Friday, April 22, 2011

Juancho Polo y Escalona

Leí de un tirón el libro de Ediciones La Cueva sobre los juglares Juancho Polo Valencia y Rafael Escalona. Es un libro de doble cara, una para cada trovador. El lado de Juancho Polo, a cargo del periodista Javier Franco Altamar, se titula En este mundo historial. Y el lado de Escalona, a cargo del escritor Ariel Castillo Mier, lleva el título Encantos de una vida en cantos.
Se trata de un libro de gran valor documental. Cada autor retrata íntegramente al juglar que le correspondió. Los dos textos son, al mismo tiempo, biografías, ensayos y relatos costumbristas. Tanto Castillo Mier como Franco Altamar fueron ambiciosos a la hora de investigar: examinaron fuentes bibliográficas, entrevistaron a muchas personas, rastrearon los orígenes de las canciones. Además de retratar a su personaje, cada autor se preocupa por descifrarlo: explora su psiquis, recrea su época, muestra su contexto geográfico y social, razona sobre su obra. El resultado es un libro sabroso que sin duda servirá en el futuro como material de consulta.
Nada tan dispar como los dos seres revelados en este libro: Escalona, siempre altivo, es huésped permanente de ministros y magnates; Juancho Polo, siempre vagabundo, es inquilino frecuente de antros y burdeles. El primero se sienta a manteles con un Premio Nobel de Literatura; el otro se lía a trompadas con un tipo pendenciero que le arranca un trozo de oreja y se lo traga. A Escalona sus amigos le festejan todo. Por ejemplo, que parrandeaba solo de día porque la noche la destinaba sagradamente a los encuentros sexuales con sus mujeres (“llegó a tener hasta seis al mismo tiempo”).
En cambio, casi todo lo de Juancho Polo es lamentable. Por ejemplo, cuando autorizó que Alejo Durán le grabara la canción Alicia adorada, la casa disquera tuvo que darle 350 pesos para que fuera a rescatar la cédula de ciudadanía que había dejado empeñada en un prostíbulo.
Castillo Mier insiste en que Escalona vestía con elegancia y olía a colonia Jean Marie Farina. Franco Altamar nos describe a Juancho Polo Valencia como mal trajeado y maloliente. Ambos se la pasaban ebrios, es cierto, pero el uno reposaba su borrachera en una fina hamaca de guarniciones mientras el otro amanecía tirado en cualquier piso. Escalona llevaba su canto a las mansiones de los poderosos en Bogotá; Juancho Polo llevaba el suyo a las madrigueras de perdición como la Calle del Crimen en Barranquilla. El primero fue sepultado con honores de monarca; el segundo tuvo un entierro de pobre en un cementerio que hoy, 33 años después, ha sido colonizado por la maleza.
Franco y Castillo se atreven a mostrar las flaquezas de sus personajes. La egolatría de Escalona está muy bien documentada en el capítulo donde habla el compositor Adolfo Pacheco. También se explora el polémico tema de las muchas melodías ajenas de las cuales se apropió. Y en el caso de Polo, se abordan las lagunas mentales que padecía como consecuencia del alcoholismo: en cierta ocasión olvidó cómo se tocaba el acordeón, y Abel Antonio Villa tuvo que enseñarle de nuevo.
En suma, se trata de un libro que, como decía Borges, se puede recomendar sin correr ningún peligro.
Por Alberto Salcedo Ramos

Sunday, April 10, 2011

El cronista de la mano izquierda

Por Javier Franco Altamar

En una entrevista de televisión, le pidieron al mago argentino René Lavand que hablara sobre la manera cómo él concibe sus presentaciones, cómo llega a montar un espectáculo, cómo alcanza a construir un acto mágico. “De las técnicas –respondió el maestro- surgen los efectos; de los efectos, surgen las composiciones, y cuando la composición está realmente pulida, es decir, cuando se le ha sacado todo lo que sobra, como decía Miguel Ángel, entonces se junta con otra y con otra en equilibrio armónico, y logramos un show completo”.
La entrevista, realizada por un reportero cuyo nombre no recuerdo ahora, no es precisamente una pieza digna de imitar dado su horrendo contraluz y su mortal quietud. Y como si fuera poco, el maestro no presenta ni medio truco durante el diálogo, elemental muestra de respeto con la audiencia para ponerla en sintonía con la magia. De manera, pues, que no es una obra periodística para tener en cuenta, al menos en la forma.
Y debo decir otra cosita antes de continuar: al maestro Lavand le falta la mano derecha producto de un accidente cuando niño, y esas técnicas a las que se refiere, son prácticamente de su autoría, pues las recetas de magia están concebidas para magos de dos manos.
De manera, pues que a Lavand le tocó ser autodidacta, y por una razón asociada, quizás, a su propio arte, los dedos de su única mano permanecen juveniles en la sutileza a pesar de que es un octogenario. Es, en resumen, un sujeto que ha logrado romper los esquemas, llevando sus propias dificultades hasta el límite de lo imposible.
Por esas razones y otras más, Lavand ha crecido en contravía de algo sagrado en la manipulación mágica: la velocidad en los movimientos. Muestra de ello es una de sus composiciones más deslumbrantes, la que él llama ‘No se puede hacer más lento”, y en la que nos muestra cómo, a pesar de que intercala una y otra vez seis cartas (tres rojas y tres negras), éstas se empecinan en aparecer ordenadas en sus colores cuando él las voltea.
Y ni hablar de otro juego suyo en el que despinta cuatro cartas y las vuelve a pintar mientras va contando una historia fantástica, con una voz pausada en la que resalta los misterios de las cartas y el papel de las mismas en otros magos como él. Esas palabras, dice Lavand, hacen parte de la composición.
Me fascina el arte de este mago, lo confieso, pero no sólo por el nivel de suspensión de la incredulidad que producen sus juegos, sino porque bien escuchada, la entrevista de marras con el maestro podría pasar, perfectamente, como una clase de periodismo creativo. Mejor dicho, es una enseñanza concisa y contundente acerca de esa expresión periodística que llamamos crónica.
Se empieza, como él dice, con el dominio de las técnicas. En nuestro caso, esas técnicas están relacionadas con el uso del lenguaje, el orden de las palabras, las oraciones y los párrafos; conectado, todo eso, con el empleo adecuado y preciso de los recursos expresivos prestados por la literatura.
Artificios como la tensión, el manejo de los tiempos, el narrador, la escenificación y varios otros más que toman forma con las palabras nos dejan en presencia del efecto; y todo eso, ubicado en orden, presentado con un balance armónico de elementos, nos lleva a la composición artística plena, a la crónica, pues.
Si el lector se siente como si estuviera viendo una película, como si fuera parte de una trama, y experimenta la ilusión de que ha sido testigo de lo que el cronista le está contando, entonces queda planteada la magia.
“Una cosa es llegar a la magia por intermedio de un bazar, comprar un truco y hacerlo; y otra cosa es llegar al arte de ilusionismo, como yo le llamo, con experiencia, con categoría, y con mucha filosofía. Es entonces cuando se establece una comunicación artística y humana; se establece, a partir de esa comunicación, la magia”.
Si lo leen bien, mis queridos amigos y amigas, el anterior párrafo no se refiere a las condiciones básicas para ser un buen mago, sino a las condiciones mínimas para ser un buen cronista.

Juan, discípulo de Jesús y maestro de la crónica

Por Javier Franco Altamar
Si me preguntan cuál de los evangelios es mi preferido, yo tengo dos respuestas: mi fe de cristiano me dice que los cuatro se complementan y, en consecuencia, ninguno es superior al otro; pero como periodista, no tengo ningún reparo en reconocer que el de Juan, discípulo y apóstol, está por encima de los demás.
Voy a trata de explicarme para no ser mal interpretado.
En primer lugar, parto, como buen cristiano, de que por sus 21 capítulos se desarrollan escenas ajustadas a la realidad; y eso lo vuelve, de inmediato, una pieza periodística invaluable, tipo crónica por demás
Y lo voy a decir con énfasis: periodística más que histórica, porque se concentra en lo revelador de la vida de Jesús y no cae en la tentación de entregar un listado de fechas, ni de dejarse llevar por la mirada panorámica típica de las biografías. Una prueba de ello es que no nos cuenta nada del nacimiento ni de la infancia de Jesús: es probable que nuestro autor lo haya considerado, en su momento, algo muy poco significativo, y eso responde a una respetable decisión creativa.
Esto último podríamos juzgarlo, incluso, como un craso error teniendo en cuenta el impacto posterior de la escena del pesebre y de personajes como los magos de oriente; pero, por lo menos, el evangelista fue honesto y no se atrevió a meterse en honduras indescifrables a su juicio. Por eso fue, a lo mejor, que se abstuvo de referirse a los pormenores del embarazo de María.
Estos pormenores sí aparecen en el Evangelio de Lucas y en el de Mateo, y si bien Marcos también se los brincó y hasta explora asuntos similares al de Juan, no tiene su belleza expresiva y es más bien tosco en su lenguaje. Se podría decir, en defensa del de Marcos, que aterriza mejor en el Jesús terrenal; pero el de Juan tiene el valor agregado y la fuerza de lo significativo.
Dicho de otra forma, no tanto le interesan a Juan los acontecimientos protagonizados por Jesús, sino que pone de relieve lo que ellos significan, o como dicen en Catholic.net, “detalles que sólo la fe puede descubrir”.Tiene el Evangelio de Juan otras grandes ventajas frente a los demás: está abordado desde la perspectiva de alguien cercano al personaje principal, testigo envidiable gracias a una inmersión privilegiada. Si bien eso puede tener la desventaja de limitar la reportería a una sola mirada, tiene al mismo tiempo la ventaja de la profundidad, que conduce a una interpretación de significados mucho más fuerte que la de quien mira el asunto desde lejos, no sólo en distancia, sino en tiempo.
Por eso este Evangelio nos cuenta, con lujos, el antecedente de Juan el Bautista, y va saltando de escena a escena para mostrarnos a Jesús en sus gestos y actitudes.
Así, los escuchamos en su expresión preferida para empezar sus explicaciones “De verdad, de verdad os digo”, o también traducida “De cierto, de cierto te digo” que nos pone en presencia de lo convencido que estaba Jesús de que él, la verdad y la certeza, eran una misma cosa.
Y somos testigos, también, de muchos de sus encuentros cara a cara con interlocutores difíciles, de varios de sus milagros más reconocidos, entre estos, una impactante resurrección de Lázaro en la cual no faltan los detalles más revelantes, con una reproducción de diálogos que Tom Wolfe habría de mencionar, en 1973, como distintiva del Nuevo Periodismo:
Jesús conmovido otra vez dentro de sí, fue al sepulcro. Era una cueva y tenía puesta una piedra contra la entrada.
Jesús dijo: —Quitad la piedra. Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: —Señor, hiede ya, porque tiene cuatro días.
Jesús le dijo: —¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?
Luego quitaron la piedra, y Jesús alzó los ojos arriba y dijo: —Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la gente que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.
Habiendo dicho esto, llamó a gran voz: —¡Lázaro, ven fuera!
Y el que había estado muerto salió, atados los pies y las manos con vendas y su cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: —Desatadle y dejadle ir”.

Juan, como buen cronista, maneja los ritmos, y fiel al principio de la responsabilidad, no se detiene mucho en escenas tan dolorosas como la de los azotes a Jesús luego de su detención. En eso, Marcos y Mateo guardan similar distancia (Lucas también lo hace, pero se va mucho al extremo), pero la presentación literaria de Juan es superior, con reduplicación incluida:
“Así que entonces, tomo Pilato a Jesús y le azotó. Y los soldados entretejieron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza, y le vistieron con un manto de púrpura. Y le decían: ¡Salve, Rey de los Judíos!, y le daban de bofetadas”.Y luego de entregar detalles sobre la crucifixión, la resurrección y hasta de las tres apariciones posteriores de Jesús, incluida la famosa escena frente al incrédulo Tomás, el Evangelio da la pincelada final de verosimilitud, como para que no quede en duda de su carácter factual:
“Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero”,Y como si el evangelista hubiese escuchado alguna vez a Daniel Samper Pizano –quien ha repetido hasta el cansancio que el buen reportaje termina sin terminar- Juan se despide con un versículo fenomenal en el que emplea, incluso, una bella hipérbole:
“Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran, una por una, pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén”.