Por: Javier Franco Altamar
Vista desde mis 12 años, la mujer me parece extraña. La
minifalda deja ver dos piernas cortas, pero robustas, y ahora que las junta en
un giro militar llevándose las muñecas en jarra a la cadera con las manos hacia
fuera, sé que voy a ser testigo de algo extraordinario. Veo que da una vuelta
sobre su propio eje y me estrello contra sus grandes ojos azules, que se abren
a lo alto del rostro de quijada ancha. Ahora la boca se dispara como
alistándose para un beso largo.
Tengo la suficiente madurez para saber que aquello no es una
mujer, pero dudo. Quizás se deba a la calidad de la actuación, o me confunden
los nudos de colores que se mezclan con el cabello, o más bien la fuerza de la
expresión coqueta, que ella –o él, no sé bien- regala como respuesta a cada cosa
que le dicen.
Estamos en una fiesta de cuadra a mediados de los años 70 y
la noche aún es joven. Es una de esas reuniones bailables de Carnaval que 40
años después se han ido limitando a la memoria de quienes las gozaron. En este
caso, la han organizado unos vecinos de La Unión, barrio de mi niñez.
Es usual que los disfrazados recorran verbenas y reuniones,
y en cada estación, se luzcan ofreciendo un poco de su talento o de su burla a
cambio de unas monedas o unos billetes, y a eso ha llegado, ya lo sé, aquel
personaje que ahora mi padre, en los bríos de sus 35 años, ha sacado a bailar.
Él, riéndose de la caricatura de su propia conquista carnavalera, da un par de
vueltas con ‘la mujer’ tomándola por la cintura y todos ríen. El baile es
agresivo, de pasos fuertes. Noto que los brazos de la pareja de mi padre son
macizos, producto de algún ejercicio diario. Las reglas dicen que, en un baile,
corresponde al hombre llevar el ritmo, pero es ‘ella’ la que zarandea a mi
ahora asustado padre, es ‘ella’ la que domina la danza.
Unos pocos minutos después, cuando él –ya no tengo dudas-
haya bailado brevemente con tres o cuatro de nuestros compañeros de fiesta, mi
padre me lo presentará en una tregua de risas. “Mucho gusto: mi hijo”, le dirá
atrayéndome por un omoplato. Ante mi saludo tímido, incierto, la ‘bailarina’
fuerte me quedará mirando y abrirá sus ojos de nuevo, azules, intimidantes.
Unos minutos después, cuando se haya marchado, y antes de que yo alcance a
preguntar, mi padre me responderá que es ‘María Moñitos’ y me hablará de ese
loco...
Volveré a verlo un carnaval tras otro, luego en los
desfiles, en fotos, en una película sobre un Drácula del carnaval
barranquillero y ahora en las fotografías que me muestra su hija Ruby, cartones
sobrevivientes de una de esas lluvias que un día se metió bajo la cama y
esculcó entre las cajas. Son fotos que lo muestran con su familia, con
personajes a los cuales ‘coqueteó’ en su momento, posando, dando testimonio de
una alegría que lo acompañó hasta el día de la muerte de su autor, Emil
Castellanos, el hombre detrás del disfraz. Eso fue hace 12 años, y aunque
parezca un contrasentido, porque Emil se fue, ‘María Moñitos’sigue viva, sigue
bailando en Carnaval.
Una de sus formas de persistencia es que aún participa en
los desfiles principales así sea en cuerpo ajeno. Sus ojos continúan abriéndose
en otros rostros, no importa que para hacerlo, algunos deban ayudarse con
lentes de contacto, porque no es fácil nacer con los ojos azules por estas
tierras. La excepción es, quizás, Iván Varela, quien lleva cinco años
disfrazándose de ‘María Moñitos’, y se incorpora a algunos eventos callejeros.
Persiste con mucha fuerza, también, en el recuerdo combinado
de vecinos y parientes que extrañan la alegría de Emil cuando se volvía ‘Moñitos’,
y las fiestas que se armaban en torno suyo en la calle 23 con carrera 18,
barrio Las Nieves. Allí vivía él, y era la sede única de las cuatro horas que
duraba su metamorfosis para convertirse en esa mujer coqueta de minifalda, con
lacitos de colores en las trenzas del cabello crespo, ojos muy abiertos y
labios en trompa.
Su principal cómplice, su apoyo, su guía en el largo proceso
de transformación, era su mujer, Naudí Pedroza, con quien iba corrigiendo
detalles, puntualizando, puliendo, hasta quedar plenamente satisfecho dentro de
su vestido de colores. Podía tener arandelas o ser liso, con encajes, llevar
estampados o lo que fuera. Lo importante era no quedar desligado del presente
de la ciudad o a espaldas de la moda femenina del momento.
*
* *
Los días de la metamorfosis eran los de mayor tensión para
la familia, porque Emil se levantaba a las cinco de la madrugada y ponía a todo
mundo en función de lo que se avecinaba. Para garantizar una buena dosis de
entusiasmo, mandaba a comprar fritos, de los mejores, en un ventorrillo del
barrio, y luego de un opíparo desayuno, comenzaba el ritual.
Después de los moñitos y el traje, que de antemano había
encargado a una modista amiga, venía el maquillaje, que corría por cuenta de
una vecina especialista. Castellanos era tan exigente con esa parte, que si al
final no le gustaba, buscaba a otra persona para que le quedara tal como él lo
quería, ni más ni menos, para tener una mínima garantía de durabilidad: él, ya
convertido en ‘María Moñitos’, se encargaría de mantenerlo a salvo de la
maicena, más popular en ese entonces que la actual espuma, cayéndole a
trompadas al atrevido o al agresor que se atreviera a echarle. Para eso, servía
la fuerza oculta de Emil.
En las fotos que ahora veo, sin embargo, está eternizado
como ‘María Moñitos’. Las cámaras lo atrapaban, sin falta, en sus momentos más
expresivos, porque ni los periodistas quedaban a salvo de sus coqueterías y
atrevimientos. Lo que más bien hacía era aprovechar la presencia de las cámaras
para sentarse en las piernas del primero que veía, y hasta besar a alguno en la
mejilla de manera apasionada. Después, venían las carcajadas. “No tengo nada de
homosexual. Yo lo que soy es un tronco de vivo y me gusta entusiasmar al
público”, responderá cualquier otro día, con su apariencia de Emil Castellanos,
ante las cámaras de un noticiero de televisión, sin dejar de hablar con los
ojos de vez en cuando, como para poner en evidencia que ‘María Moñitos’ también
participaba en la respuesta.
En una de esas fotos aparece besando al cantante Checo
Acosta; en la otra, acosando al cantinero; y en una tercera, abrazando a un
vendedor. Ni siquiera cambiaba de actitud asíposara con su mujer y sus ocho
hijos. En esa foto en especial, parece estar dando testimonio de lo numerosa
que era su familia. Al que pregunte le responderán que esa numerosa
descendencia fue conformada en dos tandas, porque cuando habían nacido los
primeros cuatro vástagos (Emil, Analía, Silvana y Ruby), Castellanos abandonó
por un rato su hogar, alcanzó a casarse con otra mujer y hasta concibió un
quinto hijo con ella; pero terminó regresando al lado de Naudí, como ella sabía
que ocurriría. Entonces vino el resto de los Castellanos Pedroza (Kevin, Jesús,
Norberto y Andrés), sin que él se preocupara por detener ese crecimiento
poblacional porque así como detestaba la harina de maíz en su papel de ‘María
Moñitos’, así rechazaba los métodos anticonceptivos en su papel de Emil.
No obstante, por todos y cada uno de sus hijos se preocupó
en extremo. Lo principal era garantizarles la educación, de manera que gran
parte de lo que recogía en Carnavales era para el pago de matrículas y útiles
escolares, que compraba completos para no preocuparse de eso el resto del año.
Aunque no desperdiciaba oportunidad para sacarle dinero a su
disfraz, Emil Castellanos se concentraba en continuar siendo albañil más allá
de las fiestas. También era pintor esporádico, plomero, electricista, y
reparaba cualquier cosa que le pusieran como desafío. Era un esfuerzo tremendo,
pero así como se esforzaba, al mismo tiempo era desprendido, amable, y
benefactor espléndido hasta donde lo dejaba su pobreza, abriendo espacios a la
ancianita extraviada o al niño triste en su casa, sin importar que viviera
hacinado con su mujer y sus ocho hijos.
También era ese pescador ocasional que se iba para Bocas de
Ceniza el 31 de diciembre huyendo de los tragos y abrazos de ese día, y
evitando el jolgorio de su propio cumpleaños el primero de enero, porque la única
felicidad que concebía era la que le proporcionaba el disfraz. Al regresar a
Las Nieves, el 2 de enero, venía cargado de peces de todas las especies, y los
compartía con sus vecinos.
Y asimismo cuando era Emil, se preocupaba por la seguridad
de la cuadra y era el primero en golpear, con sus puños de roca, al ratero
atrevido que se dejara capturar por la turba de vecinos. Mientras muestra la
colección de fotos, Ruby recuerda, entre risas, que su padre acostumbraba a
salir en la madrugada a la calle, apenas cubierto por una toalla a la cintura,
y llegaba hasta la esquina para ‘atrapar ladrones’. De pronto eran los mismos
que él visitaba ya convertido en ‘María Moñitos’ cada 24 de septiembre, Día de
la Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos, y a los que terminaba
dándoles regalos, comida, algún detalle, en vía contraria al propósito de su
disfraz.
* * *
Lo del nombre de ‘María Moñitos’ no fue un bautizo propio.
En realidad, el disfraz nació un poco distinto, cuando él tenía 17 años y acaba
de prestar su servicio militar en el Ejército. Lo primero que se le ocurrió fue
vestirse con prendas femeninas, ponerse una peluca, y caminar de fiesta en
fiesta con una muñeca en los brazos, simulando ser una mujer engañada.
Al año siguiente, con la experiencia encima de haber perdido
varias pelucas por cuenta de los traviesos que saboteaban su disfraz, se
decidió por usar su propio cabello y llenarlo de los moñitos de colores que, en
adelante, distinguieron al personaje y empujaron un bautizó del que no se tiene
lugar ni fecha precisa. En cualquier caso, ese bautizo vino de alguna
exclamación en una de esas apariciones repentinas suyas: “Ahí llegó la
Moñitos”, se oyó decir, y el ‘María’ vendría a incorporarse con el correr del
tiempo. En ese segundo año, cuando quedó escriturada la imagen que llevaría por
siempre, Emil le imprimió al disfraz otro ingrediente: un supuesto talonario de
apuestas permanentes con un número y un valor en dinero. A la víctima de turno,
él le pedía que le apuntará las ‘bolas’ (en este caso, cifras), para no
quedarse él con las ‘bolas’ (los testículos) de la víctima.
No era una amenaza para despreciar, porque las manos de Emil
Castellanos, curtidas por muchos años de trabajo duro con cemento y piedras,
eran agrestes y grandes, manos que al servicio de 'María Moñitos' eran muy
hábiles para desplazarse, con velocidad de cobra, a las partes nobles del
cliente.
Con el paso de los años, ya no tenía necesidad de amenazas,
ni de liarse a golpes con el que, confundido por su apariencia, le hacía algún
lance o le faltaba el respeto. Su sola presencia, con el bailoteo sensual, la
postura repentina con las manos en jarra, manos sueltas con las palmas hacia
fuera, labios disparados y ojos gigantes, daban para que el espontáneo le diera
billetes, monedas, él los depositaba en cualquier parte de su disfraz: en la
faja, en los falsos senos, en la cintura, y sólo se preocupaba por contarlo
cuando se despojaba de la indumentaria en casa y el dinero salía de su
escondite.
De los recovecos del vestido saltaban hasta dólares. Sus
hijos, que lo acompañaban en el conteo de la noche, recuerdan que pocos años
antes de su muerte, luego de participar en desfiles e irse a bailar por los
estaderos de Barranquilla, a sentarse en la piernas de la víctima o a montar
una corta presentación, Emil alcanzó a traer a casa unos 800 mil pesos, cifra
cuatro veces más grande que un salario mínimo mensual de la época.
Eran ganancias grandes para un albañil, pero él nunca se
quejó del duro trabajo que escogió para llenar los vacíos entre carnaval y
carnaval. Incluso, como una muestra de lo exigente que era con el oficio de la
mezclas y los morteros, no se aguantó las ganas y en el sepelio de su padre, 13
meses antes del suyo propio y en el mismo cementerio Universal, le pidió el
palustre al hombre que empezaba a tapar la bóveda de pared, y él mismo terminó
el trabajo, dejando la superficie lista para el nombre del difunto: Enrique
Castellanos, el sujeto que le transmitió los ojos azules, que se lo trajo de
Los Pondores (La Guajira), y se lo entregó a su hermana Sara. Ella sería la
única persona que Emil reconoció siempre como madre, porque la biológica, Dilia
Calderón, lo disfrutó apenas 45 días. Una mañana, cuando se disponía a
amamantarlo, la mujer se dio cuenta de que ya el bebé no estaba: el atrevido de
Enrique se lo había llevado para Barranquilla, supo después.
En esta ciudad, entonces, Emil vivió prácticamente toda su
vida. Aquí mismo murió el 1 de septiembre del 2000, y hasta lo hizo en su ley,
porque esa noche, la noche de su muerte, animó en una despedida de soltero, y
por no quedar como descortés, aceptó un plato de comida que tenía de todo, y él
era alérgico a los mariscos. Terminó ahogándose en una angustia de asma, llegó
muerto a la Clínica del Caribe y se fue con sus moñitos a su tumba en medio de
un cortejo muy parecido a un desfile de carnaval.
Pero ‘María Moñitos’ continuó, después de todo. La primera
señal de que no se había ido la dio su propio hijo Jesús, de seis años, que lo
encarnó en el Carnaval del 2001, seis meses después de la muerte de su padre.
Jesús estaría en esas hasta los 11 años. Si no siguió, dice su hermana Ruby,
fue porque el Bienestar Familiar le puso el ojo a la situación, sobre el
supuesto erróneo de que el niño era explotado. En realidad, ya su hermana
mayor, Analía, quien encontró un empleo antes de la muerte de su padre, se
había encargado no sólo de Jesús, sino del resto de sus hermanos.
El disfraz, sin embargo, persistió. Lo hizo en el primer
plano del rostro coqueto convertido en figuras de poliestireno. Lo hizo a
cuerpo entero, también, con sus brazos en jarra y la minifalda, ya fuera en
dibujo de camisetas, indumentaria de coreografía o publicidad de tarjeta
prepago celular. Fue una multiplicación en figuras, en otras caras y los otros
cuerpos –mujeres, hombres, niños- que se lanzaban a los desfiles a
personificarlo.
No faltaron los homenajes, que, según los hermanos
Castellanos, nunca derivaron en retribuciones para los descendientes: tanta
gente que se ha lucrado del personaje, asegura Ruby, y nada para la familia,
por eso ya están pensando en registrar el disfraz ante las autoridades.
Si para el año próximo se da el apoyo suficiente, Jesús, de
20 años ahora, asumirá el disfraz de su padre otra vez. En este Carnaval del
2013 casi se da, porque el joven recibió una invitación de la reina Daniela
Cepeda, pero la familia respondió muy tarde, cuando ya los recursos estaban
distribuidos.
De todos modos, esta sola intención fue una señal nueva de
que ‘María Moñitos’ sigue viva, que sigue vigente, como lo demostró la propia
Daniela al enfundarse un disfraz alusivo a ‘María Moñitos’ en noviembre del año
pasado. Fue en el evento central de los Premios Luna realizado en el Country
Club. Algo similar había hecho en el desfile de la Guacherna del 2010 la
entonces reina Giselle Lacouture, al danzar con una indumentaria de falda corta
similar a la de Emil, una peluca de moñitos, los ojos muy abiertos, azulados
por los lentes de contacto, y la boca disparada en trompa, una y otra vez.
Ese beso, pero desde la auténtica ‘María Moñitos’, aparece
ahora congelado en cada una de las fotos que se salvaron de la lluvia, cuando
la casa no era cómo luce ahora, enterita y bien dispuesta, sino que era casi un
lote con un par de habitaciones a los que Analía, como nunca hizo su padre, les
metió mano y mandó a ampliar. Las fotos están dispersas, disputándose el
espacio con recortes de periódicos dentro de los dos únicos álbumes que la
familia conserva.
En una de esas fotos, que salió publicada en el diario EL
TIEMPO un par de meses antes de su muerte, aparece Emil en su vieja casa,
maquillado, vestido como mujer y con algunos moñitos en el cabello,
sosteniendo, cerca de su rostro, un primer plano de su personaje, con el beso
disparado y los ojos azules muy abiertos. Las dos ‘María Moñitos’ hacen el
mismo gesto en una especie de coreografía perpetua: el rostro enmarcado en los
lacitos de colores que empezaron siendo suyos, pero que se han ido
multiplicando en la memoria creciente del Carnaval de Barranquilla.
Publicado en febrero del 2013
Adn y EL TIEMPO
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