Tuesday, July 10, 2007

El Eterno viernes de Álvaro Daza

Dice que la locura se lleva por dentro, no en la ropa. Ya está terminando una escultura grande en Turbaco.

JAVIER FRANCO ALTAMAR
Corresponsal de EL TIEMPO


CARTAGENA
De aquel muchachito que a principios del siglo pasado quiso volar usando una puerta como parapente, Álvaro, su nieto, heredó no sólo el talante de precursor, sino el espíritu libre, como de goma, que evade la jaula de los formalismos.
La historia dice que Camilo Daza Álvarez, a la sazón de ocho años de edad, se lanzó de un tejado en la hacienda de su padre en Pamplona (Norte de Santander) para probar, en carne propia, los principios del vuelo.
Su nieto Álvaro corrige: fue desde lo alto de la Catedral, cuando ese muchacho tenía 13 años. El resultado histórico de aquel absurdo, sin embargo, es lo contundente. Ahora Camilo Daza aparece en los registros como uno de los pioneros de la aviación colombiana. De hecho, el aeropuerto de Cúcuta lleva su nombre.
Y así como hacia 1920, Camilo Daza se convirtió en uno de los primeros colombianos en pilotear un avión, hoy su nieto Álvaro, se siente pionero de una línea del arte pictórico -“pinto lo que yo quiero, no las tendencias”, dice- , y su incursión en lo abstracto, le ha permitido explorar una dimensión donde vuela a sus anchas.
Poco a poco va quedando atrás la línea de los bosques que lo ha hecho famoso, y le ha abierto su propio espacio al arte abstracto. Eso le ha permitido un volcamiento sensorial de los sentimientos a través del color. “Creo que en el abstracto está mi expresión más sólida porque no estoy limitado por la luz ni por la forma”, asegura.
‘Lo que esté a mi alcance’
Visto de espalda, mientras firma el cuadro que en pocos minutos abandonará el caballete, Álvaro Daza parece más alto de lo que es aunque apenas supera los 1,70.
Está sin camisa y tan sólo viste un pantalón azul de overol. Son las 8 de la mañana y el cliente está esperando el cuadro. Ahora lo voltea y escribe los datos básicos de la obra en el dorso del lienzo: “Un momento especial, acrílico sobre lienzo, 50 x 100 centímetros”.
Apurado por el cliente, no ha tenido tiempo de bañarse ni desayunar. La calvicie, de ordinario impoluta y brillante, está salpicada por unos pocos cañones por encima de las orejas y en la base del cráneo. Igual pasa en el mentón. Trabaja en su taller acondicionado en la casa del barrio Crespo donde vive.
Después de entregar el cuadro, sube a su habitación del segundo piso. Al poco rato, desciende ya rasurado y limpio. En la vestimenta sobria sobresale la camiseta negra. El bigote, apenas contaminado por algunas canas, es una de las pocas señales de su edad.
En efecto, en agosto cumplirá 57 años, pero de pie al lado de su hijo Emmanuel, de 15 años, y quien al contrario de su padre luce el cabello castaño disparado como si fuera una caricatura japonesa, no parece que la distancia en décadas fuera tan amplia. A esto ayuda, por supuesto, que el muchacho, ya barbado, parece estar por encima de los 20.
Habla con mucho entusiasmo, como si estuviera dando clases de oratoria. Mueve mucho las manos y no se está quieto: se sienta, avanza para allá, toma la espátula, muestra el cuadro rojo del fondo, el gris del otro lado, el de la escalera, el del otro rincón, y dramatiza, a veces, la acción propia de pintar.
Entonces toma el pincel, otra vez la espátula, se pone frente a un caballete y mueve los brazos como limpiando un gran cristal invisible, bamboleándose. “Uso esto, los trapos, las manos abiertas, los codos, los dedos, mejor dicho: uso lo que esté a mi alcance para encontrar la mejor expresión del color y para decir lo que quiero”.
La estancia está llena de cuadros suyos y unos pocos de Emmanuel. Es el único de sus cinco hijos –cultivados en dos matrimonios- que le ha seguido sus pasos. “Me he preocupado por que tenga su propio estilo para que sea reconocido por su propio nombre, y no por ser hijo de Álvaro Daza”, comenta.
No son palabras necias ni arrogantes. En realidad, Álvaro Daza es uno de los pintores colombianos más reconocidos en el mundo. Ha pintado unos 2.500 cuadros, y en su palmarés acusa un centenar de exposiciones por todo el planeta, de las cuales más de la mitad han sido individuales.
Uno de los más hermosos se llama Will you? , y está colgado en la sala de la casa. Es enorme, le tomó varios meses, y no está en función de venderlo. Pero él sabe que ocurrirá lo de siempre: “cuadro que pongo allí, cuadro que se vende”, asegura con una sonrisa infantil.
Y volverá a experimentar esos sentimientos encontrados de tristeza y alegría. “Es porque en el fondo, yo no quisiera vender, pero una cosa es la vida del artista y otra, la comercial. En eso, me puedo considerar afortunado porque en medio de todo, he podido vivir del arte”, sostiene.
Trotamundos también escultor
Nació en Bogotá, y a los dos meses, ya lo tenían en el barrio el Paraíso de Barranquilla. Todo porque su padre, el segundo Camilo de la familia, también era piloto de avión, y era corriente cambiar de ciudad. Así, cada hijo fue naciendo en capitales distintas, y por eso Álvaro estudió en 15 planteles distintos.
De manera que a la actitud de pionero y al espíritu irredimible, se sumó la soltura errante del apellido que lo llevó a ser reconocido como ‘El trotamundos’, apelativo pertinaz en los registros periodísticos que ya pasan de 150 en todo el mundo. “Y no tengo ni la mitad de esos registros porque me los han robado o han desaparecido como consecuencia de mis divorcios”.
En su ciudad natal es donde menos aguanta permanecer. Prefiere las ciudades costeras. Entre ellas, Cartagena parece haber logrado algo que parecía imposible: anclarlo.
Ya vivió aquí entre 1998 y el 2002, cuando se fue a Panamá, y luego del divorcio de su segundo matrimonio, regresó. Eso fue hace un par de años. “Es que aquí lo tengo todo a la mano. No hay etiqueta ni protocolo, ni todas esas tonterías que le complican a uno la vida”.
Por eso está feliz de que en este ambiente caribe se dé el retorno a la otra expresión artística donde se siente a gusto: la escultura. Ya la escultura geométrica Paz, amor y libertad, se levanta en la calle principal de Turbaco (Bolívar) a 15 minutos de Cartagena. Son los tres anhelos colombianos representados en las tres campanas que cuelgan de las formas metálicas a lo alto.
La gran obra, sin embargo, es la que le encargó la Alcaldía para adornar la Plaza en proceso de remodelación. Tendrá 12 metros de alto y mostrará una esfera de bronce montada sobre cuatro patas metálicas ubicadas en cada punto cardinal. Se llamará Flotando en el Universo.
Estará rodeada esta mole por una estructura también de metal que ocupará 10 metros de diámetro, todo esto empotrado en una fuente de cinco chorros: uno central que cruzará la esfera como si fuera un eje de rotación, y cuatro equidistantes entre cada base, apuntando hacia fuera que, por un efecto de iluminación, reflejarán en las noches el tricolor nacional.
Nunca antes había hecho una tan grande, y no importa que le estén pagando apenas para cubrir los costos. El asunto es presentarla como reconocimiento a la valentía histórica de ese pueblo en la Conquista española del siglo XVI.
En un mes estará lista. “Las esculturas ayudan a los pueblos a ser libres–sonríe-. Esta, en particular, se convertirá en atractivo turístico y en punto de encuentro para los habitantes de Turbaco”.
Todo esto pertenece a la exploración continua de líneas que nunca termina, al aprendizaje constante en el que nunca intervino una academia, sino el contacto directo con personajes como Francisco López De la Vega, un viejo que trabajó por 20 años con Salvador Dalí y que, en sólo seis meses a finales de los 80, le enseñó a perderle el miedo al arte.
Su vida parece una diversión permanente, así no se emborrache, ni fume. Más bien prefiere el comportamiento correcto, la pulcritud, la decencia. No se trata de pelambres, ni de apariencias raras. Es de los que piensan que la locura no se lleva en la ropa ni en una mochila cruzada, sino por dentro.
“Trato de llevar mi vida como si todos los días fueran viernes, que es mi día preferido desde cuando estaba en la escuela. Mi intención no es vivir como rico, pero sí vivir muy rico”, asegura mientras sorbe el café de media tarde.
Todos los días habla con el Padre Celestial y a él se encomienda en cada comida. También habla tres veces por día con su novia Zully, que vive en Valledupar y con la cual se ve por lo menos una vez al mes. “Ya llevo un buen tiempo con ella, y estamos pensando en organizarnos”, dice con un susurro tímido.
Si es así, ella se vendrá para Cartagena, y vivirán en una finca de Plan Parejo , cerca de Turbaco, o en una estancia más amplia frente a Marbella, en la avenida Santander. El asunto es no despegarse del mar.

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