Monday, October 27, 2008

Los buscas

Por Mariana Soledad Fernández
Estudiante argentina de Intercambio
Universidad del Norte


Hippies, artesanos, buscavidas. Hay muchas formas de denominar a las personas que se ganan la vida vendiendo las cosas que ellos mismos realizan. Muchos lo hacen para poder viajar y subsistir. Hay quienes los consideran como “vagos”, personas que no quieren o no les gusta trabajar; pero la realidad es que es un trabajo como cualquier otro. La diferencia radica en que no tienen un horario, un sueldo, ni un día fijo, mucho menos un lugar establecido. Cuando pueden salen a vender a dónde les parece, hacen su labor libremente. Por eso me parece un trabajo feliz.

Me hubiese gustado ser una de ellos, viajar como mochilera por Latinoamérica vendiendo algo que yo misma elaborase, pero nunca tuve el espíritu para hacerlo. No soy buena para las manualidades, sin embargo me defiendo haciendo cosas dulces, por eso pensé en hacer galletitas y venderlas.

Compré en el supermercado todo lo necesario, harina, manteca, azúcar, huevos, esencia de vainilla y leche, para amasar unas ricas galletas. Las hice el jueves a la noche, y cuando estaban frías, las empaqué en pequeñas bolsitas. Armé mi mochila con todo lo que necesitaba para pasar cuatro días en el Parque Tayrona. Aprovechando el fin de semana largo quería pasear y al mismo tiempo cumplir con la consigna que me había propuesto.

La primera mañana, en el parque, me reencontré con Micaela y Ariel, una pareja de artesanos argentinos que conocí un fin de semana en Taganga, Santa Marta. Ese día estaba tomando mate en la playa, y al verme se acercaron para pedirme uno y preguntarme de dónde era. Nos pusimos a hablar, y a los pocos minutos ya parecía que éramos amigos de toda la vida. Es increíble como estar lejos de nuestro país une a los argentinos, y el sentimiento de encontrarnos tan lejos de él nos emociona.

Mis compatriotas están viajando desde hace cuatro meses, son de San Miguel, provincia de Buenos Aires. Atravesaron todo el norte argentino, Bolivia, Perú, Ecuador, hasta que llegaron a Colombia.

Dada la casualidad de haber coincidido nuevamente con ellos, se me ocurrió que en vez de vender galletitas podía ayudarlos a vender sus producciones de pulseras y collares de hilo enserado. Les hice la propuesta y aceptaron encantados. Enseguida dividimos las cosas, me dieron un tubo forrado en paño negro con cuatro collares y siete pulseras.

Mates de por medio, me enseñaron los precios y me dijeron hasta cuánto podía rebajarlos si alguien me “regateaba”, si algún posible comprador me pedía pagar menos por las artesanías. Después, fueron hasta la proveeduría para conseguirme algo de cambio, por si tenía que dar algún vuelto. Dividimos la zona, para no superponer nuestro trabajo, ellos se quedaron vendiendo en una de las playas del Tayrona, “El Cabo”, y yo me fui para “La Piscina”.

Para hacer este trabajo no se necesita un uniforme, ropa formal, o usar zapatos, que tantas veces resultan ser incómodos. El trabajo es libre hasta para vestir con lo que a uno le plazca, y no es necesario invertir en ropa para la tarea. Por esa razón me puse lo más cómodo que tenía: traje de baño, musculosa, pantalón de algodón, con bolsillos para guardar la plata, y sandalias. Por supuesto no me olvidé del bronceador, muy necesario para no sufrir quemaduras de sol, mi equipo de mate y una botellita de agua fresca.

La idea era vivir al estilo hippie. Por eso, a pesar de que la plata de lo que vendiera iba a ser para Micaela y Ariel, decidí que el mismo monto de lo que ganase, sería lo que yo iba a gastar en comida ese día. Entonces si no vendía nada, no comería; pero por suerte no fue así.

Después de ofrecer las artesanías a varias personas sin tener éxito, mis primeras clientas fueron dos españolas que me compraron una pulsera. Seguí ofreciendo hasta que conocí a Lorenz, un austriaco que también está viviendo en Barranquilla, trabaja en una fundación allí desde hace un mes. Me senté en la arena y preparé mate, nos pusimos a conversar un buen rato, aunque su español era un poco precario y por eso decía cosas que me hacían reír mucho. A mi equipo de mate lo llamaba “fábrica de mates” y a los barcos “barcas”. Me contó que estuvo viviendo en Ecuador y Guatemala, también por trabajo, y que en diciembre iba a viajar a la Argentina para recontraerse con unos amigos que viven allá.

Cuando me acerqué a Lorenz para ofrecerle un collar me dijo que no necesitaba nada, pero después de haber conversado y de haber pasado un rato haciéndonos compañía, antes de irme me dijo que finalmente me compraría uno. Creo que me lo compró porque le caí simpática, más que por el hecho de querer el collar.

Luego del descanso seguí caminando para vender más porque hasta ese momento no me iba a alcanzar para comer. Al terminar la tarde ya había vendido dos collares y cuatro pulseras, había pasado un día maravilloso y conocido gente hermosa.

Si bien la mayoría de las personas no me compraba, se ponían a conversar conmigo. Me preguntaban de dónde era, porque me sentían hablar diferente. Muchos me dijeron que les gustaba cómo pronunciaba la “ll” como una “y”.

Al anochecer me encontré con los argentinos para entregarles las cosas que no vendí, y el dinero. Según ellos me dijeron que me había ido muy bien.

Me gustó mucho la experiencia de haber sido, al menos por un rato, hippie. Hay que tener coraje para lanzarse a realizar un viaje, corriendo el peligro de que algunos días no se venda nada. Además hay que tener habilidad y paciencia para poder hacer las artesanías, y hay que ser “caradura”, no tener vergüenza, para poder salir a ofrecer sus producciones.

Pude descubrir que entre los artesanos son muy solidarios, se apoyan, y si alguno no tiene algo se lo regalan. Hay competencia sana entre ellos, no existe la rivalidad que hay en otros tipos de comercio.

Trabajan felices porque son dueños de su tiempo, de su libertad, hacen lo que les gusta. Siempre salen a vender con “buena onda”, buena energía, buscan algo distinto al resto, son buscas de la vida.

UNIVERSIDAD DEL NORTE
Octubre de 2008