Tuesday, June 06, 2006

Fanfarria en los cerros

JAVIER FRANCO ALTAMAR
La habitación es tan estrecha que debo quedarme afuera, en el pasillo, para que mi esposa y mis dos hijos puedan entrar y recibir las atenciones de su tía. En compensación, me han entregado una silla para que beba, con comodidad, un vaso de refresco.
La comodidad, sin embargo, es accidentada. Cada tres minutos debo ponerme de pie para darles paso a los jóvenes de la habitación contigua. Ellos entran y salen con cervezas tipo “Ice”, denominación que la empresa Polar –la más grande cervecería del país– le ha puesto a un líquido pálido que en la etiqueta de su botella transparente y pequeña ofrece un grado menos de alcohol.
No resisto más la estrechez y salgo a ver a dónde conducen las cervezas. Es cuestión de caminar un par de pasos para encontrarme con la escena. Allí está el pequeño área común donde cuatro hombres juegan dominó. Un metro más allá, pegada al balcón desde donde se aprecia a plenitud uno de los cerros atiborrados de Caracas, una mujer baña a un niño desnudo a quien le llega por las rodillas el agua de una tinaja de plástico.
Dos de los hombres juegan sentados en baldes puestos al revés. Los otros dos sí están en bancas de madera y juegan sin camisa. Las fichas caen sobre un desgastado tablero que se apoya en una estructura de baldes de pintura vacíos y superpuestos. Los cubre del sol una sábana tamaño familiar apoyada en los tendederos de ropa.
–¿Juegas, chamo?
Les contesto que no soy experto, y ellos insisten en que intente aunque sea una mano. Pero no me dejo convencer y ellos regresan a su juego. Les hubiera agradecido, mejor, una cerveza.
Aprovecho para examinar el ambiente. A mi derecha está un lavadero comunitario con dos grifos espigados y remendados con vendaje; y a mi izquierda, a pocos centímetros de mi nariz, un techo de aluminio sobre el que reposan una carretilla volteada, un grupo de varillas de acero y toda suerte de implementos usados de construcción. Al fondo, hacia la derecha, está el pasillo por donde habíamos accedimos, media hora antes, a aquel segundo piso.
Cuento 17 puertas de entrada a pequeñas habitaciones, y dos puertas a baños comunitarios. En mi breve caminata noto que uno de ellos está siendo sometido a reparaciones. Hay jóvenes dispuestos en rincones y pasamanos de madera tomando la misma cerveza pálida.
De vez en cuando sale una mujer con algún bebé en brazos. La única jovencita que alcanzo a ver tiene puesta una faldita oscura y una camiseta negra casi transparente, ceñida, en la que resaltan unos pezones abultados y pequeños, como tapas de limón. Pasa cerca de mí y regresa a una de las habitaciones. Su cabellera es larga y lacia. En la memoria también me dejó sus facciones boyacenses.
El aire huele a jabón, a cerveza, a orines y a pescado. Todos los que veo parecen no haberse bañado, salvo tía Elvira, quien nos había recogido en Chacaíto –pleno centro de Caracas- nos montó en un autobús y nos llevó hasta Baruta, un municipio del área metropolitana de Caracas incrustado en los cerros del suroeste. “Vengan para que conozcan mi palacio”, nos había dicho haciéndonos subir esas escalinatas semioscuras y malolientes que más parecían las de la entrada a un bar de mala muerte.
Tía Elvira parece una señora de esas a las que les gustan jugar a las cartas. Lleva las canas disimuladas con tinte negro y un peinado rígido, de salón de belleza, que le permiten lucir el cabello precipitado a los hombros. Una pañoleta de seda rodea su cuello con un nudo a medio hacer, y tiene un vestido de flores negras, rojas y amarillas. La tela fluida cae sobre los muslos todavía fuertes y morenos. Las manos finas, de uñas largas, lucen uno que otro anillo de fantasía. El rostro de tía Elvira sigue siendo melancólico, a lo que ayuda un lunar gris bajo el ojo derecho. Cualquiera diría que es parte del maquillaje.
En el ambiente, en cambio, todo expresa la extrema dificultad y el hacinamiento que sufren muchos caraqueños de los cerros, varios de ellos –una gran cantidad, quizás- colombianos que vinieron a garantizar un destino cómodo para sus hijos. ¿Cuántos compatriotas míos habrá en la capital caraqueña? Yo había leído en alguna parte que un estudio de la Asamblea Nacional –el equivalente del Congreso de Colombia– estimaba en 1,8 millones el número de colombianos en Venezuela, 70 por ciento de ellos en el área metropolitana caraqueña, apretados la mayoría, viviendo en casuchas encaramadas en las colinas, o en multifamiliares como aquel donde estaba ahora y cuya apariencia desordenada y sucia contrastaba con la de tía Elvira.
–Yo llevo 25 años viviendo aquí en este condominio y ya me acostumbré –dice la tía–. Me la llevo mejor con los hombres, que viven menos pendientes del chisme. Sin embargo, esto no deja de traerme algunos problemas con sus mujeres, que temen los cachos. ¿Qué tal?, ¿Yo con mis 60 años encima, en plan de conquista? ¡No, mijo, qué molleja!
Todo, menos tía Elvira, evidencia pobreza, suciedad y desorden...necesidad, extrema, pienso. Pero allá al fondo, sobre el techo de uno de los condominios de enfrente, entre la ropa puesta a secar, veo las líneas modernas y definidas de una antena receptora de televisión satelital. “Caramba, después de todo, no son tan pobres”, pienso, y entonces suena el timbre en fanfarria de un teléfono celular. Uno de los descamisados que juega dominó, lo saca del bolsillo de su pantalón y contesta. Todavía está hablando media hora después, cuando nos despedimos de tía Elvira...

Abril de 2002

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