, la bola de trapo, el letrero del ‘arroyo peligroso’ y la marimonda. Eso le da un carácter valioso a este personaje, porque no es una cosa histórica, ni la representación adaptada de un disfraz europeo, no: es algo de abajo”.
Como todo buen marimondólogo, Aguilar ha tenido acceso a la divulgada historia del disfraz, con sus implicaciones de rebeldía en una fecha imprecisa del pasado, su indumentaria al revés, la máscara, las medias como guantes y todo lo demás. “La forma en que se crea es medio azarosa. Eso le da más valor, para mí, en lo sentimental. Creo que por eso la gente lo quiere tanto,  –su baile, su vaina-. Con el tiempo, se ha ido transformando, se ha ido estilizando. Ahora, es estéticamente más agradable”.
Pero la reflexión de Aguilar va más allá. Lo impacta el papel de la marimonda en el marco de la transformación misma del Carnaval, cuya carga privatizada es enorme frente a lo que ofrecía en el pasado, ese Carnaval nostálgico de la calle que las reinas se esfuerzan por rescatar. “Es que el Carnaval se privatizó, se volvió un espectáculo excluyente en el momento en que aparecen los palcos. Es un fenómeno incluso mediático, porque la gente va el sábado a la Vía 40 a ver las carrozas donde están los famosos de la televisión, y llenan más los palcos que el domingo y lunes, cuando están los desfiles de fantasía, donde participan unas comparsas bellísimas”, dice.
Entonces, agrega Aguilar, el Carnaval ha adquirido otra dimensión, como si se fuera globalizando. Aparece el vocablo ‘cumbiódromo’ casi como una respuesta al ‘zambódromo’ de Río de Janeiro, “pero en medio de esto, reaparece la marimonda como elemento autóctono, y va cogiendo muchísima fuerza en la nueva realidad”, señala el profesor Aguilar.
Pero lo más lindo de la marimonda, resalta Aguilar, es el conjunto de rasgos de la máscara. Es evidente la connotación sexual frentera, y eso hace más autóctono el disfraz. “Es  un plus de ese ‘ethos’, es el sentido del humor que gira mucho en torno al doble sentido, a la connotación sexual, al juego.  Y eso se ve en la máscara: esa vaina uno no sabe si es un elefante, o un pene. ¿qué es eso? Es una cosa rara, pero tiene su imagen sexual, y eso representa ese sentido del humor caribe”, insiste Aguilar, estableciendo el contraste inmediato con el humor bogotano basado en la ironía. “Por eso, nosotros los cachacos pasamos aquí por hueseros. En el caribe, el humor es el jugueteo de las palabras. El mismo nombre del disfraz es un jugueteo donde aparece el órgano sexual en expresión compuesta y con el acento modificado, porque del primate no tiene nada”, agrega.
Menos mal, menos mal, recalca ahora, que no prosperó un decreto de la Alcaldía que prohibía lo obsceno y grosero dentro de las expresiones del Carnaval porque eso hubiese significado la segunda desaparición de la marimonda, “¡y además por ley”!”, grita ahora Aguilar apuntando al techo con la mano levantada.
En todo caso, resulta curioso e interesante,  observa él, apreciar cómo ha devenido el desarrollo de ese disfraz desde aquel señor impreciso de la historia que armó el rollo con su indumentaria trastocada y su pito repelente, hasta lo que es hoy.“La marimonda es ahora el baile, la recocha, los colores, la connotación sexual. Un disfraz que lo sintetiza todo y lo permite todo, y que es perfecto para celebrar el Carnaval”, dice Aguilar y sonríe satisfecho. La síntesis le parece perfecta, como si acabara de reconocer que por dentro lleva una marimonda en espera de un disfraz.