Thursday, November 22, 2012

Ernesto, el memorioso que se desocupó el miércoles



Por: Javier Franco Altamar

El recuerdo más antiguo que guardo de Ernesto McCausland es el de ese muchacho desparpajado e inquieto que atendió una invitación nuestra para una charla en la Universidad Autónoma del Caribe, y nos habló de sus recién inauguradas aventuras en la Unidad Investigativa de El Heraldo.

La tal charla se nos ocurrió desde el interior de un grupo de tertuliadores que conformamos en esa primera parte de los años 80, y que tenía a la cabeza a Iván Barrios Mass. Era él quien manejaba los hilos del grupo, pero yo a veces lograba contagiarlo con mis locuras de que trajéramos a los expertos de los medios a hablarnos de sus pilatunas, y que de paso nos dieran los secretos de su talento o los referentes para triunfar.

De pronto la idea se le ocurrió al mismo Iván, y eso no tiene la mayor importancia, pero lo cierto es que pretendíamos reunir en un mismo escenario y en ese momento,  a los cuatro ases de esa Unidad: el propio Ernesto, Marco Schwartz, Jorge Medina y Pedro Lara Castiblanco.

Con el teatro lleno de ávidos y románticos estudiantes, empezamos a temer que nos iban a quedar mal. Por allí andaban, en el auditorio, Alberto Salcedo Ramos y Martín Tapias, si la memoria no me traiciona, cada uno líder en sus respectivos círculos de amigos, devoradores de libros ambos y consumidores industriales de tinto en la cafetería de la Universidad.

Él único que se presentó, luego de unas llamadas angustiosas de Iván, fue McCausland. Se apareció en una moto de mediano cilindraje, y fue cuando se detuvo a nuestro lado que nos dimos cuenta de que incluso sentado en el cojín, era más alto que todos nosotros.

Se disculpó, parqueó la moto en cualquier lado y se sometió a nuestro escrutinio en el teatro. Sus compañeros de la Unidad no vinieron y eso no importó. Ernesto, que lucía un jean, camisa deportiva y unos zapatos de tela, habló recostado de un codo al atril, con un pie cruzado por encima del otro, dejando ver que no tenía medias.

No era ningún experto, por supuesto, pero hablaba como si lo fuera. Al menos, lo era mucho más que nosotros, que no habíamos pasado, todavía, de una cartelera cultural de pasillo donde hizo sus primeras pinolas periodísticas un sujeto a quien apodaban ‘El chileno’ y que resultó llamarse Jorge Cura.

No recuerdo los temas específicos que tocó Ernesto, pero no resulta difícil recrearlos porque la pasión ya se le notaba, y es fácil suponer (recordar) que lo que alcanzó a decir a través de sus hijas en el discurso de agradecimiento al jurado del Premio Simón  Bolívar, es una repetición más estilizada y madura de lo que esa vez nos dijo.

Alguna vez que me lo encontré en un restaurante de hotel en Cartagena y le recordé aquella charla, así como traje a colación el hecho frente a Lara Castiblanco, hace un par de meses, cuando me le encontré en una sala de espera en Telecaribe. Pedro sonrío al recordar esas locuras que todavía lo mueven; y Ernesto dijo “¿Así es la vaina?”, como si no se acordara.

Pero se acordaba, porque como dicen los pupilos que le quedaron en El Heraldo, “Ernesto tenía una memoria dinosáurica”, con lo que tratan de decir que traía con facilidad al presente cosas que se le habían ocurrido mucho tiempo atrás. Por eso, cuando todo mundo la creía olvidada, y advertía sobre la vigencia de cualquier promesa que le hubiesen hecho meses o años atrás.

Mucho me temo, sin embargo, que la memoria de corto plazo le jugaba malas pasadas de vez en cuando a Ernesto. Por lo menos así me pareció una vez que nos encontramos en el ascensor del hotel Estelar de Cartagena y me felicitó por una nota mía que le había impresionado sobremanera.

Yo había entrado primero al ascensor, y él venía detrás acompañado de un sujeto bajito que yo no conocía. Ernesto agachó un poco la cabeza para evitar golpearse con el marco de arriba, y mientras el ascensor subía con su carga periodística, se dirigió a mí.

-Nojoda, Jávier, estaba por hablar contigo para felicitarte por una nota tuya que leí. ¡Buenísima, llave!.

-¿Cuál, Ernesto?

-Nojoda, espérate… es que no recuerdo...

Le mencioné tres o cuatro que podrían calificar de memorables para el más bisoño de los estudiantes, y le hablé de alguna otra que me dejó satisfecho. También me fui un poco más en el pasado para ayudarlo a recordar, pero el movía la cabeza gacha diciendo que “no, no, no”.

Cuando se despidió de mí y se difuminó en el pasillo con su paso apurado de falso gigante, me quedó la sensación de que el gran Ernesto era un genio común y corriente, con una memoria de galleta de soda para nada envidiable.

Pero a partir de entonces, comencé a reconocerle una cualidad, esa sí, envidiable: la de la onmipresencia. Era fácil verlo en televisión, o presentado eventos y congresos, o escribiendo en alguna parte y dirigiendo documentales y películas. En todo caso, parecía sintonizado con todos sus colegas de alguna forma, hasta con esa curiosidad por personajes como Juancho Polo Valencia que yo creí exclusiva de una corta lista de locos en la que me incluyo.

Por eso, no dudé un segundo en mandarle, con uno de los asistentes que me contactó para pedírmelas, unas copias del perfil de tres entregas que El Tiempo Caribe, con la alcahuetería de Carmen Peña Visbal, me publicó en julio de 1998.

Después supe que Ernesto, igual que yo, estaba escribiendo un libro inspirado en la vida de Juancho Polo Valencia. Lo publicaría en forma de novela 10 años después de mi reportaje. Tuvieron que pasar dos años más para que yo sacara mi propio libro sobre el juglar, y no tardaría Ernesto en pedirme que le mandara una copia digital de uno de los capítulos para publicarlo en El Heraldo.

Mi agradecimiento por ese detalle fue una de esas cortas charlas que tuve con él, muy dado a decir las cosas de manera muy directa, como ya lo había hecho unos meses antes en la Universidad del Norte. Estaba en lo más alto de su papel sui géneris de editor de El Heraldo en donde nada quedaba fuera de su control.

Si la memoria no me traiciona fue en un evento organizado por la Cámara de Comercio en julio del 2010 y que tenía como estrella principal a la expresidenta chilena Michelle Bachelet. Allí me encontré a Ernesto en un rincón, organizando el aparataje del cubrimiento periodístico de su diario, entre tabletas electrónicas y teléfonos inalámbricos.

-Hey, Jávier –me dijo cuando nos dimos al mano- necesito que me ayudes, loco.

¿El gran Ernesto pidiéndome ayuda? ¿De qué se trataría? Descarté enseguida que tuviera alguna angustia económica. De pronto estaría perdiendo la razón por permanecer mucho tiempo con la vista fija en una pantalla plana que llevaba en la mano.

-Bueno, dime-, le dije.

-Es que los egresados de Comunicación están llegando con muchas fallas al medio, llave.  Ayúdame, enséñalos, nojoda, exígeles, pero no dejes que salgan así…

Le expliqué que yo no era el único docente de periodismo de Barranquilla, pero que estaba poniendo todo de mi parte. Le conté,  incluso, que les mandaba a leer, a mis alumnos, una crónica suya sobre una lluvia de plátanos en La Junta.

Sonrió y se volvió a ocupar. Se desocupó el miércoles por la madrugada, cuando ya no pudo luchar más contra el cáncer.

Barranquilla, noviembre 22 de 2012

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