Tuesday, April 22, 2014

Historia de un permiso que Gabo le pidió a Bolívar


Por: Javier Franco Altamar

Año 1995. Yo estaba recién ingresado a la Casa Editorial donde todavía trabajo, y algo había ido a buscar al hotel El Prado. Me imagino que fui a cubrir un evento de corte económico.
La economía es un ámbito en el que muevo con alguna soltura luego de algunos diplomados, seminarios y una compleja disciplina de lecturas; y es un área que obliga a entrevistar a empresarios, analistas y funcionarios públicos de las finanzas, la planeación, infraestructuras y varias otras perlas. Eso lo pone a uno a asistir a ruedas de prensa, lanzamientos de productos y simposios de actualización. Imagino que algún evento de ese tipo me llevó hasta el hotel, y que, de pronto, ya satisfecho con varias grabaciones a personajes ilustres, me marchaba para otro sitio a seguir mi periplo reporteril del día.
No recuerdo si era viernes o lunes. En realidad, era un día cualquiera sin mayores atractivos ni referentes, de manera que por mucho esfuerzo que hago, no logro encontrar, en los rincones mi memoria, algún recuerdo sobre lo que yo acababa de hacer en el hotel El Prado. Estoy seguro, eso sí, de que estaba evadiéndome por la antigua pizzería. Quería pasar inadvertido, evitando a algún colega que me fuera a distraer en mi labor de escape.
Y entonces lo vi hacia mi izquierda, haciéndose cada vez más cercano mientras yo avanzaba en mi fuga. No cabía duda, era Gabriel García Márquez sentado a una mesa pequeña tomando un café con alguien que identifiqué de inmediato como Mercedes Barcha, su esposa. Desde donde me frené, vi el perfil izquierdo de Gabo diciéndole algo a su mujer, y resolví que era una bonita oportunidad para pedirle un autógrafo: no había lagartos a la vista, ni impertinentes que lo fueran a poner a la defensiva.
Recordé a un compañero de redacción -Estéwil Quesada- a quien le habían llegado con el cuento de que Gabo no gustaba de dar autógrafos. Eso resultó una gran mentira que el mismo Estéwil se encargaría de corregir cuando García Márquez le firmó, en septiembre de 1996, un ejemplar de ‘Cien Años de Soledad’ en un seminario de periodismo deportivo en Cartagena. Pero esa mañana de 1995 –porque era de mañana, eso sí lo tengo claro- yo aún estaba seguro de que no sería nada fácil obtener un autógrafo del maestro.
No pensé en entrevistarlo ni nada de eso. Lo vi tan tranquilo con su esposa que no iba a ser yo el irrespetuoso que lo iba a increpar, mucho menos con mi cabeza llena de cifras, inversiones o teorías administrativas en mi serio papel de periodista económico. Pensé entonces en el autógrafo, pero ¿dónde?
Esculqué en mi maletín de tela donde acababa de meter mi grabadora: allí había una libreta de apuntes llenas de garabatos, dos bolígrafos, un par de facturas de servicios públicos por pagar y un librito que andaba leyendo por esos días: ‘Escritos políticos’, de Simón Bolívar. Lo examiné; blanco, recién comprado, con su olor a tinta intacto, como si algo lo hubiera acentuado de repente.
Me colgué el maletín de nuevo al hombro izquierdo, y me dirigí con pasos lentos hacia donde estaba el Nobel. Me le fui por la derecha y me le puse enfrente, de pie con mi librito en la mano izquierda. “Maestro Gabo, buenos días”, dije con mi voz un tanto temblorosa, y él me miró en contrapicado a través de unos lentes de montura gruesa. Recuerdo el cabello crespo blanco, el bigote blanco, la indumentaria blanca. Mercedes, sonreída, me miraba a mí y lo miraba a él. Gabo dijo un “buenas” en susurro, y yo no le dejé decirme nada más. “Por favor, maestro, me daría un autógrafo”.
-¿Dónde? –dijo él, y le extendí el librito con uno de los bolígrafos.
Él tomó el ejemplar, miró el título y exclamó con una gran sonrisa: “hombre, no puede haber un libro más adecuado. ¿Cuál es tu nombre?”. Le respondí: “Javier”, y él empezó a escribir sometiendo la portada con la mano izquierda porque el libro, fiel a su edición económica y pequeña, insistía en cerrarse. Y en la hoja casi en blanco que anunciaba el ‘Manifiesto de Cartagena’ de 1812, Gabo garabateó la dedicatoria que el 2 de enero fotografié y monté en la red social Facebook con la promesa de contar la historia: “Para Javier, con el permiso de Simón”.

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