Tuesday, July 10, 2007

Un peso pesado del periodismo

Algunos compañeros lo tildan de hipocondríaco, mamador de gallo empedernido, y modesto por naturaleza. Perfil de un barranquillero considerado uno de las personalidades más sabias en el tema boxeril.

Por Ramón Elías Anaya
Universidad del Norte


El personaje me da el “campanazo” de inicio y procede a responder mis inquietudes. Lanzo las preguntas una tras otra. Poco a poco voy entrando en calor y cuando voy tomando la confianza suficiente y estoy dispuesto a conectar, una llamada telefónica marca el final del asalto.

Nuevamente voy al ataque,Hola y cuando ya lo tengo listo contra las cuerdas, es un celular el que me impide culminar mi labor. ¡Lo salvó la campana! Al parecer, las interrupciones van hacer una constante en este enfrentamiento con
semejante pesos pesados del periodismo.

Ni manera de consultar a un especialista para saber como estuvo el combate, porque el “sabelotodo” de boxeo en Colombia, lo tengo al frente.

Me refiero a Estewil Enrique Quesada Fernández.

Por lo menos así lo califica Jorge Luís Pérez, periodista del “Nuevo Día” quien labora para el diario más prestigioso de La Isla del Encanto (Puerto Rico).

“Siempre que un peleador puertorriqueño va dirigido a enfrentar a un rival colombiano desconocido para mis pobres neuronas, mi costumbre es la de consultarle por correo electrónico al afable sabelotodo del boxeo... no tan sólo de su país, sino del mundo en general”.

Muchos no lo conocen, de su nombre poco se habla, y los que lo han oído, quizás ni lo hayan visto nunca. Por que si hay algo que caracteriza a este sabio del periodismo deportivo es que no nació para ser reconocido. Nació para que otros se inmortalizaran con sus artículos.

Maneja un bajo perfil, típico de un deportista colombiano cuando todavía no ha alcanzado la gloria. El reconocimiento lo rodea y lo seduce, pero él, con la misma técnica de un boxeador experimentado le saca el cuerpo y se cubre de sus ataques para agotar al enemigo; hasta que este se cansa de acosarlo.

Adolescencia
Su infancia sencillamente estuvo ligada a una sola cosa. El deporte.

Nació en el barrio Lucero, pero gran parte de su vida la hizo en San Felipe. Allí Participaba en cuanto campeonato de “bolaetrapo” se realizaba, e inclusive muchas veces armando sus propios equipos.

En compañía de su padre y tíos, asistía a la gran mayoría de actividades deportivas. Madrugaba para ver a Pambele levantar los brazos en donde le tocara defender su título. Sabía cómo formaba cada uno de los equipos del fútbol colombiano, como también el nombre de todos sus integrantes. Era Juniorista a morir, a tal punto que cuado perdía el equipo de sus amores, era muy común ver caer lágrimas de sus mejillas.

“Era de los “Junioristas” empedernidos, iba a ver los entrenamientos, pero la profesión te obliga a despojarte de todo eso.”

Desde antes de terminar el bachillerato (07-12-79) ya hacía periodismo.

“Entré en El Heraldo en el 80. Allí realizaba crucigramas deportivos. Recuerdo que una vez Juan Gossain me preguntó que si yo sabía de deportes. Le dije que yo sabía más de deportes que el mismo Fabio Poveda”. Risas…

Su gran dilema fue escoger una carrera que lo vinculara al campo profesional. Estewil no era un hombre de oficinas. Su inclinación siempre estuvo ligada a la parte humana, lo que lo llevó a estudiar Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Autónoma del Caribe en 1980.

A nivel profesional

Después de culminar sus estudios universitarios, la carrera de Estewil empezaría a gozar de constates ascensos. Uno tras otro se fue vinculando a diferentes diarios en los cuales enriquecería sus conocimientos en el área deportiva.

En el Diario del Caribe permanecería hasta su cierre en 1991. Posteriormente ese mismo año entró a ocupar el cargo de Editor Deportivo Regional en el periódico de El Tiempo, convirtiéndose en el único periodista Colombiano que ha estado presente en las dos series mundiales de béisbol que han disputados peloteros colombianos.

También estuvo vinculado como corresponsal al “El colombiano” de Medellín y en la actualidad conduce programas radiales especializados en el tema boxístico.

En el trabajo

Solo cinco minutos separan mi reloj de las 10 de la mañana. Por la ventana de la sala de redacción, ubicada en el segundo piso de El Tiempo, se puede percibir que el individuo esta a punto de llegar.

Su apariencia es de un hombre callado y hasta serio, a simple vista podría parecer algo desubicado. Pero su personalidad demuestra todo lo contrario.

Entra con algarabía. De inmediato lanza comentarios burlescos y se establece en su puesto de trabajo de manera casual. Un espacio de menos de 2 metros cudrados el cual ocupa hace más de 10 años.

“Es una excelente persona, casi nunca lo veras de mal genio. No se cansa de mamar gallo. Todo el día se la pasa en esas ¡Pero háblale de cementerio y de clínicas pa que veas como se ajuicia!”. Carlos Javier Capela (Fotógrafo)

Viste ropa ligera y utiliza zapatos tennis. A Estewil hasta la sencillez se le nota en el modo de vestir.

Es de párpados caídos y ojos rasgados, y con su mirada pareciera que no le echara cuento a nadie. Pero qué va! Eso sí, la tecnología lo atropella.

“Para que dejara de utilizar el Tandy (donde se redactaban las noticias hace algunos años) fue un proceso. Dura casi dos años para acoplarse a un equipo, y cuando ya le esta cogiendo la caña, se lo cambian por otro más moderno, por que el otro se volvió anticuado.” Pedro Gutiérrez (Diagramación)

Al pasar los minutos los interrogantes sobre hechos e general comienzan a salir de cada uno de sus compañeros de trabajo.
Si bien su fuerte es la parte deportiva, Estewil es una figura que goza de gran credibilidad al momento de dar una opinión independientemente del tema.

“El todo te lo relaciona con un hecho que haya pasado ese mismo día. Tiene la facilidad de acordarse de datos específicos, como la hora, qué estaba haciendo, dónde se encontraba, con quién estaba, etc.” Afirma Álvaro Oviedo, compañero de Estewil.”

Su familia

Como padre, Estewil tiene dos facetas. O por lo menos así lo manifiesta su esposa Rosina Calderín, con quien mantiene una relación de más de 23 años (el noviazgo cambio a matrimonio hace un par de años), y de lo cual se derivan sus hijos Ronny (hijo adoptivo de Estewil), Estewil Jr. y María José.

“Él con los varones es bastante estricto, sus ojos son Estewil Jr. Pero desde que el no está (Bogotá), él baila al son de la niña”. (Rosina).

Le gusta el sancocho y el pescado. Poco se complica con la comida, en cualquier momento un arroz con suero puede convertirse en el pasaboca ideal.

Es adicto a la lectura. Le irrita el desorden y que le registren los papeles; pero poco hace por mantener organizado su escritorio.

“Estewil nunca ha tenido plata ni la va tener. Es muy modesto, hace las cosas por que le nace, es más tímido de lo que la gente cree”.

En su faceta de novio Estewil mostró ser discreto y bastante tímido. Según Rosina, daba mucha vuelta para decirle las cosas, aunque en momentos la sorprendía.

“El no ser tan lanzado fue lo que me llamó la atención”.

El presente
A sus 46 años Quesada pareciera tener tiempo suficiente para cumplir con facilidad y gran disponibilidad con todos sus compromisos laborales. Actualmente es presidente de la Asociación de Periodistas Deportivos del Atlántico (Acord Atlántico) y es vocal de la Asociación de Periodistas Deportivos de Colombia (Acord Colombia) desde el 2006. En diciembre de 2006 lideró la publicación del libro ‘Acord Atlántico, los pioneros’, con motivo de los 60 años de la entidad, una serie de notas deportivas de los asociados y de invitados especiales, encabezados por Gabriel García Márquez.

Argumenta que le falta hacer todavía mucho periodismo, y en mente tiene la publicación de varios libros.

Hoy su carrera continúa en ascenso y tiene muchos combates pendientes, y aunque la gloria sea el principal enemigo de los deportistas en Colombia, eso es algo que Estewil está acostumbrado a derribar.

Trabajo de examen final, primer semestre 2007

Carmelo Torres, el otro juglar de Bolívar

http://www.youtube.com/watch?v=GoEbeyLzXGY

Es capaz de tocar hasta 20 horas continuas. “Me dicen el carrotanque blindado porque no me canso nunca”, asegura este diminuto hombre que nació en Plato (Magdalena), pero que se crió en San Jacinto.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Corresponsal de EL TIEMPO


CARTAGENA
A Carmelo Torres le basta con tener, al alcance de la mano, un vaso de whisky. El resto de la fiesta correrá por cuenta de su voz y de su acordeón. No habrá necesidad de encender el equipo de sonido.
Primero un paseo vallenato, después un porro, luego una guaracha, más adelante, un pajarito, una pausa, otra pausa, y un merengue. Es momento del siguiente trago de whisky, después vendrán un son sabanero, una cumbia, y una improvisación.
Luego de una pausa, una puya, un tema de Juancho Polo, otro de Alfredo Gutiérrez, y una aproximación a las rutinas de Alejandro Durán. “Oye, Carmelo, ¡tú sí tocas sabroso, carajo!”, le dice doña Margarita, una de las invitadas a la fiesta y quien no ha parado de bailar.
La noche hace rato que cayó sobre Cartagena, y el barrio Crespo, normalmente tranquilo, se ve invadido por los pitos de un acordeón. El calor también se ha ido. Es sábado y cumple años la señora Regina Angulo. Para amenizar la parranda, los hermanos de la dama le han traído, de San Jacinto (Bolívar), a Carmelo Torres y su conjunto.
Aunque nació en Plato (Magdalena) hace 55 años, Carmelo Torres es sanjacintero de corazón. “Apenas viví unos pocos meses en Plato”, asegura con su voz pausada. Es delgadito, moreno, y tiene el cabello gris. Parece un tanto tímido, pero esa impresión desaparece cuando se tercia el acordeón al pecho y comienza la poesía.
Lo acompañan los mismos músicos con que empezó hace 35 años: José ‘El Mono’ Movilla (caja), Juan Anaya (guacharaca) y Gabriel Romero (conga). Tocan de memoria, al son que les imponga Carmelo.
Sus propios temas salen de vez en cuando. En la fiesta de ese sábado en Crespo, en aire de paseo, Carmelo menciona a Plutón, el astro bajado de categoría recientemente. La canción se llama La segunda geografía, y la compuso hace cuatro años. “Pero ahora, con el cuento de que Plutón dejó de ser planeta, me va a tocar escribirla de nuevo”, señala.
Más adelante, comienza la improvisación: habla de la homenajeada con versos rítmicos graciosos y punzantes. Y la parranda sigue hasta la madrugada. Nadie se acuerda del moderno equipo de sonido de la casa.
Torres está vestido con una camisa sencilla y un yin. Es la estampa modesta que normalmente lleva en sus presentaciones. Nada más acepta whisky porque le viene mejor con la diabetes. “A veces tomo cerveza fina, pero si me dan whisky, puedo durar hasta 20 horas cantando. Por algo me dicen el carro tanque blindado”, asegura entre carcajadas.
-¿Para usted quién es el mejor acordeonero?-le pregunto.
-Alfredo Gutiérrez entre los medios. Pero de los viejos, prefiero a Luis Enrique Martínez.
-¿Y eso? –
-Fue quien repartió el acordeón.
-No entiendo.
-Lo que pasa es que antes de él, los acordeoneros tocaban lo básico –pone los dedos de la mano derecha en el teclado de tres hileras y ejecuta una tonalidad grave-. Tocaban con las teclas del medio, y casi ni ponían los dedos en las de los extremos. Luis Enrique fue quien hizo eso por primera vez: le metió los pitos finos al vallenato.
-¿Y dónde queda Alejo Durán?
-Él tocaba lo básico – Abre los fuelles y deja salir una fracción de Alicia Adorada-, pero lo hacía muy bien.
-¿Y de los acordeoneros nuevos?
-El mejor es el difunto Juancho Rois. Claro que sin olvidar a Colacho Mendoza.
-¿Y qué opina de la nueva ola?
-No me gusta, pero por allí se deja escuchar una que otra.
Con el acordeón en las rodillas, podría pasar por un utilero o un ayudante, pero apenas se pone de pie y expande los fuelles con la mano izquierda, aparece la sonrisa que lo acompañará durante toda la canción.
Es el músico preferido de algunas familias de Bolívar. Saben que Carmelo les garantiza música permanente por horas y horas. “Yo no recuerdo cuántas canciones me sé, pero son más de 3.000”, asegura él. Fuera de que su repertorio propio está compuesto por unos 200 temas de acordeón.
“Tengo siete discos grabados, pero a los clientes hay que complacerlos, y si piden Diomedes pues tocó Diomedes”, dice en una pausa obligada por el bufet.
No se cansa ni pierde el timbre. Los músicos de su agrupación lo acompañan de memoria: saben cuándo subirá, cuándo bajará, cuando hará el pique, y cuando tocará con los bajos, es decir, los botones del extremo del acordeón con el que se expanden y comprimen los fuelles.
Así lo hacían los viejos juglares y así lo hace Carmelo. También él pasea su folclor por los pueblos y capitales de la Costa y siempre con sus músicos fieles. No exige que lo hospeden en hoteles de lujo: lo único que necesita es un lugar donde dormir tranquilo.
“En las fiestas sanjacinteras es donde más se luce –asegura Cenith Torres, ama de casa de San Jacinto-. Para nosotros, está a la misma altura de los más conocidos, como Adolfo Pacheco, Juan Tapias o Miguel Manrique.
Ana Ortega, otra sanjacintera opina lo mismo. “Está a la altura de los más grandes, y lo contratan para muchas parrandas”, agrega.
La idea de participar en un Festival Vallenato no le gusta para nada a Carmelo, y la fama no le llama la atención. “Yo nunca perderé la identidad del pueblo y eso es lo más importante”, señala y resalta que para ser feliz le basta con saber que tiene un hogar bien formado con su esposa, Enith Arrieta, quien le ha dado tres hijas.
“Esto en un goce completo –agrega Carmelo antes de continuar su toque de esa noche-. Me gusta la parranda, pero nunca me he emborrachado. Y usted no más póngame la botella de trago, que yo cuando toco soy su amigo, y más na”.

De la Chica, piano de nervios e irreverencia

La princesa de Yugoslavia estuvo como invitada especial. El escenario fue un casa tradicional del barrio Manga.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Corresponsal de EL TIEMPO


CARTAGENA
Antes de comenzar su recital en la vieja casa ‘Arcadia’ del barrio Manga, Julián de la Chica, el portentoso pianista de 23 años, oriundo de Manizales y quien tocó dos veces para el papa Juan Pablo II y en otras tantas ocasiones más en las cortes europeas, pide un “whiskicito” en las rocas.
Mientras le traen su trago, empieza a fumar el primer cigarrillo de la noche. Ha escogido una butaca de la sala principal, a pocos metros del piano blanco inservible que adorna la estancia. Le han puesto un cenicero en la mesita de centro, donde él ya ha depositado la cajetilla y el encendedor.
Está vestido de blanco impoluto, y lleva unos mocasines de color miel sin medias. Su sonrisa es espontánea y habla a través de ella con mucha soltura y rapidez. Los gestos son variados, como los de una persona inquieta, y una barba de tres días surca el mentón juvenil.
Cigarrillos, trago escocés, gesticulación, el refugio de la sala… “Sí, estoy muy nervioso”, confiesa, pero aclara: los nervios hacen parte de la esencia del arte, y son los que le permiten al artista vivir los momentos previos, salir al escenario y actuar. “Puede parecer contradictorio: quieres que pase rápido el momento, y cuando ya pasan los nervios, quieres que nunca termine”.
A los pocos minutos ya está en el patio, frente al teclado de un imponente piano negro Yamaha C7, propiedad de los dueños de casa. “Lo compramos en Miami hace 20 años”, dice Jaime Falquez De la Espriella, miembro de una estirpe que ha vivido en esa mansión de Manga los últimos 70 años.
El público no pasa de 40 personas, y entre los invitados especiales está la princesa Helena de Yugoslavia (hija del Rey Alejandro). Ya ella tenía referencias de Julián y ahora revalida lo que pensaba de él “Es maravilloso. Lo conoce todo”, dice.
Y es que no obstante su juventud, ya Julián De la Chica es considerado un “ligas mayores” de la música, y algunos lo llaman “Maestro”. No por casualidad el Papa Juan Pablo II dijo que había sido tocado por Dios para comunicarse con el mundo a través de su música.
El palmarés
La hoja de vida de Julián De la Chica en sencillamente impresionante. Comienza con su primer recital a los 7 años de edad luego de dos años de haberse matriculado en clases de piano. A los 12 años tocó por primera vez para el Sumo Pontífice, y seis años después lo hizo por segunda vez.
Esther Porto, la cartagenera que organizó el recital privado, es la que se ha encargado, esta noche, de hacer un breve recorrido por la vida de Julián: recuerda que él ha tocado el piano ante los Reyes de España, frente al presidente José María Aznar, la Reina Fabiola de Bélgica, y el actor Anthony Hopkins entre muchas personas importantes.
También ha ofrecido conciertos en escenarios privilegiados de Europa y Estados Unidos interpretando no solamente a los grandes exponentes de la música universal, sino a los maestros de música popular de Latinoamérica y Colombia. “Y consiguió, en el año 2000, algo virtualmente imposible para un latinoamericano: su aceptación en el Conservatorio de Moscú”, dice Porto.
Y hoy ese muchacho está en Cartagena, pasando los últimos días del año y los primeros del 2007 -“echado por las petacas”, dice- y alejado, momentáneamente, de sus ocho horas diarias de práctica. No obstante, acepta la invitación, y ha tenido tiempo, esta mañana, de afinar el piano de la casa ‘Arcadia’.
Pero ya en la noche, esos momentos previos al recital tienden a prolongarse porque toca darles margen a los invitados ilustres que tratan de superar -eso han dicho por celular- un embotellamiento en Bocagrande. En la misma proporción, los nervios de Julián crecen. Ya van tres cigarrillos, y aparece un nuevo trago de whisky.
“Pese a los recorridos y a la trayectoria que puedas tener y frente a quien hayas tocado –dice-, de una u otra manera cada concierto tiene su magia, su misticismo, su propio camino, y eso hace que te dé nervios”.
A las 8:45 arranca por fin el recital. A través de sus dedos prodigiosos, invisibles a veces por la velocidad en el teclado, aparecen el inmortal Beethoven, el argentino Astor Piazzolla, el maestro colombiano Manuel María Párraga, el ruso Korobushka y el español Manuel De Falla… y aparecen los aplausos.
Hay un vaso de licor al alcance de la mano izquierda sobre el mismo piano, y él, de vez en cuando, lo saborea. Está inspirado. Los pitos de los carros en la avenida Jiménez no logran sacarlo de la concentración. Es dueño absoluto del espectáculo.
El futuro
Ha terminado el recital y los cigarrillos ya no están, es que ya no son necesarios, asegura él. “No soy compositor todavía – había respondido con la última bocanada antes de abandonar el patio y pasar a la mesa de comoder-. En principio, soy intérprete, pero estoy haciendo cosas muy relacionadas con la música de cine. Eso requiere una sonorización distinta, y eso ya es una composición”.
Por lo menos, en el recital de Manga, si bien las obras musicales fueron de otros compositores, las transcripciones y las versiones son suyas y solo suyas. “Y eso, de alguna manera, es componer –sostiene-. Mis interpretaciones tienen mucho de romanticismo, pero no caen en lo meloso”.
Y no se afana por componer. Por ahora, se siente muy cómodo y respetado en un proceso lógico de evolución artística que terminará llevándolo a componer algún día.
Fue invitado al Festival Internacional de Música que se realiza por estos días en Cartagena, pero sus obligaciones en Estados Unidos, de donde se vino hace un mes para presentarse en Bogotá, se lo impidieron.
En el corto plazo tiene previsto viajar a Europa y regresar luego a Colombia para meterle el hombro a su gran proyecto personal: masificar la música clásica especialmente entre los jóvenes a través de un proceso social y pedagógico.
Se ve a sí mismo evolucionando en la música, componiendo en un horizonte de 10 años, muy posicionado en todo el mundo. “Quiero que la gente conozca a un pianista distinto, al que han llamado irreverente, alguien a quien los jóvenes vean de su misma edad y que propone la música clásica de una manera distinta a lo usual”.
Por lo pronto, y para final del 2007, espera tener grabado un disco compacto en el que ofrecerá una muestra de fusión del piano clásico con la música electrónica. De seguro muchos de los conocedores de la música seguirán diciendo que es irreverente.

El Eterno viernes de Álvaro Daza

Dice que la locura se lleva por dentro, no en la ropa. Ya está terminando una escultura grande en Turbaco.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Corresponsal de EL TIEMPO


CARTAGENA
De aquel muchachito que a principios del siglo pasado quiso volar usando una puerta como parapente, Álvaro, su nieto, heredó no sólo el talante de precursor, sino el espíritu libre, como de goma, que evade la jaula de los formalismos.
La historia dice que Camilo Daza Álvarez, a la sazón de ocho años de edad, se lanzó de un tejado en la hacienda de su padre en Pamplona (Norte de Santander) para probar, en carne propia, los principios del vuelo.
Su nieto Álvaro corrige: fue desde lo alto de la Catedral, cuando ese muchacho tenía 13 años. El resultado histórico de aquel absurdo, sin embargo, es lo contundente. Ahora Camilo Daza aparece en los registros como uno de los pioneros de la aviación colombiana. De hecho, el aeropuerto de Cúcuta lleva su nombre.
Y así como hacia 1920, Camilo Daza se convirtió en uno de los primeros colombianos en pilotear un avión, hoy su nieto Álvaro, se siente pionero de una línea del arte pictórico -“pinto lo que yo quiero, no las tendencias”, dice- , y su incursión en lo abstracto, le ha permitido explorar una dimensión donde vuela a sus anchas.
Poco a poco va quedando atrás la línea de los bosques que lo ha hecho famoso, y le ha abierto su propio espacio al arte abstracto. Eso le ha permitido un volcamiento sensorial de los sentimientos a través del color. “Creo que en el abstracto está mi expresión más sólida porque no estoy limitado por la luz ni por la forma”, asegura.
‘Lo que esté a mi alcance’
Visto de espalda, mientras firma el cuadro que en pocos minutos abandonará el caballete, Álvaro Daza parece más alto de lo que es aunque apenas supera los 1,70.
Está sin camisa y tan sólo viste un pantalón azul de overol. Son las 8 de la mañana y el cliente está esperando el cuadro. Ahora lo voltea y escribe los datos básicos de la obra en el dorso del lienzo: “Un momento especial, acrílico sobre lienzo, 50 x 100 centímetros”.
Apurado por el cliente, no ha tenido tiempo de bañarse ni desayunar. La calvicie, de ordinario impoluta y brillante, está salpicada por unos pocos cañones por encima de las orejas y en la base del cráneo. Igual pasa en el mentón. Trabaja en su taller acondicionado en la casa del barrio Crespo donde vive.
Después de entregar el cuadro, sube a su habitación del segundo piso. Al poco rato, desciende ya rasurado y limpio. En la vestimenta sobria sobresale la camiseta negra. El bigote, apenas contaminado por algunas canas, es una de las pocas señales de su edad.
En efecto, en agosto cumplirá 57 años, pero de pie al lado de su hijo Emmanuel, de 15 años, y quien al contrario de su padre luce el cabello castaño disparado como si fuera una caricatura japonesa, no parece que la distancia en décadas fuera tan amplia. A esto ayuda, por supuesto, que el muchacho, ya barbado, parece estar por encima de los 20.
Habla con mucho entusiasmo, como si estuviera dando clases de oratoria. Mueve mucho las manos y no se está quieto: se sienta, avanza para allá, toma la espátula, muestra el cuadro rojo del fondo, el gris del otro lado, el de la escalera, el del otro rincón, y dramatiza, a veces, la acción propia de pintar.
Entonces toma el pincel, otra vez la espátula, se pone frente a un caballete y mueve los brazos como limpiando un gran cristal invisible, bamboleándose. “Uso esto, los trapos, las manos abiertas, los codos, los dedos, mejor dicho: uso lo que esté a mi alcance para encontrar la mejor expresión del color y para decir lo que quiero”.
La estancia está llena de cuadros suyos y unos pocos de Emmanuel. Es el único de sus cinco hijos –cultivados en dos matrimonios- que le ha seguido sus pasos. “Me he preocupado por que tenga su propio estilo para que sea reconocido por su propio nombre, y no por ser hijo de Álvaro Daza”, comenta.
No son palabras necias ni arrogantes. En realidad, Álvaro Daza es uno de los pintores colombianos más reconocidos en el mundo. Ha pintado unos 2.500 cuadros, y en su palmarés acusa un centenar de exposiciones por todo el planeta, de las cuales más de la mitad han sido individuales.
Uno de los más hermosos se llama Will you? , y está colgado en la sala de la casa. Es enorme, le tomó varios meses, y no está en función de venderlo. Pero él sabe que ocurrirá lo de siempre: “cuadro que pongo allí, cuadro que se vende”, asegura con una sonrisa infantil.
Y volverá a experimentar esos sentimientos encontrados de tristeza y alegría. “Es porque en el fondo, yo no quisiera vender, pero una cosa es la vida del artista y otra, la comercial. En eso, me puedo considerar afortunado porque en medio de todo, he podido vivir del arte”, sostiene.
Trotamundos también escultor
Nació en Bogotá, y a los dos meses, ya lo tenían en el barrio el Paraíso de Barranquilla. Todo porque su padre, el segundo Camilo de la familia, también era piloto de avión, y era corriente cambiar de ciudad. Así, cada hijo fue naciendo en capitales distintas, y por eso Álvaro estudió en 15 planteles distintos.
De manera que a la actitud de pionero y al espíritu irredimible, se sumó la soltura errante del apellido que lo llevó a ser reconocido como ‘El trotamundos’, apelativo pertinaz en los registros periodísticos que ya pasan de 150 en todo el mundo. “Y no tengo ni la mitad de esos registros porque me los han robado o han desaparecido como consecuencia de mis divorcios”.
En su ciudad natal es donde menos aguanta permanecer. Prefiere las ciudades costeras. Entre ellas, Cartagena parece haber logrado algo que parecía imposible: anclarlo.
Ya vivió aquí entre 1998 y el 2002, cuando se fue a Panamá, y luego del divorcio de su segundo matrimonio, regresó. Eso fue hace un par de años. “Es que aquí lo tengo todo a la mano. No hay etiqueta ni protocolo, ni todas esas tonterías que le complican a uno la vida”.
Por eso está feliz de que en este ambiente caribe se dé el retorno a la otra expresión artística donde se siente a gusto: la escultura. Ya la escultura geométrica Paz, amor y libertad, se levanta en la calle principal de Turbaco (Bolívar) a 15 minutos de Cartagena. Son los tres anhelos colombianos representados en las tres campanas que cuelgan de las formas metálicas a lo alto.
La gran obra, sin embargo, es la que le encargó la Alcaldía para adornar la Plaza en proceso de remodelación. Tendrá 12 metros de alto y mostrará una esfera de bronce montada sobre cuatro patas metálicas ubicadas en cada punto cardinal. Se llamará Flotando en el Universo.
Estará rodeada esta mole por una estructura también de metal que ocupará 10 metros de diámetro, todo esto empotrado en una fuente de cinco chorros: uno central que cruzará la esfera como si fuera un eje de rotación, y cuatro equidistantes entre cada base, apuntando hacia fuera que, por un efecto de iluminación, reflejarán en las noches el tricolor nacional.
Nunca antes había hecho una tan grande, y no importa que le estén pagando apenas para cubrir los costos. El asunto es presentarla como reconocimiento a la valentía histórica de ese pueblo en la Conquista española del siglo XVI.
En un mes estará lista. “Las esculturas ayudan a los pueblos a ser libres–sonríe-. Esta, en particular, se convertirá en atractivo turístico y en punto de encuentro para los habitantes de Turbaco”.
Todo esto pertenece a la exploración continua de líneas que nunca termina, al aprendizaje constante en el que nunca intervino una academia, sino el contacto directo con personajes como Francisco López De la Vega, un viejo que trabajó por 20 años con Salvador Dalí y que, en sólo seis meses a finales de los 80, le enseñó a perderle el miedo al arte.
Su vida parece una diversión permanente, así no se emborrache, ni fume. Más bien prefiere el comportamiento correcto, la pulcritud, la decencia. No se trata de pelambres, ni de apariencias raras. Es de los que piensan que la locura no se lleva en la ropa ni en una mochila cruzada, sino por dentro.
“Trato de llevar mi vida como si todos los días fueran viernes, que es mi día preferido desde cuando estaba en la escuela. Mi intención no es vivir como rico, pero sí vivir muy rico”, asegura mientras sorbe el café de media tarde.
Todos los días habla con el Padre Celestial y a él se encomienda en cada comida. También habla tres veces por día con su novia Zully, que vive en Valledupar y con la cual se ve por lo menos una vez al mes. “Ya llevo un buen tiempo con ella, y estamos pensando en organizarnos”, dice con un susurro tímido.
Si es así, ella se vendrá para Cartagena, y vivirán en una finca de Plan Parejo , cerca de Turbaco, o en una estancia más amplia frente a Marbella, en la avenida Santander. El asunto es no despegarse del mar.