Por: Javier Franco Altamar
El recuerdo más antiguo que guardo de Ernesto McCausland es
el de ese muchacho desparpajado e inquieto que atendió una invitación nuestra
para una charla en la Universidad Autónoma del Caribe, y nos habló de sus
recién inauguradas aventuras en la Unidad Investigativa de El Heraldo.
La tal charla se nos ocurrió desde el interior de un grupo
de tertuliadores que conformamos en esa primera parte de los años 80, y que
tenía a la cabeza a Iván Barrios Mass. Era él quien manejaba los hilos del
grupo, pero yo a veces lograba contagiarlo con mis locuras de que trajéramos a
los expertos de los medios a hablarnos de sus pilatunas, y que de paso nos
dieran los secretos de su talento o los referentes para triunfar.
De pronto la idea se le ocurrió al mismo Iván, y eso no
tiene la mayor importancia, pero lo cierto es que pretendíamos reunir en un
mismo escenario y en ese momento, a los
cuatro ases de esa Unidad: el propio Ernesto, Marco Schwartz, Jorge Medina y
Pedro Lara Castiblanco.
Con el teatro lleno de ávidos y románticos estudiantes,
empezamos a temer que nos iban a quedar mal. Por allí andaban, en el auditorio,
Alberto Salcedo Ramos y Martín Tapias, si la
memoria no me traiciona, cada uno líder en sus respectivos círculos de amigos,
devoradores de libros ambos y consumidores industriales de tinto en la
cafetería de la Universidad.
Él único que se presentó, luego de unas llamadas angustiosas
de Iván, fue McCausland. Se apareció en una moto de mediano cilindraje, y fue
cuando se detuvo a nuestro lado que nos dimos cuenta de que incluso sentado en
el cojín, era más alto que todos nosotros.
Se disculpó, parqueó la moto en cualquier lado y se sometió
a nuestro escrutinio en el teatro. Sus compañeros de la Unidad no vinieron y
eso no importó. Ernesto, que lucía un jean, camisa deportiva y unos zapatos de
tela, habló recostado de un codo al atril, con un pie cruzado por encima del
otro, dejando ver que no tenía medias.
No era ningún experto, por supuesto, pero hablaba como si lo
fuera. Al menos, lo era mucho más que nosotros, que no habíamos pasado,
todavía, de una cartelera cultural de pasillo donde hizo sus primeras pinolas
periodísticas un sujeto a quien apodaban ‘El chileno’ y que resultó llamarse
Jorge Cura.
No recuerdo los temas específicos que tocó Ernesto, pero no
resulta difícil recrearlos porque la pasión ya se le notaba, y es fácil suponer
(recordar) que lo que alcanzó a decir a través de sus hijas en el discurso de
agradecimiento al jurado del Premio Simón
Bolívar, es una repetición más estilizada y madura de lo que esa vez nos
dijo.
Alguna vez que me lo encontré en un restaurante de hotel en
Cartagena y le recordé aquella charla, así como traje a colación el hecho
frente a Lara Castiblanco, hace un par de meses, cuando me le encontré en una
sala de espera en Telecaribe. Pedro sonrío al recordar esas locuras que todavía
lo mueven; y Ernesto dijo “¿Así es la vaina?”, como si no se acordara.
Pero se acordaba, porque como dicen los pupilos que le
quedaron en El Heraldo, “Ernesto tenía una memoria dinosáurica”, con lo que
tratan de decir que traía con facilidad al presente cosas que se le habían
ocurrido mucho tiempo atrás. Por eso, cuando todo mundo la creía olvidada, y
advertía sobre la vigencia de cualquier promesa que le hubiesen hecho meses o
años atrás.
Mucho me temo, sin embargo, que la memoria de corto plazo le
jugaba malas pasadas de vez en cuando a Ernesto. Por lo menos así me pareció
una vez que nos encontramos en el ascensor del hotel Estelar de Cartagena y me
felicitó por una nota mía que le había impresionado sobremanera.
Yo había entrado primero al ascensor, y él venía detrás
acompañado de un sujeto bajito que yo no conocía. Ernesto agachó un poco la
cabeza para evitar golpearse con el marco de arriba, y mientras el ascensor
subía con su carga periodística, se dirigió a mí.
-Nojoda, Jávier, estaba por hablar contigo para felicitarte
por una nota tuya que leí. ¡Buenísima, llave!.
-¿Cuál, Ernesto?
-Nojoda, espérate… es que no recuerdo...
Le mencioné tres o cuatro que podrían calificar de
memorables para el más bisoño de los estudiantes, y le hablé de alguna otra que
me dejó satisfecho. También me fui un poco más en el pasado para ayudarlo a
recordar, pero el movía la cabeza gacha diciendo que “no, no, no”.
Cuando se despidió de mí y se difuminó en el pasillo con su
paso apurado de falso gigante, me quedó la sensación de que el gran Ernesto era
un genio común y corriente, con una memoria de galleta de soda para nada
envidiable.
Pero a partir de entonces, comencé a reconocerle una
cualidad, esa sí, envidiable: la de la onmipresencia. Era fácil verlo en
televisión, o presentado eventos y congresos, o escribiendo en alguna parte y
dirigiendo documentales y películas. En todo caso, parecía sintonizado con
todos sus colegas de alguna forma, hasta con esa curiosidad por personajes como
Juancho Polo Valencia que yo creí exclusiva de una corta lista de locos en la
que me incluyo.
Por eso, no dudé un segundo en mandarle, con uno de los
asistentes que me contactó para pedírmelas, unas copias del perfil de tres
entregas que El Tiempo Caribe, con la alcahuetería de Carmen Peña Visbal, me
publicó en julio de 1998.
Después supe que Ernesto, igual que yo, estaba escribiendo
un libro inspirado en la vida de Juancho Polo Valencia. Lo publicaría en forma
de novela 10 años después de mi reportaje. Tuvieron que pasar dos años más para
que yo sacara mi propio libro sobre el juglar, y no tardaría Ernesto en pedirme
que le mandara una copia digital de uno de los capítulos para publicarlo en El
Heraldo.
Mi agradecimiento por ese detalle fue una de esas cortas
charlas que tuve con él, muy dado a decir las cosas de manera muy directa, como
ya lo había hecho unos meses antes en la Universidad del Norte. Estaba en lo más
alto de su papel sui géneris de editor de El Heraldo en donde nada quedaba
fuera de su control.
Si la memoria no me traiciona fue en un evento organizado
por la Cámara de Comercio en julio del 2010 y que tenía como estrella principal
a la expresidenta chilena Michelle Bachelet. Allí me encontré a Ernesto en un
rincón, organizando el aparataje del cubrimiento periodístico de su diario,
entre tabletas electrónicas y teléfonos inalámbricos.
-Hey, Jávier –me dijo cuando nos dimos al mano- necesito que
me ayudes, loco.
¿El gran Ernesto pidiéndome ayuda? ¿De qué se trataría?
Descarté enseguida que tuviera alguna angustia económica. De pronto estaría
perdiendo la razón por permanecer mucho tiempo con la vista fija en una
pantalla plana que llevaba en la mano.
-Bueno, dime-, le dije.
-Es que los egresados de Comunicación están llegando con
muchas fallas al medio, llave. Ayúdame,
enséñalos, nojoda, exígeles, pero no dejes que salgan así…
Le expliqué que yo no era el único docente de periodismo de Barranquilla ,
pero que estaba poniendo todo de mi parte. Le conté, incluso, que les mandaba a leer, a mis
alumnos, una crónica suya sobre una lluvia de plátanos en La Junta.
Sonrió y se volvió a ocupar. Se desocupó el miércoles por la
madrugada, cuando ya no pudo luchar más contra el cáncer.
Barranquilla, noviembre 22 de 2012