Tuesday, April 22, 2008

En el silencio, Eliza lo hace bien

JAVIER FRANCO ALTAMAR

CARTAGENA


Bajo la mirada atenta de Silvia Amaya, su madre, la niña Eliza Triana se mece en una hamaca. La cámara está a pocos metros de su rostro. Para cualquiera, podría resultar intimidante, y mucho más para ella que nunca ha hecho cine, pero algo desde la sangre la empuja a conducirse como dueña absoluta de la escena.
No en balde, Eliza es hija del cineasta Jorge Alí Triana. Su madre es realizadora audiovisual y su hermano Rodrigo también es cineasta. De manera que Eliza no sólo está marcada por una impronta genética, sino que ella resolvió, hace varios años, caminar por el mismo sendero concentrada en las huellas.
Y el momento de mostrarse llegó. Es el rodaje de la película Del amor y otros demonios, inspirada en la novela de Gabriel García Márquez. Son las 3:30 de la tarde y los movimientos se concentran en el huerto del Palacio de la Inquisición, el mismo que a lo largo del siglo XIX hizo eco de lamentos y gritos por cuenta del Santo Oficio.
La gigantesca bonga cubre casi todo el patio con sus ramas y eso ayuda a atenuar la luz del sol cartagenero. Aquello es, para efectos de la película, el patio de su casa, y la niña, convertida en Sierva María de los Ángeles, se mece al amparo de una de las barracas de esclavos. Allí, la madre –Bernarda Cabrera- la examinaría para confirmar las huellas del mordisco de perro detonante de la historia.
No le costó mucho esfuerzo a Eliza la metamorfosis. Tiene el mismo cuerpo largo, la misma piel lívida y los ojos azules taciturnos que son muy fáciles de ver en la novela de Gabo. Por algo derrotó en el casting a más de mil muchachitas latinoamericanas que le caminaron a la oportunidad.
Lo único que debió modificarse un poco en su anatomía fue el cabello. De ordinario, Eliza lo lleva hasta los hombros en unos espirales amarillos. Ahora, está convertido en una descomunal cabellera cobriza que baja hasta las pantorrillas. En efecto, es la imagen de Sierva María en el esplendor de sus 12 años.
Y eso se nota aún más cuando se termina de grabar la escena. Eliza se levanta de la hamaca y camina hasta el enrejado de bambú acondicionado como camerino de retoques. Es un desfile corto durante el cual la abrazan felicitándola. Está vestida de blanco impoluto, y la cabellera interminable resalta aún más.
Del cuarto no saldrá hasta que le llamen de nuevo a otra toma. Aprovecha para ser la niña de siempre, alegre y sonriente, pero nada de contactos con la prensa. Ella debe estar concentrada y lo ha conseguido de maravillas hasta ahora. Su madre se encarga de que eso se cumpla al pie de la letra.
La normalidad en el Palacio de la Inquisición no se ha interrumpido para nada. Rubios de lengua hermética y foráneos de todas las pelambres recorren las estancias donde es muy fácil imaginarse la inmisericordia del Santo Oficio. El patio está separado del resto de la casa por una paredilla cuyos calados permiten que los visitantes vean -eso sí, a los lejos- la meticulosa labor de rodaje bajo la batuta de la costarricense Hilda Hidalgo.
El reparto es de primera línea, pero la actitud de bajo perfil contrasta con la pomposidad de El amor en los tiempos del cólera, filmada también en Cartagena en el 2006. El español Pablo Derqui personifica a Cayetano de Laura, el cura que sostiene una relación amorosa con Sierva María. Las colombianas Vicky Hernández, Alejandra Borrero, Martha Leal y Carlota Llano, también participan.
Hilda Hidalgo no sólo está dirigiendo la película, sino que escribió el guión. Y ha dicho que la adaptación es fiel a la carga sensual y amorosa de esa historia ocurrida en la Cartagena del siglo XVIII.
Es la historia de una niña, hija de marqueses, pero criada por esclavos negros. Duerme en las barracas de los esclavos, habla mandinga, baila como yoruba, y heredó de los negros el espíritu rebelde, sensual y desconfiado.
El obispo encomienda la salud de la niña a Cayetano, un joven cura español quien la encuentra en una celda, malherida y hambrienta, la visita a diario, le da de comer, cura sus heridas y nace el amor.
La Jefe de Producción, Ana Piñeres, asegura que todavía es muy temprano para abrirle paso a la voracidad natural de la prensa: apenas van tres de las nueve semanas y media previstas para el rodaje.
La orden, cumplida hasta ahora sin arrugas, es la de manejar un bajo perfil sobre el entendido de que, en esta ocasión, Cartagena es escenario no de una producción estrafalaria ni grandísima, sino discreta. “La estamos haciendo con nuestros propios talentos, sin pretensiones y sin locuras”, dice.
Un poco antes de empezar el rodaje, Eliza pudo hablar con la prensa y declaró que sus sentimientos, ante el reto, oscilaban entre el temor y la felicidad. Se sentía rara, contenta pero con miedo. Ahora, sin embargo, cuando han pasado ya 21 días, se le ve suelta y feliz. Hasta juega con la cascada de cobre que le toca lucir en la cabeza.
Y a juzgar por los abrazos y las risas después de cada toma, como que lo está haciendo bien.

Estoy contento con lo que he hecho en mi vida:Basilio

Prefiere hablar de ‘persona negra’ antes de que ‘afrodescendiente’, palabra más bien rebuscada. El ahora diplomático habla del racismo, de sus canciones emblemáticas, y de lo que le espera.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Era estudiante de medicina, se le dio por cantar en las fiestas de fin de semestre, alguien de buen gusto y contacto lo escuchó, y lo condenó a ser un artista de renombre. Por eso, alcanzó a desplegar tu talento en casi 20 trabajos discográficos.
Después, su gobierno le reconoció madera diplomática y lo nombró cónsul en una ciudad que, más allá de su belleza y su valor histórico, es capaz de generar informes periodísticos y fallos judiciales sobre discriminación racial. Sí, porque además, Basilio es negro. ¡Vaya situación!
La palabra “afrodescendiente” le parece rebuscada: “Yo suelo decir, persona negra’. Es el cónsul panameño en Cartagena. Su nombre completo es Basilio Fergus Alexander, nació en 1947 en Ciudad de Panamá, pero nunca ha dejado de ser ‘Basilio’ a secas, y así se presenta ante cualquiera.
Vivió en Panamá hasta los 18 años de edad, cuando terminó secundaria. Después se fue a Montpellier (Francia), a estudiar medicina. “Luego de un par de años, un amigo americano (Kenneth Pearlberg) me convenció de que nos mudáramos a España porque en Francia había manifestaciones protesta, como las de ahora, y un sindicato había paralizado al país”.
En España, surgió la oportunidad de grabar. Ya estaba en tercer año en el Colegio Mayor, y aparecieron las fiestas de final de curso. “Teníamos un grupito donde yo tocaba el piano y cantaba. Eso no pasaba de ser un hobby; pero el compositor Pablo Herrero me oyó cantar y me invitó a hacer una prueba. Mi amigo me decía: tú no tienes nada que perder, haz la prueba. Si no pasa nada, total no has perdido nada. y si pasa…Bueno: estamos viviendo todavía parte de ese y si pasa..”.

Destello de chaleco

Basilio vive en un apartamento de segundo piso en el exclusivo sector Castillogrande. Desde allí se ve, a la vuelta, hacia la derecha, el hotel Cartagena Hilton donde él cantó hace unos 20 años en el acto central del Concurso Nacional de la Belleza.
La vista le recuerda en algo a Ciudad de Panamá, pero con el ingrediente de que nada más es cruzar la calle para disfrutar de las olas. No necesita meterse. En realidad, camina todos los días, por la mañanita, una hora en la playa, “rapidito”.
No bebe, no fuma, come muy equilibrado, y a eso atribuye su apariencia delgada. Con la sonrisa, despliega unos dientes blancos que parecen teclas de piano. La cabeza rapada no da oportunidades a las canas, y por eso cualquier desprevenido –y de eso de jacta- es incapaz de adivinarle los 58 años de edad. “Mucha gente cree que tengo un poquito menos. A las personas que no le digo cuando empecé a cantar, le resulta difícil calcular mi edad”.
Me atiende ataviado con un chaleco de camarero cuya textura de pequeños y abundantes rombos lanza destellos fugaces. Debajo del chaleco, una camisa de mangas largas. El pantalón beige desemboca en unos zapatos de color miel sobre los cuales nuestro personaje parece flotar. Es que por la indumentaria y por la apariencia altiva de Basilio es fácil pretender que hay una pasarela de modas entre la puerta por donde apareció y el sofá de la entrevista. El fotógrafo comienza a disparar su cámara desde diferentes ángulos, y en el chaleco rebotan los relampagazos de la faena.
Vive, por ahora, solo. Su esposa Margarita lo visita cada mes. Ambos tienen hijos de matrimonios previos, pero la familia parece una sola –asegura él-. Ninguno de sus hijos biológicos es cantante. Sólo la hija mayor se le parece en algo: es médica. Ella sí completó la carrera y la está ejerciendo en Singapur.
Es lo único que habla de los hijos. No le gusta entrar en honduras sobre ellos. “¡Qué vaina con los hijos!”, dice cuando insisto una y otra vez en preguntas salteadas. Eso sí, aclara que ninguno fue en relaciones furtivas, perimetrales o fugaces. Nada de eso. “Nunca faltan los cuentos. Una vez, estaba cantando en una discoteca en España y de pronto se acercó a mí un empleado y me dijo: en la puerta lo busca su mujer”.
-¿Mi mujer?
-Así es, y vino con un niño de brazos
“Por supuesto que salí a conocer a ‘mi mujer’, y me pareció aquello un acto de irresponsabilidad. Yo estaba soltero en ese entonces. A la mujer le dije que si lo que quería era entrar a la discoteca, pues que comprara la boleta, pero eso de venir así y con un niño de brazos me pareció muy feo”.

Cisne cuello negro
https://www.youtube.com/watch?v=y3N_e9f-LqY&spfreload=5

Aprovecho que estamos a punto de hablar sobre un famoso tema musical de los 70, y le pregunto qué opinión le merecen los casos de discriminación racial que se han conocido en Cartagena. Esos de las muchachas que por su condición de negras no pudieron entrar a discotecas de la ciudad.
- Por fortuna, a mí no te ha tocado vivir en Cartagena ese problema en carne y hueso. Desconozco qué reacción tendría yo en tal caso, pero si es así como me lo plantea usted, me parece un problema de ignorancia, y habría que educar a quienes se ponen en eso. Es que eso ya ni se estila. Lo importante en la vida es que las personas se comporten como personas, que tengan educación. Por eso, siempre le digo a la gente joven, y sobre todo si es gente negra, que trate de educarse para que se pueda superar.
-Hablemos de la canción Cisne cuello negro, cisne cuello blanco. ¿Tiene algo de protesta, de grito por reivindicaciones?
-No, esa canción no tiene la connotación profunda que usted está dándole. En primer lugar, no es mía, sino de Manuel Alejandro, quien no es negro como yo sino español y muy blanco. Es un supercompositor y como, obviamente, la compuso para que yo la cantara, pues tenía que llevar, desde su punto de vista, alguna connotación de blanco y negro, pero de una forma muy poética y romántica. El mensaje de fondo es muy bello y simple: todos somos iguales, da igual que seamos negros o blancos. Me imagino que Manuel Alejandro quiso decir, también, gordo o flaco o lo que sea; y mientras pueda existir un lenguaje de amor y de entendimiento, podemos funcionar.
Aunque Cisne cuello negro, cisne cuello blanco es, quizás, la canción por la que más se recuerda a Basilio, a él eso le parece injusto. “Afortunadamente he tenido más de un hijo con éxito a nivel de canciones”, y asegura, eso sí, que esa la única con algún mensaje alusivo a lo racial. Pero hay otra que veremos interpretando, dentro de poco, entre violines, pues avanzan unas conversaciones con la Sinfónica de Colombia. La voz aguda de los 70 y 80 volverá a decir con fuerza: “Soñaaar, soñaaar, despieeertos, en un mundo sin razas, sin colores, sin lamennntooos, sin nadie que se opongaaaa, a que tú y yo, nos ameeeemos ”
Ni te lo imaginas

El Consulado de Panamá en Cartagena funciona en un segundo piso frente a la Iglesia de San Pedro Claver. Basilio no duda en calificar el sitio como inadecuado para una sede diplomática. Allí trabaja apretado, y, como detalle pintoresco, debe compartir la única línea telefónica con un almacén de la primera planta.
Por eso, esta primera etapa de su ejercicio consular ha estado cargada de actividades que tratan de ponerle orden al asunto. Pasar el consulado para el apartamento de Castillogrande es una posibilidad, pero eso aún está en la etapa de definiciones.
Pocos meses antes de asumir el cargo diplomático en Cartagena, estuvo de gira por Perú; y en Panamá alcanzó, ya casi con el pie en la escalera del avión que lo trajo a Colombia, llegó a mencionar que tenía lista una nueva versión de "Vivir lo nuestro", ya no en el ritmo salsero de Marc Anthony & La India, sino en vallenato. Se está a la espera de eso.
Ahora, en su papel de diplomático, las conversaciones para presentarse han cambiado del todo porque sólo podría hacerlo para obras benéficas y sin cobrar ni un peso. El repertorio, de todos modos, no variará. Aparecerá la canción de los cisnes y otras emblemáticas como: "Tanto, tanto amor", "Tú ni te imaginas". “Es una gran dicha poder cantarlas, y cuando la gente las corea con uno (ni te looooo imaginas, que mis manos pueden, dibujaaaar tu cuerpo sin haber pecado…) uno se siente privilegiado y hasta llora como un niño”. :
-A ver, autodefínase.
-No tengo pinta de criminal ni de maleante, ¿verdad?, aunque a veces las apariencias engañan, pero en este caso, la apariencia es real. Yo me considero una persona bastante normal dentro de lo que somos buenos; porque hay malos que son normales también.
-¿Y el talento?
-En la vida musical la suerte juega un papel muy importante. Yo he tenido, aparte de cierto talento, mucha suerte; pero hay otros que han tenido más talento y no han tenido la misma suerte.
-¿Volvería usted a vivir la vida como la vivió? Me refiero a que usted quiso ser médico y…
-Estoy contento con lo que he hecho en mi vida. Si me tocara volverla a vivir, haría exactamente lo mismo.
-¿Qué espera de su labor en Cartagena?
-Que más cartageneros y colombianos conozcan mejor a Panamá. Panamá tiene muchas cosas ahora que ofrecer, un poquito más que antes. El país está avanzando, está creciendo, se está modernizando. Tiene más que ofrecerles a los turistas, y también a los inversionistas. Por ejemplo, hay exoneraciones de impuestos hasta de 30 años. Y es que no solamente la capital, sino al interior del país, donde la compañía Disney acaba de comprar unos terrenos para montar un parque de diversiones.
-Y de su propia vida ¿qué le espera?
-Me gustaría seguir en la labor diplomática, y, por supuesto, nunca voy a dejar la música. De alguna forma estaré envuelto o produciendo o escribiendo… aunque no esté en el escenario con un bastón.

Cartagena, abril de 2006

Un día de artista callejero...

Por: Alberto Mario Suárez

Era roja y en el centro tenía un degradado de negro, tenía tres cuerdas doradas y tres de plástico. Fue mi regalo de cumpleaños a los 16, uno de los mejores que me ha dado mi papá un 22 de febrero.

A final de año comencé las primeras presentaciones en reuniones familiares y de amigos. Algo pasaba en ellas. A nadie le gustaba escucharme. Decían en un tono jocoso que había algo en mi voz que fastidiaba. Un amigo me dijo una vez que sentía como cuando iba al odontólogo, mi voz para él era como esa “fresita” que todo el mundo odia.

Por aquellos días creí que eso pasaba porque era el comienzo, pero hasta el día de hoy mi mamá hace un gesto de burlesco cuando me ve con la guitarra. Sé que lo hace solo por jugarse conmigo. Pero que mi propia madre haga eso es la prueba magna que algo con mi vocación de artista anda mal

***

Martes, 10 de la mañana, el sol reventaba el pavimento. Camisa roja, bermuda azul y zapatos blancos sin media era la vestimenta. La esquina del conjunto donde vivo en el Barrio San José, el lugar elegido.

Después de un tiempo de no cantar casi nada había llegado el día de intentarlo otra vez. Esta vez lo haría frente a gente desconocida. En aquel momento tenía ganas de ser escuchado y de cantar, no importaba cómo ni delante de quiénes. A esa hora de la mañana creía que cantar en un bus era como arriesgarse a acercarse a una mujer desconocida, lo único que se puede perder es un poco de orgullo y eso con los días se olvida.

Estuve unos cuantos minutos esperando el bus de Caldas Recreo, la ruta del centro. Mientras estaba ahí toqué un par de veces la canción con la que pretendía presentarme aquella audiencia desconocida, “De Madrugada”, una canción de un grupo muy viejo llamado Ekhymosis, fue la primera que aprendí y era la “mejor” que podía representar.

El bus llegó. Mi mirada lo siguió. Mis ganas también, todo menos mis pasos. No fui capaz de acercarme. Esperé el segundo en la esquina, pasaron unos diez minutos. Mi mano seguía pasando por las cuerdas de la guitarra mientras tarareaba la canción con un poco de nerviosismo.

“Las monedas se me quedaron en la casa, sino con mucho gusto te ayudaría”, me dijo una vecina en un tono jocoso mientras pasaba por mi lado, tenía una falda tan corta que parecía un cinturón, zapatos altos y un cigarro en la mano. La verdad es que se veía como una misma prostituta.

La salude, reí, mientras veía cómo se acercaba el bus en la distancia levantando una nube de polvo a los lados del camino. “Señor me da permiso para can...”, las palabras pasaron por el aire, mientras el bus se alejaba de mí, y me dejaba acompañado de una extraña sensación de vergüenza e impotencia en la esquina.

Tomé la guitarra y busqué un nuevo lugar, el sudor se derramaba sobre mi frente y el sol se reflejaba en el pavimento haciéndolo hervir con cada paso.

Semáforo de la calle Murillo con carrera 21, era el nuevo sitio. Pasaron quince minutos en la esquina, podía sentir miedo en ese instante, pero ya era la hora de arriesgarse. Semáforo en rojo, tomé aire y unos cuantos pasos me llevaron al primer bus del día.

“Me deja cantar en el bus?”, con un ligero movimiento en su cabeza, el conductor de un bus de Coolítoral me dio la bandera verde para realizar la primera presentación de la jornada.

“Buenos días a todos, les voy a cantar una canción que habla acerca la esperanza, se llama De Madrugada y si alguien le gusta y me quiere dar algo al final, se lo agradecería”, ese fue el discurso de introducción, de dónde me salió, no sé, pero creo que en aquel instante sonó convincente.

Comencé a tocar las primeras notas y era incómodo, aunque podía guardar más equilibrio del que creí que iba a tener. Algunas personas me miraron, para otros el paisaje de la ventana era un espectáculo más agradable. “No dejemos que se nos queme la ilusión antes de que muera el sol, antes de que muera yo, por mi parte cambiare, donde quieras estaré…” cantaba y en la medida que avanzaba de un coro a otro me sentía como bailando con alguien que me gustaba, pero que no le podía coger el paso.

“Bueno muchas gracias”, dije al terminar, busqué los ojos de las personas a ver quien me daba algo, un señor se inclinó ligeramente para sacar un par de monedas del bolsillo, cuando él lo hizo, dos más se animaron y bajé con 600 pesos. Cerca de la iglesia de Chiquinquirá, en uno de los semáforos de la calle Murillo.

Me monté en el segundo bus sin pensarlo mucho. Dije mi discurso otra vez y las notas salieron. Me sentía mas seguro. Lo comencé a disfrutar, jugué con los coros y con la melodía en la guitarra.

Paso medio día, el balance; Tres buses y mil trescientos pesos en mis bolsillos. Me cambié al otro lado de la calle para tomar los buses que venían bajando. Hasta ese instante la gente me miraba cuando comenzaba a cantar y después su atención se perdía en el camino. Aquí nunca tuve la atención de nadie, y al final solo me dieron doscientos pesos.

No sé por qué, pero eso me dolió, aunque tuviese mucho más dinero en mis bolsillos antes de subirme en el primer bus sentí que no era justo. Ya no me sentía como bailar con alguien al que no le podía coger el paso, era algo peor, sin gracia, era como bailar con mi propia hermana.

Cuando bajé de aquel bus vi un niño de gorra que vendía dulces y me pregunté cómo se sentiría él cuando eso le pasara. El bus que vino fue aun peor, pues nadie me dio nada. Bajé unas cuantas cuadras con el sudor que no se detenía y con el furor de artista apagado.

Tomé el que creí sería el último y allí canté con todas las ganas que pude, solo dos señoras me miraban mientras cantaba y se sonreían ligeramente al escucharme. Al final nadie se movía. Un muchacho me dio una moneda de doscientos y después unas cuatro personas se animaron. Bajé con 800 pesos y me sentí un poco mejor por aquellas señoras que me escucharon.

Ese hubiese sido un buen momento para retirarme, pero tomé otro bus del que me fui en blanco. Estaba cerca de mi casa, Murillo con 21 otra vez.
Mientras caminaba de regreso me di cuenta de que hacer esa clase de cosas es un trabajo como cualquier otro, en que se sufre y se tienen momentos buenos y malos. Pero más que cualquier moneda, la mejor compensación que se puede dar aquellos que están en frente, es verlos, y saber qué traen con ellos. Ya sé qué significa estar allí con una guitarra queriendo ser escuchado por un público anónimo, que solo pierde su mirada en la Jungla de cemento….

Testimonio destacado, asignación 'Un día como...', segundo semestre 2006