Wednesday, August 06, 2014

Salcedo Ramos en los tiempos de la U

Unos apuntes a propósito de un perfil que Álvaro Suescún está escribiendo sobre Alberto Salcedo Ramos. Es sólo una mirada, por supuesto...

Por Javier Franco Altamar

Lo conocí en el segundo semestre de 1981 en la Universidad Autónoma del Caribe de Barranquilla. Ambos acabábamos de entrar a estudiar Comunicación Social (no tenía, cuando eso, el "guión periodismo" que hoy lleva el nombre del programa; y se llamaba directamente "facultad"). Yo estaba en primero A, y él, en el B. Éramos dos grupos de 40 alumnos cada uno, y en esa calidad de primíparos, andábamos llenos de preguntas, compartiendo extrañezas, explorando curiosidades académicas y confluyendo en la cafetería, donde la voz de él, que siempre me ha parecido la de un león, se destacaba porque sus comentarios y observaciones solían terminar en carcajadas.
No tengo claro cómo se desarrolló nuestra primera conversación, pero es muy probable que tuviera que ver con el contenido de alguna asignatura, y que, de pronto, el primero en hablar no fuera ni él ni tampoco yo, sino un compañero suyo estrafalario que se apellidaba Pastrana. Era este Pastrana un muchacho flaco, de hablar afectado, cabellos lacios, facciones rígidas, bigote, caminar abatido y pasos largos, pero era, sobre todo, el crítico por excelencia, el hombre de avanzada, el rebelde. Su presencia generaba comentarios en los que todos terminábamos envueltos. Quizás en uno de esos momentos de despedida de Pastrana,  quien no decía adiós sin dejar alguna sentencia inteligente ("tú crees que las cosas te gustan, pero en realidad, hay personas que han hecho que te guste"), los demás nos quedamos hablando. Lo más probable es que yo, para lucirme ante tamañas palabras y contra los planteamientos que iban y venían frente a mi incertidumbre, tuve que haber dicho algo que le impresionó a Salcedo, algo con expresiones raras. "Nojoda, loco" -recuerdo que me dijo-: "Para hablar contigo uno tiene que andar con un diccionario”.
No me toca hacer mucho esfuerzo para recordar su apariencia de entonces porque, en primer lugar,  ninguno de nosotros era gordo; y en segundo término, todos nos creíamos con permiso para vestir de la manera más descuidada. Parecíamos en competencia. Iván Barrios, que hoy es el más gordo de todos y muchos confunden con Juan Piña, era quizás el más flaco. Ese sí era compañero mío de curso, y también se integraba a las tertulias ocasionales con Salcedo, Edgardo Olier y Pastrana. Recuerdo que Iván tenía las piernas largas, pegadas a las rodillas, y estudiaba karate. Una de sus exhibiciones recurrentes era levantar una pierna y ponerla estirada sobre los pasamanos que a todos nos quedaban casi la altura del rostro. Eso lo hacía parecer el más hábil y atlético en ese entonces, pero, como ya dije, era un flaco más entre los flacos, y entre esos flacos, estábamos Olier, Salcedo y yo. Pastrana no era tan flaco, pero al ser del altiplano, tenía la desventaja de ser pancho de nalgas, así que era una competencia feroz la de esos días para saber cuál de nosotros lucía peor.
Yo tenía patillas y bigotes y llevaba el cabello un tanto alborotado. Salcedo no lucía nada distinto. La única diferencia era que mientras yo usaba franelas con pantalón clásico, él usaba camisas por fuera con pantalones descoloridos. De vez en cuando yo me ponía una gorra tipo ‘sapo echao’ para protegerme del sol. El usaba una similar, pero como parte de su indumentaria de poeta en ciernes.
Como se paraba con el pecho hacia arriba y todo lo hablaba a los truenos, parecía, de pronto, más alto que todos nosotros. Tenía ya esa costumbre muy suya de ir empujando por el hombro al compañero ocasional de caminata como si los demás fuéramos sus hijos. Y frente a sus carcajadas, nuestras risas quedaban disminuidas, apenadas. Además, como para que no quedaran dudas, le hablaba a uno muy cerca al rostro. Yo, en mi caso, temía que en algún momento se le fueran a salir los ojos.
Lo de las manos es difícil de olvidar porque siempre han sido grandes, como si fueran un repuesto mal calculado de las originales. Y las movía mientras hablaba, acompañando las palabras con las palmas abiertas, pero con las primeras falanges un tanto recogidas, como si no pudiera estirar los dedos, otra señal del mal cálculo del repuesto. No recuerdo haber visto unas manos más grandes en una persona. Ni siquiera en mi amigo Enéximo Ortiz, que mide casi dos metros y fue albañil en sus tiempos de bachiller.
Cuando me preguntan sobre aquellos días de la U y acerca de las actividades que con mayor frecuencia compartíamos Salcedo y yo, y debo ser absolutamente sincero: ninguna de ellas estuvo asociada con el trago ni la irresponsabilidad.
Lo que más hacíamos era charlar de literatura y periodismo. Lo que pasa es que Salcedo era contagioso. Mejor dicho: Salcedo y Olier eran contagiosos y casi lo ponían a uno hablar bonito sin que nos percatáramos de ello. Nos quedaba corto Facundo Cabral. Al menos creo que eso pasaba conmigo. Lo más correcto es hablar de Salcedo y Olier como si fueran uno solo porque en esa época, era muy difícil saber dónde terminaba Salcedo y donde comenzaba Olier, o viceversa. A tanta distancia medida en décadas de aquellos momentos, no miento al decir que lo único diferente entre ambos era la barba de Nerón de Olier. En lo demás, eran igualitos. La voz de ambos sonaba igual, pero Olier, por instantes, parecía más dúctil e ingenioso que Salcedo en el uso de la palabra. Sin embargo, me cuesta trabajo reconocer ahora cuál de los dos imitaba al otro. Creo que Olier era más jefe (algunos decían que era un guerrillero disfrazado de estudiante), y que con Salcedo se dio lo que los sicológos llaman “el mimetismo del líder”, que se presenta cuando los seguidores terminan pareciéndose a sus orientadores o maestros. De pronto estoy pecando por ligero, y a lo mejor, ya ambos eran así de antemano y la vida los encontró en ese mismo punto de la historia.
Pero mientras Salcedo andaba con Olier, Pastrana, Irama Rodríguez, Javier Vargas (el hombre del lunar tipo vitiligo en el rostro), Carlos Zúñiga (que ahora es pastor evangélico) y la propia Soraya Linero (no recuerdo más nombres); nosotros habíamos construido, en nuestro salón, un grupo con Armando Barrera (era el más viejo y el más inteligente de nosotros, sin lugar a dudas), Iván Barrios Mass (ya lo mencioné: nuestro líder natural), Rosalba Gómez Barbosa (se autodenominaba nuestra mascota), la cachaca Martha Acero Lombana (su finca de Galapa fue escenario de jornadas de estudio y diversión) Jesús García De La Hoz (reconocido dirigente scout de la época y bailarín contumaz de música disco) y Roque Conrado Imitola, que sólo alcanzó a estudiar con nosotros el primer semestre.
En la primera parte del año 82, cada cual se fue concentrando en sus propias inquietudes de grupo.  En el caso del nuestro,  terminamos conformando un colectivo que denominamos, de manera pretenciosa, “Grupo Cultural K”, y que a diferencia del combo de bohemios de Salcedo, sí construyó sus propios medios comunicativos. El más notorio fue una cartelera que conservamos por años bajo mi coordinación y que todos podían observar cuando pasaban por el pasillo principal del cuarto piso, contiguo a nuestro salón, con el visto bueno del decano de entonces, Esteban Páez Polo.  También teníamos un impreso ocasional elaborado con una técnica que ahora no recuerdo, pero que se inventó, creó o rescató Armando Barrera, nuestro ingenioso veterano.
La cartelera significó mi reencuentro intelectual con Salcedo luego de un semestre o dos de distanciamiento. Nosotros publicábamos allí la producción propia y la de los compañeros de universidad que así lo quisieran. El único del grupo B que se acercó a expresar sus intenciones fue Salcedo, y, obviamente, empezó a destacarse con unos cuentos. No recuerdo cuántos nos dio, ni si ensayó algún artículo de opinión (me imagino que sí lo hizo porque todos lo hacíamos. Incluso yo en mi olvidada vacación de caricaturista). Sin embargo, el único cuento suyo que recuerdo porque me impactó sobremanera, fue uno que conservé hasta hace 16 años titulado “La angustia de la serpiente”.
Sería un atrevimiento de mi parte reproducirlo textualmente acudiendo a mi memoria, pero tengo clara la trama: hablaba de un joven retraído cuyo deseo más fuerte era convertirse en serpiente. Era un sueño lleno de suciedades, pensamientos inmundos. La intensidad estaba concentrada en ese deseo. El joven se imaginaba, por ejemplo, andando a rastras bajo las mesas ya en su condición de serpiente, con el privilegio de pasar inadvertido entre las piernas de las muchachas. El cuento termina dejando la idea de que quizás el sueño se le cumplió al muchacho porque se da por desaparecido, pero que en las noches empezó a escucharse, en su reemplazo, el silbido angustioso de una serpiente.
Yo guardé algunos de los materiales e insumos de aquella cartelera por muchos años, y de vez en cuando, para desempolvar la nostalgia, los miraba y leía, y, por supuesto, me encontraba con ese cuento. Debo hacer una confesión en este punto: ese cuento fue, de alguna forma, estimulante para mi propia tendencia de cuentista. Yo escribía cuentos, es verdad, pero no tan buenos como ese. Mejor dicho: yo no escribía cuentos: Salcedo sí, y eso se me convirtió en una referencia, algo a superar. Imagino que la superé porque yo me quedé escribiendo de todo, hasta cuentos; y con algunos textos literarios he ganado unos pocos concursos, he estado de finalista en tres de nivel nacional, y he sido protagonista animoso de otros. Salcedo, en cambio, se olvidó de los cuentos y se dedicó a las crónicas en un ámbito artístico donde es el maestro nacional.
Me deshice del cuento en una situación afortunada que me llevó a conocer a otro de los grandes amigos de Salcedo: Alberto Martínez Monterrosa, el académico, el hombre que no deja la menor duda de que siempre ha sido flaco. Ellos se habían conocido en los 90, cuando Salcedo ya andaba por Bogotá, y conformaron un dúo dinámico para documentales entretenidos. Digo que fue una situación afortunada lo de mi coincidencia espacial con Martínez porque el destino me lo puso de docente en un diplomado sobre periodismo contemporáneo organizado por la Universidad del Norte a finales del año 1999. Hablar de las personas que me acompañaron en ese diplomado sería una novela fantástica. Baste con decir que uno de mis compañeros era el actual alcalde de Soledad Joao Herrera, pero me concentraré en la aparición de Martínez: fue el encargado de dictarnos un módulo sobre periodismo creativo y, según me contaría cualquier mañana de tintos y chismes varios años después,-ya convertido en mi amigo personal-, él terminó en ese rollo porque el maestro titular, de la misma universidad cartagenera donde él trabajaba como docente, se excusó a última hora.
Lo importante para lo que vengo contando es que los módulos de Martínez se apoyaban mucho en trabajos que había realizado con Salcedo, de manera que en un corte de esos de refrigerio, me le acerqué y nos informamos, mutuamente de que ambos éramos amigos de Salcedo. La diferencia era que, en mi caso, no lo veía desde los tiempos de la Universidad, y vine a saber de él cuando –y ese es otro cuento que sería chévere de contar- supe que andaba en busca mía en 1992 para que me vinculara a la Redacción del diario El Universal.
En esa charla con Martínez, le pedí el favor de que lo saludara, y le conté rápidamente la anécdota de la cartelera y el pequeño texto literario. “Dile que conservo ese cuento”, le dije a Martínez. Para mi sorpresa, en un nuevo corte de refrigerio, el ‘Flaco’ me dijo que Salcedo no recordaba ningún cuento y redujo la anécdota a puro y físico invento mío. “Para la próxima clase te lo traigo, nojoda, y se lo muestras –le dije a Martínez-. No me va a hacer quedar como mentiroso”. Le cumplí y se lo entregué: eran dos hojas amarillentas escritas a máquina por una sola cara, y ahí estaba, al final del cuento, la incontrovertible firma de Salcedo. En una charla posterior, cuando ya Alberto Martínez era mi compañero de equipo docente en la Universidad del Norte, me informó que Salcedo seguía sin recordar aquel cuento. “Ahí lo guardo. Es una pieza histórica. Se lo cobraré cuando sea más famoso”, me dijo.
Yo me atreví a hablar de ese cuento de nuevo en un mensaje de felicitación cuando Alberto ganó el último de sus premios Simón Bolívar de periodismo. En ese mensaje, dije algunas cosas que he contado a lo largo de estas líneas: la cartelera, Olier, el cuento…, y él me respondió que le toqué las fibras del alma con esos recuerdos de la Universidad. Mejor dicho: le dio su aprobación a todo lo que siempre contaré de esa hermosa época.
Agosto de 2014


Tuesday, April 22, 2014

Historia de un permiso que Gabo le pidió a Bolívar


Por: Javier Franco Altamar

Año 1995. Yo estaba recién ingresado a la Casa Editorial donde todavía trabajo, y algo había ido a buscar al hotel El Prado. Me imagino que fui a cubrir un evento de corte económico.
La economía es un ámbito en el que muevo con alguna soltura luego de algunos diplomados, seminarios y una compleja disciplina de lecturas; y es un área que obliga a entrevistar a empresarios, analistas y funcionarios públicos de las finanzas, la planeación, infraestructuras y varias otras perlas. Eso lo pone a uno a asistir a ruedas de prensa, lanzamientos de productos y simposios de actualización. Imagino que algún evento de ese tipo me llevó hasta el hotel, y que, de pronto, ya satisfecho con varias grabaciones a personajes ilustres, me marchaba para otro sitio a seguir mi periplo reporteril del día.
No recuerdo si era viernes o lunes. En realidad, era un día cualquiera sin mayores atractivos ni referentes, de manera que por mucho esfuerzo que hago, no logro encontrar, en los rincones mi memoria, algún recuerdo sobre lo que yo acababa de hacer en el hotel El Prado. Estoy seguro, eso sí, de que estaba evadiéndome por la antigua pizzería. Quería pasar inadvertido, evitando a algún colega que me fuera a distraer en mi labor de escape.
Y entonces lo vi hacia mi izquierda, haciéndose cada vez más cercano mientras yo avanzaba en mi fuga. No cabía duda, era Gabriel García Márquez sentado a una mesa pequeña tomando un café con alguien que identifiqué de inmediato como Mercedes Barcha, su esposa. Desde donde me frené, vi el perfil izquierdo de Gabo diciéndole algo a su mujer, y resolví que era una bonita oportunidad para pedirle un autógrafo: no había lagartos a la vista, ni impertinentes que lo fueran a poner a la defensiva.
Recordé a un compañero de redacción -Estéwil Quesada- a quien le habían llegado con el cuento de que Gabo no gustaba de dar autógrafos. Eso resultó una gran mentira que el mismo Estéwil se encargaría de corregir cuando García Márquez le firmó, en septiembre de 1996, un ejemplar de ‘Cien Años de Soledad’ en un seminario de periodismo deportivo en Cartagena. Pero esa mañana de 1995 –porque era de mañana, eso sí lo tengo claro- yo aún estaba seguro de que no sería nada fácil obtener un autógrafo del maestro.
No pensé en entrevistarlo ni nada de eso. Lo vi tan tranquilo con su esposa que no iba a ser yo el irrespetuoso que lo iba a increpar, mucho menos con mi cabeza llena de cifras, inversiones o teorías administrativas en mi serio papel de periodista económico. Pensé entonces en el autógrafo, pero ¿dónde?
Esculqué en mi maletín de tela donde acababa de meter mi grabadora: allí había una libreta de apuntes llenas de garabatos, dos bolígrafos, un par de facturas de servicios públicos por pagar y un librito que andaba leyendo por esos días: ‘Escritos políticos’, de Simón Bolívar. Lo examiné; blanco, recién comprado, con su olor a tinta intacto, como si algo lo hubiera acentuado de repente.
Me colgué el maletín de nuevo al hombro izquierdo, y me dirigí con pasos lentos hacia donde estaba el Nobel. Me le fui por la derecha y me le puse enfrente, de pie con mi librito en la mano izquierda. “Maestro Gabo, buenos días”, dije con mi voz un tanto temblorosa, y él me miró en contrapicado a través de unos lentes de montura gruesa. Recuerdo el cabello crespo blanco, el bigote blanco, la indumentaria blanca. Mercedes, sonreída, me miraba a mí y lo miraba a él. Gabo dijo un “buenas” en susurro, y yo no le dejé decirme nada más. “Por favor, maestro, me daría un autógrafo”.
-¿Dónde? –dijo él, y le extendí el librito con uno de los bolígrafos.
Él tomó el ejemplar, miró el título y exclamó con una gran sonrisa: “hombre, no puede haber un libro más adecuado. ¿Cuál es tu nombre?”. Le respondí: “Javier”, y él empezó a escribir sometiendo la portada con la mano izquierda porque el libro, fiel a su edición económica y pequeña, insistía en cerrarse. Y en la hoja casi en blanco que anunciaba el ‘Manifiesto de Cartagena’ de 1812, Gabo garabateó la dedicatoria que el 2 de enero fotografié y monté en la red social Facebook con la promesa de contar la historia: “Para Javier, con el permiso de Simón”.

Thursday, April 17, 2014

El remate fue con música vallenata

Memorias de un homenaje en el Congreso de la Lengua Española

Por: Javier Franco Altamar

Gabriel García Márquez llegó al Centro de Convenciones a las 10 a.m., poco después de los Reyes de España, pero entró primero al auditorio Getsemaní de la mano de su esposa, Mercedes Barcha, y en medio de una salva de aplausos.
Llegó de blanco, hasta los zapatos, y levantó una mano para saludar a la concurrencia. Más de 1.200 personas estaban en el interior, pero otras 1.000 se tuvieron que quedar afuera y tuvieron que ver el homenaje en pantallas gigantes.
Los fotógrafos seguían cada paso suyo y él, en una actitud de abuelo complaciente, adoptó una sonrisa que más adelante, cuando su colega Carlos Fuentes entregó infidencias sobre su juventud en México, se convirtió en una risa amplia.
Antes de subir al escenario, Gabo entregó saludos y abrazos a los invitados especiales. Cada vez que los aplausos revivían, él levantaba los brazos (a veces uno solo, a veces los dos). Cuando retumbaba la cuarta tanda de aplausos, el Nóbel ya subía al escenario. En su mano izquierda llevaba la carpeta roja de donde sacaría su discurso.
Caminaba lento, con incertidumbre. Se sentó con cuidado, siempre bajo la mirada atenta de Mercedes Barcha, su compañera de siempre, quien se ubicó a su derecha. A la izquierda del Nóbel quedó la ministra de Cultura, Elvira Cuervo de Jaramillo.
A las 11:15 a.m. la mesa principal fue ocupada por los Reyes de España, el Presidente, Alvaro Uribe Vélez y su esposa. Luego de los himnos, empezaron los discursos.
Ante cada comentario ingenioso, García Márquez abría más la sonrisa. Por casi una hora fue el único de pierna cruzada. Los demás parecían plantados.
Cuando se proyectó un avance del documental 'Buscando a Gabo', de Luis Fernando Bottía, García Márquez se vio aún más emocionado. La música del video correspondía a 'La Diosa coronada', de Leandro Díaz, uno de los vallenatos preferidos del escritor, y dos de cuyas líneas aparecen como epígrafe en 'El amor en los tiempos del cólera'.
Después vinieron las palabras de Carlos Fuentes. Justo cuando terminó el mexicano, apareció el ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton, con un séquito de escoltas. Eran las 11:50 a.m.
Y vino uno de los momentos más emocionantes: Víctor García Concha, presidente de la Asociación de Academias, entregó a Gabo la edición conmemorativa de 'Cien Años de Soledad'. El escritor se puso el libro bajo la axila izquierda y levantó las manos para recibir los aplausos.
Luego siguió un silencio profundo: El maestro iba a hablar. Gabo temblaba.
Su pronunciación era lenta y, por momentos, se frenaba, pero entregó un cuento fascinante acerca de cómo se gestó y escribió su obra cumbre. Su frase final fue la más aplaudida de la mañana: “"Fue así como volvimos a nacer a nuestra vida de hoy. Muchas gracias"”.
Luego de los discursos del Rey de España y del Presidente, se desató una lluvia de papeles amarillos con la pantalla de fondo repleta de imágenes de mariposas en movimiento. La agrupación Los Niños del Vallenato aparecieron e interpretaron 'La Diosa Coronada', para empezar.
Así se desarmó el orden del recinto. El Rey y el Presidente desaparecieron por un costado, mientras Gabo era abrazado por sus amigos. El escritor Carlos Monsiváis ensayó una maroma peligrosa para subir al escenario jalado por el propio Gabo. Tuvieron que convencerlo de que la escalinata quedaba al otro lado y que no estaba tan lejos.
Antes, Rafael Escalona había abrazado al Nobel desde atrás, por encima de los hombros mientras este permanecía sentado. Un grupo de periodistas subió para entrevistarlo, pero Gabo, muy decente, se negó. Minutos después, el Getsemaní se quedó solo, tapizado por los papeles amarillos que habían reemplazado a la alfombra.

El Tiempo, 27 de marzo de 2007