Friday, March 20, 2015

La barba de mis nostalgias


Por Javier Franco Altamar

Cada vez que alguien me pide contar la historia de la barba que hizo parte de mi apariencia de principios de los 90, advierto desajustes en las escenas y detalles por cuenta del paso del tiempo;  de manera que antes de olvidar para siempre aquella experiencia,  la registraré por escrito para  convertirla en un recuerdo compartido. Ahí va:
Resulta que en marzo de 1990, antes de cumplir mi primer año de casado, viajé a Caracas (Venezuela) con mi esposa y nuestra bebé en camino (Martha cumplía tres meses de embarazo). Teníamos el apoyo de mi tía Jacinta Franco, quien me estimuló a una aventura que parecía una puerta abierta a la prosperidad.
El único trabajo que encontré fue el de instalador de cielos rasos de yeso. Me ayudaron unos números telefónicos y una dirección facilitados, amablemente, por un excompañero de estudios universitarios. Eran los datos de su hermano mayor, contratista de la construcción en Caracas. Recuerdo el nombre de la empresa: ‘Decorartes’, y a don Béder Vargas, hermano de mi ex compañero, dueño y gerente de la empresa.
La técnica que empleaban era la de ir pegando las láminas al techo de manera que quedaran prendidas por unas tirantas de fique (allá le llaman cocuiza). Ya explicaré con más detalles el proceso. Por ahora baste decir que supuestamente aquel era un trabajo ocasional, porque mi propósito era engancharme en algún medio de comunicación. Esto último, a la final, no se daría, y terminé por cogerle cariño a ese oficio dentro del cual descubrí un atractivo componente artístico. En pocas semanas, ascendí de ayudante a instalador, y si me apuran un poco, diré que me fue muy bien en lo económico.
Pero la etapa inicial de adaptación no fue muy suave que digamos.  Como debía manipular yeso en polvo, caminar entre escaleras percudidas, y hacer las mezclas para el instalador al que me asignaron como ayudante (otro hermano de don Béder), a la semana de haber ingresado, ya había contraído una de las peores gripas que he sufrido en mi vida.  Si entro en detalles sobre todo lo padecido durante mi semana completa de incapacidad, corro el riesgo de hacer vomitar al lector. Por ahora baste con decir que no me daban ni ganas de bañarme ni mucho menos de rasurarme.
Como vengo de una familia de velludos incorregibles, es muy fácil suponer lo ocurrido a partir de allí: la primera vez que me miré a un espejo después de recuperarme del todo, casi no reconocí mi propio rostro detrás de una espesa barba de cavernícola. Ni siquiera en películas yo había visto algo semejante jamás. A diferencia de mi cabello, que era espeso y se precipitaba sobre mis hombros en unos bucles negros, aquella barba lucía ensortijada, apretada, con algunas salpicaduras blancas de canas incipientes, y una textura de alambre que me raspó los dedos cuando le di el primer recorrido al tacto.
No intenté rasurarme enseguida porque ya era prácticamente de noche, y dejé la afeitada para la mañana siguiente, cuando me tocaba reintegrarme al trabajo. Pero al verme de nuevo al espejo luego del baño, me retracté: iba a necesitar, por lo menos, de unas tijeras de jardinero para empezar por algún lado, y en la casa de mi tía no había. Pero aunque lo intentara con unas sencillas tijeras de modista, mi principal enemigo era el tiempo: no solo era cuestión desaparecer la barba a los tijeretazos, recoger sus restos del suelo y salir a deshacerme del costal de pelos; sino que aquello iba a demandar mucha dedicación y no era buena idea llegar tarde a mi trabajo, de manera que desistí en mi empeño y me marché tan pronto desayuné. No recuerdo el beso de despedida de mi esposa, pero se pueden imaginar el tamaño de su dificultad para abrirse paso a través de la pelambre que me había crecido alrededor de la boca. Y me marché cuesta abajo en la loma de Petare donde vivía, rumbo a la estación del Metro, a 10 minutos de la casa.
Al llegar al edificio donde trabajaba, ubicado en el barrio Valle Arriba, me di cuenta de que me había ahorrado 20 minutos de mi tiempo entre el momento de levantarme y mi desembarco frente a la obra. No era un recorrido corto, por supuesto. A los 10 minutos de mi caminata inicial, había que agregarle la espera de tres minutos en el subterráneo, el desplazamiento en el tren bajo tierra hasta Chacao (otros 20 minutos); el trasbordo a una buseta que me llevaba en 20 minutos más hasta una bahía en camino a Baruta; y luego la espera y la subida, ya en el tablón de la camioneta de don Béder, con otros cuatro compañeros,  por una vía que serpenteaba la colina hasta el edificio. Total: una hora y media.  A eso tocaba agregarle la hora entera de preparativos antes de salir.  De manera que ese día, el primer día público de mi barba, me la pasé pensando en las ventajas de dejar de afeitarme: podía dormir un poquito más, levantarme unos minutos más tarde, o, en el peor de los casos,  angustiarme un poco menos durante esa hora previa a la salida. La decisión estaba tomada: no me rasuraría más la barba.
Con el paso de los días, mientras la barba ganaba espesura y apenas sí me daba espacio para respirar, advertí que además del ahorro del tiempo mañanero, me ofrecía otras ventajas. En primer lugar, me proporcionaba una especie de ruana fiel en medio del frío glacial de las noches caraqueñas; y otro detalle práctico: me ahorró las agachadas permanentes para buscar mis herramientas de trabajo en el piso o, en el mejor de los casos, en mis bolsillos o en alguna mochila. Lo único que yo debía hacer, antes de subirme a la escalera en la que armaba los andamios de soporte, era reunir el número de clavos, destornilladores o paletas necesarias, y luego disponerlas ordenadamente en mi barba. Nada de riatas ni cinturones: las hebras ensortijadas de mi barba sostenían las herramientas sin ningún problema. La imagen mía era como la de un zapatero clásico, que en vez de sacar las puntillas de la boca, sacaba los clavos de la pelambre en mi cara.
Por supuesto que una barba tan espesa representaba un problema grande en otro aspecto. Mi trabajo, cuando era de ayudante, implicaba preparar el yeso en un  balde de caucho, donde iba metiendo unas pencas de fique para dárselas al instalador. Este, esperaba a lo alto de una escalera tipo tijera, en medio de un tejido de traviesas de maderas clavadas a unas columnas de mangle. El trabajo del instalador consistía en ir ubicando las láminas de yeso sobre las traviesas, con la parte pulida hacia abajo y la parte rugosa hacia arriba. Para que esas láminas quedaran suspendidas, el instalador pegaba un extremo de la penca de fique en la superficie rugosa de la lámina, y el otro extremo al techo original unos centímetros más arriba.
Y si cuando era ayudante me embadurnaba de yeso y la barba sufría, se pueden imaginar cuando me convertí en instalador: en su viaje a lo alto del techo, la penca embadurnada de yeso me rozaba, me salpicaba, y como era material de fraguado rápido, no tardaba en sentir mi rostro lleno de grumos y piedras blancas. Por fortuna, por cualquier rincón había tanques metálicos llenos de agua. Eran para abastecernos de allí y preparar el yeso, o también nos servía para poner a remojar los manojos de fique hasta que desprendieran una especie de cerveza. De cuando en cuando, pues, en uno de esos tanques metía mi barba, y a los pocos segundos la tenía de nuevo dispuesta a la batalla.
Lamento de veras –y espero me disculpen– no tener registros fotográficos ni fílmicos de esos momentos. Yo había llevado conmigo a Caracas una cámara Pentax K1.000 que me sirvió durante las épocas de estudiante, pero al poco tiempo de haber llegado, y luego de haber tomado unas fotos elementales que aún conservo, me olvidé del artefacto y ni siquiera se me ocurrió llevarlo a la construcción. A eso contribuyó, quizás, que mi esposa estaba muy incómoda con su embarazo, con las dificultades de acceso a donde vivíamos, y con la tristeza de que una promesa de trabajo no prosperó. Así, pues, ocurrió que en mayo, ella regresó a Barranquilla, y me dejó con la tarea de mejorar la situación económica por senderos más seguros y coherentes con mi experticia.
 Mi hija Lizeth nació el 23 de julio de ese año, y me llegaron las noticias. Hablé con mi jefe, el señor Béder, y armé viaje para Barranquilla con el anuncio de que regresaría en dos semanas para seguir al frente de mis obligaciones. Ya a esas alturas, la barba se había transformado en algo muy complicado de describir. Los que han visto al profesor Rubeus Hagrid de Harry Potter, o alguna fotografía de Carlos Marx, pueden tener una idea. Los invito, sin embargo,  a que les agreguen un poco más de volumen a esas barbas, imaginen hebras más ensortijadas, y una textura de alambre como la de un brillo de lavaplatos. Más o menos así.
Con esa barba me alcanzó a ver mi cuñado Adolfo, el hermano de Martha, la primera persona conocida que vi desde el taxi donde venía de la Terminal de Transporte a mi casa en el barrio Cevillar. Mi cuñado iba caminando y le grité desde la ventanilla. Imaginarán su expresión de susto cuando descubrió el origen de los gritos en una mata de pelos que parecía colgar de la ventanilla del taxi. Cuando me identifiqué, se acercó a los saltos y se metió al carro: no podía creer lo que estaba viendo y no alcancé a explicarle porque a los 30 segundos llegamos a casa.
Debo confesar que antes de acercarme a mi hija, pedí unas tijeras y le quité varias libras de pelo a mi barba en un proceso de media hora. Me acerqué a mi esposa, le di un beso y cargué por primera vez a mi niña. Por fortuna, a su cortísima edad, ella no estaba en disposición de asustarse con nada, y me dejé tomar una fotografía así. He estado buscando esa foto por estos días y espero anexarla alguna vez a este texto.  Pero así la consiga, allí verán apenas una evocación tímida de los tiempos gloriosos de una barba en Caracas. Así, un poco menos salvaje,  mi barba alcanzó a ser conocida por algunos de los lectores de este texto, porque con ella a bordo entré a trabajar al Diario del Caribe en octubre de ese año. El periódico funcionaba en una bodega del barrio Abajo,  y allí estaban Carlos Capella, Vicente Arcieri, Fabio Ortiz, Estéwil Quesada, Jorge Peñaloza, Armando Rincón Suárez, Miguel Lozano, Nístar Romero y el maestro Humberto Jaimes, entre otros.
No firmé contrato de inmediato, sino que debí demostrar, primero, mis calidades como redactor. Si bien el calor de mi tierra no es amigo de una barba como esa –ni de ninguna barba, creo–, me la dejé un rato más y me prometí, a mí mismo, desaparecerla cuando estampara mi firma en el contrato. Eso ocurrió al mes de haberme incorporado. De manera que tan pronto lo hice, me despedí, dije “ya vuelvo” y me marché a casa. Regresé unas horas después con mi barbilla y mis cachetes limpios. Tan solo le perdoné la vida al bigote, que, de todos modos, corté varios centímetros para dejar al descubierto la boca.
No sé qué hizo mi esposa con el costal de pelos que dejé en el patio. Nunca le pregunté, pero me imagino que se lo dio a un reciclador de carretilla.  Uno de mis deportes favoritos es imaginarme los muchos destinos que pudo haber tomado aquel pelambre. Imagino al reciclador pesando el saco: “25 kilos, caballero”, y al hombre sacándole un provecho ingenioso al cadáver de la barba de mis nostalgias.
De ahí en adelante, jamás he vuelto a dejarla crecer. A lo sumo, duro dos días sin rasurarme, pero hasta ahí. Sé que personas como Fabio Ortiz, que se disfraza de monje y de Gandhi en Carnavales, deja crecer la suya desde diciembre del año anterior para que en febrero esté en el nivel adecuado de  asquerosidad. Y por eso, a veces pienso que si yo me pusiera en las mismas, tendría una capacidad mayor que la de Fabio para asombrar a propios y extraños en un desfile de Carnaval. No tendría sino que dejar de afeitarme desde el viernes de Guacherna y ya está, pero mejor no: creo que es más divertido imaginarlo…
Marzo de 2015


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