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En las últimas horas de su vida, que se apagó ayer en la
madrugada, Ernesto McCausland aprovechó un respiro del cáncer y pidió una
bandera del Junior.
A él le hubiese gustado verla, pero no le alcanzaría el
tiempo. A Rosario Borrero, jefe de redacción de El Heraldo, diario donde era
editor general, le llegó la información y mandó a comprar la bandera.
La noche del martes, el reportero deportivo Rosemberg Anaya
la llevó al hotel Country International, sitio de concentración del equipo,
para buscar las firmas de los jugadores.
Logró que lo hicieran Giovanny Hernández, Sebastián Viera, y otros más.
Al día siguiente, le darían la sorpresa a Ernesto en su
apartamento de la carrera 54 con la calle 74, pero la muerte se impuso y la
gran pieza rojiblanca, bordada con el tiburón y el escudo del Junior, tuvo que
ser llevada a la sala de velación 2 del cementerio Jardines de la Eternidad.
De todos modos se le cumplió ese deseo a McCausland, como
también el de que la camisa de su cadáver estuviera adornada con un botón
alusivo al equipo amado.
Lo demás ya estaba listo: él mismo se había encargado de
dejar todo en su puesto para que se cumpliera, sin azares ni sorpresas, el
cronograma de su relato de despedida.
No le gustaba que nada quedara al garete y así lo manejó,
hasta donde pudo, durante los ocho meses que duró su pelea contra el cáncer,
que si bien lo estaba destruyendo por dentro, le daba algunos respiros de vez
en cuando que él aprovechaba para conectarse con El Heraldo.
Lo dejó de hacer, muy a su pesar, en los últimos seis meses,
cuando sus mismos compañeros y subalternos se lo pidieron para que fuera
consecuentes con las recomendaciones médicas.
En la sala de Redacción siempre tuvieron la esperanza de que
regresara, pese a que era evidente que se estaba consumiendo.
Muy pocos pudieron felicitarlo en persona luego de que fuera
exaltado, el 23 de octubre, con el premio de periodismo Simón Bolívar en la
modalidad Vida y Obra.
Uno de los pocos que alcanzó a hacerlo fue su colega y
compadre Jorge Cura, que pasó a visitarlo hace tres semanas y se encontró con
la triste realidad de un hombre que sonreía y daba muestras de fe, pero que
permanecía conectado a una bala de oxígeno.
El acceso se fue haciendo más restringido, sólo a sus
parientes más cercanos, a las enfermeras que se turnaban las 24 horas para
atenderlo y a monseñor Víctor Tamayo, obispo auxiliar de Barranquilla y con quien lo unía una fuerte amistad.
Monseñor, quien anda en estos días por Europa, se despidió
de él el sábado. Llamó antes para estar seguro de que podría atenderlo, y se
encontró con un hombre moribundo, pero sonriente, dispuesto a recibir la
comunión, así el hecho de tragar la hostia le resultara doloroso.
Tamayo recuerda que luego de una corta ceremonia, ablandó la
hostia con agua y se la llevó a Ernesto a la boca. “Cuando la tragó, se puso a
aplaudir. Vi, entonces, que tenía esa fe
en la vida y ese amor, y prometí tenerlo presente en mis oraciones”, dijo el
Obispo.
Fue la última vez que lo vio, dándole a McCausland la
oportunidad para vivir las líneas de cierre de su propia crónica en perfecta paz
espiritual, y para abrir los primeros espacios a las historias que tendrán que
escribirse con los recuerdos que dejó.
Publicado en ADN Barranquilla
Noviembre 22 de 2012
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