Thursday, November 22, 2012

Se fue el gran cronista





Por: Javier Franco Altamar

En las últimas horas de su vida, que se apagó ayer en la madrugada, Ernesto McCausland aprovechó un respiro del cáncer y pidió una bandera del Junior.

A él le hubiese gustado verla, pero no le alcanzaría el tiempo. A Rosario Borrero, jefe de redacción de El Heraldo, diario donde era editor general, le llegó la información y mandó a comprar la bandera.

La noche del martes, el reportero deportivo Rosemberg Anaya la llevó al hotel Country International, sitio de concentración del equipo, para buscar las firmas de los jugadores.  Logró que lo hicieran Giovanny Hernández,  Sebastián Viera, y otros más.

Al día siguiente, le darían la sorpresa a Ernesto en su apartamento de la carrera 54 con la calle 74, pero la muerte se impuso y la gran pieza rojiblanca, bordada con el tiburón y el escudo del Junior, tuvo que ser llevada a la sala de velación 2 del cementerio Jardines de la Eternidad.

De todos modos se le cumplió ese deseo a McCausland, como también el de que la camisa de su cadáver estuviera adornada con un botón alusivo al equipo amado.

Lo demás ya estaba listo: él mismo se había encargado de dejar todo en su puesto para que se cumpliera, sin azares ni sorpresas, el cronograma de su relato de despedida.

No le gustaba que nada quedara al garete y así lo manejó, hasta donde pudo, durante los ocho meses que duró su pelea contra el cáncer, que si bien lo estaba destruyendo por dentro, le daba algunos respiros de vez en cuando que él aprovechaba para conectarse con El Heraldo.

Lo dejó de hacer, muy a su pesar, en los últimos seis meses, cuando sus mismos compañeros y subalternos se lo pidieron para que fuera consecuentes con las recomendaciones médicas.

En la sala de Redacción siempre tuvieron la esperanza de que regresara, pese a que era evidente que se estaba consumiendo.

Muy pocos pudieron felicitarlo en persona luego de que fuera exaltado, el 23 de octubre, con el premio de periodismo Simón Bolívar en la modalidad Vida y Obra.

Uno de los pocos que alcanzó a hacerlo fue su colega y compadre Jorge Cura, que pasó a visitarlo hace tres semanas y se encontró con la triste realidad de un hombre que sonreía y daba muestras de fe, pero que permanecía conectado a una bala de oxígeno.

El acceso se fue haciendo más restringido, sólo a sus parientes más cercanos, a las enfermeras que se turnaban las 24 horas para atenderlo y a monseñor Víctor Tamayo, obispo auxiliar de Barranquilla  y con quien lo unía una fuerte amistad.

Monseñor, quien anda en estos días por Europa, se despidió de él el sábado. Llamó antes para estar seguro de que podría atenderlo, y se encontró con un hombre moribundo, pero sonriente, dispuesto a recibir la comunión, así el hecho de tragar la hostia le resultara doloroso.

Tamayo recuerda que luego de una corta ceremonia, ablandó la hostia con agua y se la llevó a Ernesto a la boca. “Cuando la tragó, se puso a aplaudir. Vi, entonces,  que tenía esa fe en la vida y ese amor, y prometí tenerlo presente en mis oraciones”, dijo el Obispo.

Fue la última vez que lo vio, dándole a McCausland la oportunidad para vivir las líneas de cierre de su propia crónica en perfecta paz espiritual, y para abrir los primeros espacios a las historias que tendrán que escribirse con los recuerdos que dejó.

Publicado en ADN Barranquilla
Noviembre 22 de 2012

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