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Thursday, April 07, 2016

Su repelencia, la marimonda

Presente y pasado de un disfraz nacido en las entrañas del Carnaval

Javier Franco Altamar

Cuando el Carnaval de 1958 estaba a la vuelta de la esquina, Francisco Franco Romero, de 17 años,  decidió que ya era hora de disfrazarse de marimonda y metió a sus cuatro mejores amigos en la iniciativa: César Mendoza, Juan José De la Hoz, Emiro Iglesias y Alberto Meza. Era hora de vacilarse la fiesta con todas las de la ley.
Franco hizo lo que la costumbre le indicaba: tomó un vestido entero del escaparate de su padre y se lo puso al revés, se colgó una corbata al cuello, se calzó las manos con unas medias y se enfundó la máscara como un capuchón.
Frente al espejo, se rio de sí mismo y celebró su obra de arte. “Hice la máscara con una bolsa de harina que compré en el mercado –recuerda ahora a sus 73 años, la mayor parte de ellos como taxista–. Usé una tijera para abrir los huecos de los ojos, la boca y la nariz, y le cosí los rellenos de los bordes, la nariz larga y las orejas de cartón. Parecía un elefante, jajá”.
Al salir a la calle, lo esperaban sus amigos con indumentaria similar. Era sábado de Carnaval por la mañana y el día prometía ser muy bueno para el rebusque. Uno de los amigos le extendió una varita de matarratón. “Esa varita era el arma de defensa. Es que con tanta repelencia, a muchos les picaba la curiosidad por saber quiénes éramos los disfrazados y querían quitarnos la máscara, entonces los espantábamos con la varita y salíamos corriendo. Pero eso no era siempre. Por lo general, la gente se reía y nos daba monedas por vernos en la recocha”, señala Franco.
El aporte de él para con sus compañeros fue el suministro de los ‘pea-pea’, los pitos repelentes de sonido flatulento que constituyen la voz de la marimonda. “Ahora fabrican el pito con una pieza de caucho y un tubito de plástico, pero a nosotros nos tocaba con pedazos de neumático. Cosíamos a mano un pedacito largo sobre otro, y dejábamos una pequeña separación por los extremos. No había de otra”, explica.  Y como en esa época, él era ayudante de mecánica en un taller del barrio que también era llantería, no tuvo dificultad en conseguir los neumáticos para fabricar los pitos.
Se miraron entre ellos antes de partir y comprobaron que todo estaba en orden. Emiro Iglesias simulaba unos senos debajo del saco,  y César Mendoza se puso una correa por encima del suyo a la altura de la cadera. La idea era distorsionar la apariencia personal lo mejor posible para vacilarla sin temores. “Es que como en esa época, había mujeres que se disfrazaban de marimonda, lo aconsejable era usar eso para engañar”, apunta Franco.
Lo de valerse de un vestido entero del escaparate no era nada difícil para esos años, asegura Franco, porque no era como hoy, que funcionan casas de alquiler de vestidos y resulta barato acudir a ellas cuando se tiene una boda o una graduación. Antes, en cada casa había tres o cuatro trajes elegantes, porque no se concebía una fiesta donde los caballeros no concurrieran de entero, y tener varios de esos trajes en casa era lo normal. “Yo me casé en diciembre de 1962, y ese vestido me duró hasta los 80”, dice ahora.
Por eso, disfrazarse de marimonda era lo más sencillo del momento, baratísimo, agrega el taxista, porque lo más costoso era la bolsa de harina y se conseguían por montones en el mercado. “Y el resto era el puro perrateo. Uno llegaba donde estaba la gente, se ponía a hacer gestos como de mimo y el ‘pea-pea’ sonaba como apoyo. El gesto característico era  mover el brazo extendido de adentro hacia afuera, con la mano en plancha, una y otra vez, y decirle a la persona con señas, que eso era lo que le habían hecho o le iban a hacer.. No había nada más, ni baile en el piso,  ni brincos ni nada: puro perrateo”. De alguna forma, agrega él,  lamarimonda le hacía entender a su víctima que sabía de su homosexualidad, y en eso enfocaba su saboteo. Para lograrlo, debía asumir alguna posición caricaturesca, como la de los brazos en jarra con las manos hacia afuera, por ejemplo. Y en ningún momento dejaba de sonar el pito repelente.
Ese sábado de Carnaval de 1958 y antes de salir al ruedo, los cinco amigos confirmaron que los zapatos de lona estaban pintados de colores vivos. Luego, le dieron un toque adicional a la indumentaria incrustando las botas de los pantalones dentro de las medias: la pinta estaba completa. Les esperaba ahora un largo trabajo de horas. Buena parte del tiempo lo pasarían en el Paseo de Bolívar, alma y nervio de la parranda popular, encuentro del pueblo con sus disfraces, cumbiambas,  comparsas, danzas y agrupaciones.
Cuando eso, las marimondas no conformaban ninguna comparsa ni eran coloridas, como lo son hoy. Se les veía por las calles, en solitario o en grupo. Incluso el martes de Carnaval, día del entierro de Joselito, los graciosos cortejos tenían cuatro o cinco marimondas. Pero a diferencia de otros disfraces, que eran llamativos y podían ser lucidos sin problemas en las fiestas, la marimonda era discriminada, excluida. “Nosotros éramos puro ‘pru-prú’ con el pito y la mímica grosera”, insiste Franco. Por eso, no era un disfraz aconsejable para entrar a los bailes. Tocaba alternarlo de pronto con el monocuco, que era más estilizado y elegante, y sí era aceptado en casetas y clubes. El anonimato que garantizaba la libertad de expresión de lamarimonda fue también operando en su contra porque generaba desconfianza en las intenciones de su portador. Esa fue una de las razones por las cuales abandonó las calles con el tiempo. No obstante, se incorporó a los principales desfiles del Carnaval con muy pocas variaciones. En uno de esos desfiles, a mediados de los años 70 del siglo pasado, el profesor Adolfo Cabrera Aragón, docente de biología y química de un colegio estatal, vio por primera vez la máscara de la marimonda en toda la magnitud de su doble sentido, y desde entonces quedó enamorado de su apariencia grosera, pero divertida…
***
El profesor Cabrera recuerda que  él tenía 11 años de edad cuando vio por primera vez una marimonda en su vida. Fue en la Batalla de Flores, cuando el desfile aún bajaba por la carrera 43 y él, acompañado de varios de sus parientes, observaba el desplazamiento de carrozas, comparsas, danzas y disfraces desde la estaca de un camión que un amigo de la familia había dispuesto en reversa en una de las bocacalles. “Era una cabeza grande de marimonda que varias personas vestidas también de marimonda jalaban sosteniéndola por la nariz: era una recocha bacana”, dice él.
Y desde ese momento, cada Carnaval procuró tener a la mano una máscara de marimonda, convencido de que lo más apropiado para gozarse la fiesta que enfundarse una. Por eso, 20 años después de aquel primer encuentro, cuando dictaba clases en el colegio estatal y lo motivaron a leer unas letanías en una fiesta estudiantil de precarnaval, no dudó en hacerlo con una máscara de marimonda. “Recuerdo que todos me quedaron viendo mientras yo esperaba mi turno, preguntándose, a lo mejor, quién era esa marimonda; y solo vinieron a reconocerme cuando empecé a declamar las letanías”, dice el profesor.
Cabrera no llegó al extremo atávico de ponerse un vestido entero al revés, pero sí improvisó una indumentaria ridícula con un traje que un primo suyo le había traído de Estados Unidos. “Leí letanías con mi máscara por varios años, pero me tocó dejarla porque me metía con todo mundo en las rimas, y nunca faltaba el compañero susceptible”, dice Cabrera; pero no por eso abandonar la máscara. No hay fiesta de Carnaval en la que no la luzca, y hace un par de año, armó una fiesta con sus vecinos en la urbanización Adelita de Char, y la condición consensuada fue que todos concurrieran con su máscara de marimonda.
Cuando le preguntan si él tiene alguna idea de los antecedentes históricos del disfraz de marimonda, Cabrera relata, a grandes rasgos, el cuento más reconocido: un barranquillero cualquiera, quizás un zapatero, no tenía dinero ni indumentaria para pasar la fiesta. Lo resolvió ridiculizando a los ricos, poniéndose al revés las prendas distintivas de la elegancia y la riqueza, tapándose hasta el último rincón de la piel para garantizar el anonimato. En ese propósito orientó también la máscara, con el saco de harina, las orejas de cartón, los rasgos exagerados, la nariz larga y el pito flatulento. La corbata que se puso al pecho fue una alusión metafórica a los funcionarios públicos que ni siquiera iban a trabajar, sino que se  aparecían nada más a cobrar el sueldo.
Pero sobre las implicaciones filosóficas, antropológicas o sociológicas de la máscara, el profesor Cabrera no se atreve a responder nada porque lo suyo son las ciencias naturales. Él no tiene por qué estar al tanto, por ejemplo, de que en la antigua Grecia,  la máscara confería una identificación forzosa con lo extraño y lo divino, obteniéndose el don de “ser otro” y de lograr poderes más allá de los limitados alcances humanos, como explica el profesor Carlos Pájaro, docente de Filosofía en la Universidad del Norte.
Cabrera no tiene por qué saber tampoco que esos griegos usaban máscaras no sólo en sus fiestas lupercales y saturnales,  sino en las representaciones escénicas. Que durante la Edad Media, hubo mucha afición por los disfraces y máscaras incluso en las fiestas religiosas, con la participación de gente disfrazada hasta de burro.  Que en algunas culturas, se usaban las máscaras en rituales sobre el supuesto de que el portador tomaba las cualidades del representado para convertirse en leopardo, tigre, o toro, así como lo evoca una de las danzas más antiguas del Carnaval de Barranquilla.  La costumbre tenía la misma orientación en las civilizaciones americanas precolombinas, y por supuesto en África, donde se habla, incluso, de cuatro categorías históricas de las máscaras: espíritus de antepasados, héroes mitológicos, la combinación de los dos anteriores, y los espíritus animales.
El profesor Cabrera tampoco tiene por qué saber -porque no es de su incumbencia y no pertenece a su ámbito de estudio-, que las máscaras zoomorfas de madera, como dice el antropólogo Aquiles Escalante,  proceden del occidente de África. En ese caso, se trata de elementos asociados con el totemismo del buey y con los antiguos rituales de caza y cosecha, tradiciones que fueron revividas en los Cabildos de Negros de Cartagena de Indias durante el período colonial esclavista.
Al profesor Cabrera todo eso le parece interesante y riquísimo como cultura general, pero es un discurso al que no le encuentra nada que permita explicar el atractivo de la máscara de marimonda, una seducción que va más allá de su significado como pretexto para armar el desorden y divertirse en Carnaval. “Mejor dicho: la máscara de marimonda es perfecta para la mamadera de gallo. Por sí solos,  sus rasgos son graciosos. Despiertan una mezcla entre risa y curiosidad. Además, la marimonda es siempre alegre. ¿Alguna vez ha visto alguna triste o llorando.  Al menos, yo nunca la he visto”, dice Cabrera, porque al barranquillero, agrega él, le gusta es mamar gallo, y su mejor representante será siempre la marimonda. Ese fue el espíritu que César Morales, conocido como ‘Paragüita’, quiso revivir en un ataque de nostalgia al ver que este curioso disfraz había desaparecido de las calles. No se trataba de rescatar su grosería o su repelencia, sino su capacidad para el desorden, su gracia para armar el bochinche, su flexibilidad, la expresión artística que le estaba haciendo falta para subir a los altares del Carnaval.

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Cesar Morales Mejía, hijo único de antioqueña y valluno, más conocido como ‘Paragüita’ en razón de que cuando joven fue correteado por una loca y lo golpeó en la cabeza con un paraguas, recuerda que estaba en una parranda de amanecida en el Barrio Abajo a finales de 1983, cuando se le ocurrió la idea de revivir la marimonda. Tenía 34 años y trabajaba como contador en la desaparecida Telecom.  “Dijimos: Nojoda, ya nadie hace disfraces de marimonda. Vamos a sacar uno, pero, eso sí, vamos a aconductarla, a vestirla de seda, a ponerle lujo, y vamos a darle coreografía y orden. Algunos no querían caminarle porque la recordaban como un disfraz perrata, pero al fin nos pusimos de acuerdo, salimos 50 marimondas en los carnavales de 1984 y nos ganamos el Congo de Oro como mejor comparsa”, recuerda ahora ‘Paragüita’ en la sala de su casa, rodeado de bolsas llenas de disfraces de marimonda.
Fue un comienzo de caché, asegura. Se mantuvo el diseño de las facciones exageradas, la nariz fálica y las orejas de elefante con la incorporación de colores contrastantes. La tela esponjada reemplazó al cartón, y en vez de las prendas al revés, se diseñaron pantalones y camisas de seda, un chalequito o una chaqueta, una corbata colorida y zapatos suaves para la caminata, lo mismo que unos guantes blancos. Se adoptó una coreografía básica y suelta rica en brincos, así como lo haría el primate del que tomó el nombre. Una danza colectiva  a la que se le fueron imprimiendo unos pases que se volvieron típicos del disfraz, como el de saltar hacia adelante sentado en el suelo, impulsado por los glúteos, y con un movimiento de brazos que simula el uso de un remo.
 La iniciativa se fue creciendo y ahora ‘Paragüita’ dirige una comparsa que suma casi mil miembros,  que cuando se ponen de tres en fondo a lo largo de la Vía 40, por donde pasan los principales desfiles del Carnaval, ocupan casi kilómetro y medio de baile, música y de ordenado desorden. Fue un completo éxito la comparsa desde el principio, y a los ocho años de estar participando en el Carnaval, consiguió patrocinio con el industrial León Caridi, quien a través de su ‘Industrias  Cannon’, empezó a cubrir los gastos básicos. Lo único que pagan entre todos es el acompañamiento musical de las bandas que se despachan con fandangos y porros, el más adecuado marco sonoro para las maromas del baile.
La idea de Morales se replicaría dando nacimiento a otras comparsas, una de ellas bautizada como ‘Rebelión de las auténticas marimondas del Barrio Abajo’. La nombraron así porque a finales de la década pasada, ‘Paragüita’ trasladó su centro de operaciones al vecino barrio Montecristo, y algunos de los miembros originales de la agrupación lo entendieron como un golpe a la esencia del disfraz. Fue una reacción que bien supo canalizar uno de ellos: José Ignacio Cassiani, un músico, albañil y electricista que heredó de su padre el apodo de ‘El Pavo’, y quien le apostó a montar tolda aparte con una nueva representación. Asumió el desafío con una decidida mirada hacia la marimonda original, es decir le devolvió su vestido entero al revés, pero salpicado con aplicaciones de colores, como si fueran parches. La presentación de la comparsa fue en Carnavales del año 2000, y empezaron ganando dos trofeos de Congo de Oro, máxima distinción para los mejores del Carnaval. En reconocimiento a este retorno a las raíces de la marimonda, ‘El Pavo’ fue uno de los invitados a ratificar, en París, la declaratoria del Carnaval como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, distinción recibida por la Unesco en el 2003. Más adelante, en el 2008, fue nombrado Rey Momo de las festividades, y se convirtió, por esa vía, en el eje narrativo de un documental sobre las fiestas que se emitió en el canal The History Channel.
En este escenario de figuración de la marimonda, con nuevas derivaciones e imitaciones de la comparsa original, el disfraz creció no sólo como indumentaria, sino que se extendió a las aplicaciones, a los muñecos de trapo o de madera que se prestan para ser ubicados en cualquier posición y en cualquier sitio, muchas veces jugando domino y tomando trago. También se movió a  los estampados, a la decoración de carros, casas, estancias, porque lamarimonda es así de flexible, así de libre. Mientras tanto, como comparsa se expandió a todos los estratos, ratificando el carácter abierto del barranquillero y el derrumbe entre las fronteras de la clase social que significa la expresión carnavalera.
“La marimonda es rebelde, sí, pero lo primero es que en nuestra comparsa está prohibido hablar de política –apunta ahora ‘Paragüita’–. La exigencia a los integrantes es que deben ser, ante todo, mamagallistas y  alegres, pero con la decencia ante todo”.  La otra consigna de esta comparsa en particular es cambiar los diseños cada año, ponerla brillante, de varios colores, de uno solo, con aplicaciones en el chaleco o en el pantalón, con detalles nuevos en lo que se le ocurra a Morales. “Para mí el disfraz permite expresar lo que la persona no puede manifestar en su vida cotidiana. Esa es su otra cara. Son 365 días, un poco menos, o un poco más, que la marimonda dura esperando el día del desfile para explayarse. Y si tú eres una marimonda, cuando llega ese día tú no quisieras que se acabe”, agrega ahora.
Incluso él, que a sus 65 años anda en muletas por un desgaste en la cabeza del fémur de su pierna derecha, suele ponerse a bailar en pleno desfile, y se  olvida de discapacidades y sendetarismos porque la marimonda está a salvo de eso. Ya será el Miércoles de Ceniza cuando comiencen a aparecer los estragos, pero la experiencia habrá sido disfrutada al máximo. Algo difícil de entender en principio por un bogotano raizal como el comunicador y sociólogo Daniel Aguilar, que llegó hace cinco años a Barranquilla para vincularse a la Universidad del Norte. En ese entonces, recién desempacado de la fría capital, se enfrentó a un Carnaval caluroso que tenía de todo y en grandes cantidades, una amalgama infinita de expresiones entre las que se destacaba la marimonda, un disfraz misterioso que se le fue develando poco a poco a medida que levantaba sus antenas de investigador.

***

A Daniel Aguilar, sus compañeros de trabajo han comenzado a reconocerlo como ‘marimondólogo’. Se viste descomplicado, con pantalones vaqueros y la camisa abierta sobre la franela. La barba poblada a veces cambia para convertirse en un candado o en una chivera, de manera que resulta imposible conocer la apariencia definitiva de sus facciones. Toca preguntarle la edad para salir de dudas porque la vestimenta echa para atrás hacia la juventud,  mientras la expresión del rostro, las gafas ocasionales de montura gruesa y sus reflexiones, echan hacia la madurez. “Tengo 37 años, ala”, dice y comienzan sus explicaciones, sus respuestas meridianas matizadas con bromas que mezclan el sarcasmo del altiplano con el doble sentido del caribe. Es comunicador social, caricaturista, investigador social, magíster en sociología, doctor en sociología, “y hacedor de bulla. Si no me cree, pregúnteles a mis vecinos del conjunto residencial donde vivo”.
Entre sus dibujos, muchos de los cuales son un registro en caricatura de sí mismo, resalta uno en donde aparece disfrazado de marimonda. Lo tiene al alcance de la mano en su cubículo en el Departamento de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte, donde dicta clases. Es el disfraz que lo cautivó, el que motivó muchas de sus reflexiones acerca del modo de ser caribe, y las maneras específicas de sus nuevos coterráneos barranquilleros, porque medio en broma, o medio en serio, ya tiene escrito su discurso de coronación como primer Rey Momo cachaco en el año 2020. “Este hijo de La Candelaria, hincha del Santafé, de Sangre Chapineruna agradece a la ilustre población de Barranquilla por el alto honor que me confiere la noche de hoy… Ante tanto cariño y generosidad, no me resta más que decir a todos ustedes: ¡¡¡MUCHAS GRACIAS, ALA!!!”, dice al cierre de ese discurso cargado de expresiones bogotanas.
De manera que su mirada, pese a la alegría que dispara, nunca dejará de ser cachaca, lo que al menos garantiza una posición más distanciada frente al tema de los disfraces de Carnaval y, en especial, el de la marimonda. “La primera connotación de ese disfraz es que tiene un carácter popular, es creación propia. No tiene el elemento afro de otros disfraces, ni el elemento europeo del monocuco, que es un ‘clown’, un payaso muy veneciano con su máscara”, dice ahora en su escritorio, detrás del papel blanco enrollado donde aparece su caricatura.
 “La marimonda no es así –continúa–: la marimonda es del barrio popular: es excesivamente autóctona. Si a mí me preguntan qué es Barranquilla, yo respondo que es el chuzo desgranado, la bola de trapo, el letrero del ‘arroyo peligroso’ y la marimonda. Eso le da un carácter valioso a este personaje, porque no es una cosa histórica, ni la representación adaptada de un disfraz europeo, no: es algo de abajo”.
Como todo buen marimondólogo, Aguilar ha tenido acceso a la divulgada historia del disfraz, con sus implicaciones de rebeldía en una fecha imprecisa del pasado, su indumentaria al revés, la máscara, las medias como guantes y todo lo demás. “La forma en que se crea es medio azarosa. Eso le da más valor, para mí, en lo sentimental. Creo que por eso la gente lo quiere tanto,  –su baile, su vaina-. Con el tiempo, se ha ido transformando, se ha ido estilizando. Ahora, es estéticamente más agradable”.
Pero la reflexión de Aguilar va más allá. Lo impacta el papel de la marimonda en el marco de la transformación misma del Carnaval, cuya carga privatizada es enorme frente a lo que ofrecía en el pasado, ese Carnaval nostálgico de la calle que las reinas se esfuerzan por rescatar. “Es que el Carnaval se privatizó, se volvió un espectáculo excluyente en el momento en que aparecen los palcos. Es un fenómeno incluso mediático, porque la gente va el sábado a la Vía 40 a ver las carrozas donde están los famosos de la televisión, y llenan más los palcos que el domingo y lunes, cuando están los desfiles de fantasía, donde participan unas comparsas bellísimas”, dice.
Entonces, agrega Aguilar, el Carnaval ha adquirido otra dimensión, como si se fuera globalizando. Aparece el vocablo ‘cumbiódromo’ casi como una respuesta al ‘zambódromo’ de Río de Janeiro, “pero en medio de esto, reaparece la marimonda como elemento autóctono, y va cogiendo muchísima fuerza en la nueva realidad”, señala el profesor Aguilar.
Pero lo más lindo de la marimonda, resalta Aguilar, es el conjunto de rasgos de la máscara. Es evidente la connotación sexual frentera, y eso hace más autóctono el disfraz. “Es  un plus de ese ‘ethos’, es el sentido del humor que gira mucho en torno al doble sentido, a la connotación sexual, al juego.  Y eso se ve en la máscara: esa vaina uno no sabe si es un elefante, o un pene. ¿qué es eso? Es una cosa rara, pero tiene su imagen sexual, y eso representa ese sentido del humor caribe”, insiste Aguilar, estableciendo el contraste inmediato con el humor bogotano basado en la ironía. “Por eso, nosotros los cachacos pasamos aquí por hueseros. En el caribe, el humor es el jugueteo de las palabras. El mismo nombre del disfraz es un jugueteo donde aparece el órgano sexual en expresión compuesta y con el acento modificado, porque del primate no tiene nada”, agrega.
Menos mal, menos mal, recalca ahora, que no prosperó un decreto de la Alcaldía que prohibía lo obsceno y grosero dentro de las expresiones del Carnaval porque eso hubiese significado la segunda desaparición de la marimonda, “¡y además por ley”!”, grita ahora Aguilar apuntando al techo con la mano levantada.
En todo caso, resulta curioso e interesante,  observa él, apreciar cómo ha devenido el desarrollo de ese disfraz desde aquel señor impreciso de la historia que armó el rollo con su indumentaria trastocada y su pito repelente, hasta lo que es hoy.“La marimonda es ahora el baile, la recocha, los colores, la connotación sexual. Un disfraz que lo sintetiza todo y lo permite todo, y que es perfecto para celebrar el Carnaval”, dice Aguilar y sonríe satisfecho. La síntesis le parece perfecta, como si acabara de reconocer que por dentro lleva una marimonda en espera de un disfraz.


Tuesday, July 02, 2013

María Moñitos sigue bailando en Carnavales

El disfraz que se inventó el desaparecido Emil Castellanos está cada vez más vivo




Por: Javier Franco Altamar

Vista desde mis 12 años, la mujer me parece extraña. La minifalda deja ver dos piernas cortas, pero robustas, y ahora que las junta en un giro militar llevándose las muñecas en jarra a la cadera con las manos hacia fuera, sé que voy a ser testigo de algo extraordinario. Veo que da una vuelta sobre su propio eje y me estrello contra sus grandes ojos azules, que se abren a lo alto del rostro de quijada ancha. Ahora la boca se dispara como alistándose para un beso largo.

Tengo la suficiente madurez para saber que aquello no es una mujer, pero dudo. Quizás se deba a la calidad de la actuación, o me confunden los nudos de colores que se mezclan con el cabello, o más bien la fuerza de la expresión coqueta, que ella –o él, no sé bien- regala como respuesta a cada cosa que le dicen.

Estamos en una fiesta de cuadra a mediados de los años 70 y la noche aún es joven. Es una de esas reuniones bailables de Carnaval que 40 años después se han ido limitando a la memoria de quienes las gozaron. En este caso, la han organizado unos vecinos de La Unión, barrio de mi niñez.

Es usual que los disfrazados recorran verbenas y reuniones, y en cada estación, se luzcan ofreciendo un poco de su talento o de su burla a cambio de unas monedas o unos billetes, y a eso ha llegado, ya lo sé, aquel personaje que ahora mi padre, en los bríos de sus 35 años, ha sacado a bailar. Él, riéndose de la caricatura de su propia conquista carnavalera, da un par de vueltas con ‘la mujer’ tomándola por la cintura y todos ríen. El baile es agresivo, de pasos fuertes. Noto que los brazos de la pareja de mi padre son macizos, producto de algún ejercicio diario. Las reglas dicen que, en un baile, corresponde al hombre llevar el ritmo, pero es ‘ella’ la que zarandea a mi ahora asustado padre, es ‘ella’ la que domina la danza.

Unos pocos minutos después, cuando él –ya no tengo dudas- haya bailado brevemente con tres o cuatro de nuestros compañeros de fiesta, mi padre me lo presentará en una tregua de risas. “Mucho gusto: mi hijo”, le dirá atrayéndome por un omoplato. Ante mi saludo tímido, incierto, la ‘bailarina’ fuerte me quedará mirando y abrirá sus ojos de nuevo, azules, intimidantes. Unos minutos después, cuando se haya marchado, y antes de que yo alcance a preguntar, mi padre me responderá que es ‘María Moñitos’ y me hablará de ese loco...

Volveré a verlo un carnaval tras otro, luego en los desfiles, en fotos, en una película sobre un Drácula del carnaval barranquillero y ahora en las fotografías que me muestra su hija Ruby, cartones sobrevivientes de una de esas lluvias que un día se metió bajo la cama y esculcó entre las cajas. Son fotos que lo muestran con su familia, con personajes a los cuales ‘coqueteó’ en su momento, posando, dando testimonio de una alegría que lo acompañó hasta el día de la muerte de su autor, Emil Castellanos, el hombre detrás del disfraz. Eso fue hace 12 años, y aunque parezca un contrasentido, porque Emil se fue, ‘María Moñitos’sigue viva, sigue bailando en Carnaval.

Una de sus formas de persistencia es que aún participa en los desfiles principales así sea en cuerpo ajeno. Sus ojos continúan abriéndose en otros rostros, no importa que para hacerlo, algunos deban ayudarse con lentes de contacto, porque no es fácil nacer con los ojos azules por estas tierras. La excepción es, quizás, Iván Varela, quien lleva cinco años disfrazándose de ‘María Moñitos’, y se incorpora a algunos eventos callejeros.

Persiste con mucha fuerza, también, en el recuerdo combinado de vecinos y parientes que extrañan la alegría de Emil cuando se volvía ‘Moñitos’, y las fiestas que se armaban en torno suyo en la calle 23 con carrera 18, barrio Las Nieves. Allí vivía él, y era la sede única de las cuatro horas que duraba su metamorfosis para convertirse en esa mujer coqueta de minifalda, con lacitos de colores en las trenzas del cabello crespo, ojos muy abiertos y labios en trompa.

Su principal cómplice, su apoyo, su guía en el largo proceso de transformación, era su mujer, Naudí Pedroza, con quien iba corrigiendo detalles, puntualizando, puliendo, hasta quedar plenamente satisfecho dentro de su vestido de colores. Podía tener arandelas o ser liso, con encajes, llevar estampados o lo que fuera. Lo importante era no quedar desligado del presente de la ciudad o a espaldas de la moda femenina del momento.



                                                                             * * *

Los días de la metamorfosis eran los de mayor tensión para la familia, porque Emil se levantaba a las cinco de la madrugada y ponía a todo mundo en función de lo que se avecinaba. Para garantizar una buena dosis de entusiasmo, mandaba a comprar fritos, de los mejores, en un ventorrillo del barrio, y luego de un opíparo desayuno, comenzaba el ritual.

Después de los moñitos y el traje, que de antemano había encargado a una modista amiga, venía el maquillaje, que corría por cuenta de una vecina especialista. Castellanos era tan exigente con esa parte, que si al final no le gustaba, buscaba a otra persona para que le quedara tal como él lo quería, ni más ni menos, para tener una mínima garantía de durabilidad: él, ya convertido en ‘María Moñitos’, se encargaría de mantenerlo a salvo de la maicena, más popular en ese entonces que la actual espuma, cayéndole a trompadas al atrevido o al agresor que se atreviera a echarle. Para eso, servía la fuerza oculta de Emil.

En las fotos que ahora veo, sin embargo, está eternizado como ‘María Moñitos’. Las cámaras lo atrapaban, sin falta, en sus momentos más expresivos, porque ni los periodistas quedaban a salvo de sus coqueterías y atrevimientos. Lo que más bien hacía era aprovechar la presencia de las cámaras para sentarse en las piernas del primero que veía, y hasta besar a alguno en la mejilla de manera apasionada. Después, venían las carcajadas. “No tengo nada de homosexual. Yo lo que soy es un tronco de vivo y me gusta entusiasmar al público”, responderá cualquier otro día, con su apariencia de Emil Castellanos, ante las cámaras de un noticiero de televisión, sin dejar de hablar con los ojos de vez en cuando, como para poner en evidencia que ‘María Moñitos’ también participaba en la respuesta.

En una de esas fotos aparece besando al cantante Checo Acosta; en la otra, acosando al cantinero; y en una tercera, abrazando a un vendedor. Ni siquiera cambiaba de actitud asíposara con su mujer y sus ocho hijos. En esa foto en especial, parece estar dando testimonio de lo numerosa que era su familia. Al que pregunte le responderán que esa numerosa descendencia fue conformada en dos tandas, porque cuando habían nacido los primeros cuatro vástagos (Emil, Analía, Silvana y Ruby), Castellanos abandonó por un rato su hogar, alcanzó a casarse con otra mujer y hasta concibió un quinto hijo con ella; pero terminó regresando al lado de Naudí, como ella sabía que ocurriría. Entonces vino el resto de los Castellanos Pedroza (Kevin, Jesús, Norberto y Andrés), sin que él se preocupara por detener ese crecimiento poblacional porque así como detestaba la harina de maíz en su papel de ‘María Moñitos’, así rechazaba los métodos anticonceptivos en su papel de Emil.

No obstante, por todos y cada uno de sus hijos se preocupó en extremo. Lo principal era garantizarles la educación, de manera que gran parte de lo que recogía en Carnavales era para el pago de matrículas y útiles escolares, que compraba completos para no preocuparse de eso el resto del año.

Aunque no desperdiciaba oportunidad para sacarle dinero a su disfraz, Emil Castellanos se concentraba en continuar siendo albañil más allá de las fiestas. También era pintor esporádico, plomero, electricista, y reparaba cualquier cosa que le pusieran como desafío. Era un esfuerzo tremendo, pero así como se esforzaba, al mismo tiempo era desprendido, amable, y benefactor espléndido hasta donde lo dejaba su pobreza, abriendo espacios a la ancianita extraviada o al niño triste en su casa, sin importar que viviera hacinado con su mujer y sus ocho hijos.

También era ese pescador ocasional que se iba para Bocas de Ceniza el 31 de diciembre huyendo de los tragos y abrazos de ese día, y evitando el jolgorio de su propio cumpleaños el primero de enero, porque la única felicidad que concebía era la que le proporcionaba el disfraz. Al regresar a Las Nieves, el 2 de enero, venía cargado de peces de todas las especies, y los compartía con sus vecinos.

Y asimismo cuando era Emil, se preocupaba por la seguridad de la cuadra y era el primero en golpear, con sus puños de roca, al ratero atrevido que se dejara capturar por la turba de vecinos. Mientras muestra la colección de fotos, Ruby recuerda, entre risas, que su padre acostumbraba a salir en la madrugada a la calle, apenas cubierto por una toalla a la cintura, y llegaba hasta la esquina para ‘atrapar ladrones’. De pronto eran los mismos que él visitaba ya convertido en ‘María Moñitos’ cada 24 de septiembre, Día de la Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos, y a los que terminaba dándoles regalos, comida, algún detalle, en vía contraria al propósito de su disfraz.


                                                                        * * *

Lo del nombre de ‘María Moñitos’ no fue un bautizo propio. En realidad, el disfraz nació un poco distinto, cuando él tenía 17 años y acaba de prestar su servicio militar en el Ejército. Lo primero que se le ocurrió fue vestirse con prendas femeninas, ponerse una peluca, y caminar de fiesta en fiesta con una muñeca en los brazos, simulando ser una mujer engañada.

Al año siguiente, con la experiencia encima de haber perdido varias pelucas por cuenta de los traviesos que saboteaban su disfraz, se decidió por usar su propio cabello y llenarlo de los moñitos de colores que, en adelante, distinguieron al personaje y empujaron un bautizó del que no se tiene lugar ni fecha precisa. En cualquier caso, ese bautizo vino de alguna exclamación en una de esas apariciones repentinas suyas: “Ahí llegó la Moñitos”, se oyó decir, y el ‘María’ vendría a incorporarse con el correr del tiempo. En ese segundo año, cuando quedó escriturada la imagen que llevaría por siempre, Emil le imprimió al disfraz otro ingrediente: un supuesto talonario de apuestas permanentes con un número y un valor en dinero. A la víctima de turno, él le pedía que le apuntará las ‘bolas’ (en este caso, cifras), para no quedarse él con las ‘bolas’ (los testículos) de la víctima.

No era una amenaza para despreciar, porque las manos de Emil Castellanos, curtidas por muchos años de trabajo duro con cemento y piedras, eran agrestes y grandes, manos que al servicio de 'María Moñitos' eran muy hábiles para desplazarse, con velocidad de cobra, a las partes nobles del cliente.

Con el paso de los años, ya no tenía necesidad de amenazas, ni de liarse a golpes con el que, confundido por su apariencia, le hacía algún lance o le faltaba el respeto. Su sola presencia, con el bailoteo sensual, la postura repentina con las manos en jarra, manos sueltas con las palmas hacia fuera, labios disparados y ojos gigantes, daban para que el espontáneo le diera billetes, monedas, él los depositaba en cualquier parte de su disfraz: en la faja, en los falsos senos, en la cintura, y sólo se preocupaba por contarlo cuando se despojaba de la indumentaria en casa y el dinero salía de su escondite.

De los recovecos del vestido saltaban hasta dólares. Sus hijos, que lo acompañaban en el conteo de la noche, recuerdan que pocos años antes de su muerte, luego de participar en desfiles e irse a bailar por los estaderos de Barranquilla, a sentarse en la piernas de la víctima o a montar una corta presentación, Emil alcanzó a traer a casa unos 800 mil pesos, cifra cuatro veces más grande que un salario mínimo mensual de la época.

Eran ganancias grandes para un albañil, pero él nunca se quejó del duro trabajo que escogió para llenar los vacíos entre carnaval y carnaval. Incluso, como una muestra de lo exigente que era con el oficio de la mezclas y los morteros, no se aguantó las ganas y en el sepelio de su padre, 13 meses antes del suyo propio y en el mismo cementerio Universal, le pidió el palustre al hombre que empezaba a tapar la bóveda de pared, y él mismo terminó el trabajo, dejando la superficie lista para el nombre del difunto: Enrique Castellanos, el sujeto que le transmitió los ojos azules, que se lo trajo de Los Pondores (La Guajira), y se lo entregó a su hermana Sara. Ella sería la única persona que Emil reconoció siempre como madre, porque la biológica, Dilia Calderón, lo disfrutó apenas 45 días. Una mañana, cuando se disponía a amamantarlo, la mujer se dio cuenta de que ya el bebé no estaba: el atrevido de Enrique se lo había llevado para Barranquilla, supo después.

En esta ciudad, entonces, Emil vivió prácticamente toda su vida. Aquí mismo murió el 1 de septiembre del 2000, y hasta lo hizo en su ley, porque esa noche, la noche de su muerte, animó en una despedida de soltero, y por no quedar como descortés, aceptó un plato de comida que tenía de todo, y él era alérgico a los mariscos. Terminó ahogándose en una angustia de asma, llegó muerto a la Clínica del Caribe y se fue con sus moñitos a su tumba en medio de un cortejo muy parecido a un desfile de carnaval.

Pero ‘María Moñitos’ continuó, después de todo. La primera señal de que no se había ido la dio su propio hijo Jesús, de seis años, que lo encarnó en el Carnaval del 2001, seis meses después de la muerte de su padre. Jesús estaría en esas hasta los 11 años. Si no siguió, dice su hermana Ruby, fue porque el Bienestar Familiar le puso el ojo a la situación, sobre el supuesto erróneo de que el niño era explotado. En realidad, ya su hermana mayor, Analía, quien encontró un empleo antes de la muerte de su padre, se había encargado no sólo de Jesús, sino del resto de sus hermanos.

El disfraz, sin embargo, persistió. Lo hizo en el primer plano del rostro coqueto convertido en figuras de poliestireno. Lo hizo a cuerpo entero, también, con sus brazos en jarra y la minifalda, ya fuera en dibujo de camisetas, indumentaria de coreografía o publicidad de tarjeta prepago celular. Fue una multiplicación en figuras, en otras caras y los otros cuerpos –mujeres, hombres, niños- que se lanzaban a los desfiles a personificarlo.

No faltaron los homenajes, que, según los hermanos Castellanos, nunca derivaron en retribuciones para los descendientes: tanta gente que se ha lucrado del personaje, asegura Ruby, y nada para la familia, por eso ya están pensando en registrar el disfraz ante las autoridades.

Si para el año próximo se da el apoyo suficiente, Jesús, de 20 años ahora, asumirá el disfraz de su padre otra vez. En este Carnaval del 2013 casi se da, porque el joven recibió una invitación de la reina Daniela Cepeda, pero la familia respondió muy tarde, cuando ya los recursos estaban distribuidos.

De todos modos, esta sola intención fue una señal nueva de que ‘María Moñitos’ sigue viva, que sigue vigente, como lo demostró la propia Daniela al enfundarse un disfraz alusivo a ‘María Moñitos’ en noviembre del año pasado. Fue en el evento central de los Premios Luna realizado en el Country Club. Algo similar había hecho en el desfile de la Guacherna del 2010 la entonces reina Giselle Lacouture, al danzar con una indumentaria de falda corta similar a la de Emil, una peluca de moñitos, los ojos muy abiertos, azulados por los lentes de contacto, y la boca disparada en trompa, una y otra vez.

Ese beso, pero desde la auténtica ‘María Moñitos’, aparece ahora congelado en cada una de las fotos que se salvaron de la lluvia, cuando la casa no era cómo luce ahora, enterita y bien dispuesta, sino que era casi un lote con un par de habitaciones a los que Analía, como nunca hizo su padre, les metió mano y mandó a ampliar. Las fotos están dispersas, disputándose el espacio con recortes de periódicos dentro de los dos únicos álbumes que la familia conserva.

En una de esas fotos, que salió publicada en el diario EL TIEMPO un par de meses antes de su muerte, aparece Emil en su vieja casa, maquillado, vestido como mujer y con algunos moñitos en el cabello, sosteniendo, cerca de su rostro, un primer plano de su personaje, con el beso disparado y los ojos azules muy abiertos. Las dos ‘María Moñitos’ hacen el mismo gesto en una especie de coreografía perpetua: el rostro enmarcado en los lacitos de colores que empezaron siendo suyos, pero que se han ido multiplicando en la memoria creciente del Carnaval de Barranquilla.

Publicado en febrero del 2013
Adn y EL TIEMPO

Tuesday, July 10, 2007

Un peso pesado del periodismo

Algunos compañeros lo tildan de hipocondríaco, mamador de gallo empedernido, y modesto por naturaleza. Perfil de un barranquillero considerado uno de las personalidades más sabias en el tema boxeril.

Por Ramón Elías Anaya
Universidad del Norte


El personaje me da el “campanazo” de inicio y procede a responder mis inquietudes. Lanzo las preguntas una tras otra. Poco a poco voy entrando en calor y cuando voy tomando la confianza suficiente y estoy dispuesto a conectar, una llamada telefónica marca el final del asalto.

Nuevamente voy al ataque,Hola y cuando ya lo tengo listo contra las cuerdas, es un celular el que me impide culminar mi labor. ¡Lo salvó la campana! Al parecer, las interrupciones van hacer una constante en este enfrentamiento con
semejante pesos pesados del periodismo.

Ni manera de consultar a un especialista para saber como estuvo el combate, porque el “sabelotodo” de boxeo en Colombia, lo tengo al frente.

Me refiero a Estewil Enrique Quesada Fernández.

Por lo menos así lo califica Jorge Luís Pérez, periodista del “Nuevo Día” quien labora para el diario más prestigioso de La Isla del Encanto (Puerto Rico).

“Siempre que un peleador puertorriqueño va dirigido a enfrentar a un rival colombiano desconocido para mis pobres neuronas, mi costumbre es la de consultarle por correo electrónico al afable sabelotodo del boxeo... no tan sólo de su país, sino del mundo en general”.

Muchos no lo conocen, de su nombre poco se habla, y los que lo han oído, quizás ni lo hayan visto nunca. Por que si hay algo que caracteriza a este sabio del periodismo deportivo es que no nació para ser reconocido. Nació para que otros se inmortalizaran con sus artículos.

Maneja un bajo perfil, típico de un deportista colombiano cuando todavía no ha alcanzado la gloria. El reconocimiento lo rodea y lo seduce, pero él, con la misma técnica de un boxeador experimentado le saca el cuerpo y se cubre de sus ataques para agotar al enemigo; hasta que este se cansa de acosarlo.

Adolescencia
Su infancia sencillamente estuvo ligada a una sola cosa. El deporte.

Nació en el barrio Lucero, pero gran parte de su vida la hizo en San Felipe. Allí Participaba en cuanto campeonato de “bolaetrapo” se realizaba, e inclusive muchas veces armando sus propios equipos.

En compañía de su padre y tíos, asistía a la gran mayoría de actividades deportivas. Madrugaba para ver a Pambele levantar los brazos en donde le tocara defender su título. Sabía cómo formaba cada uno de los equipos del fútbol colombiano, como también el nombre de todos sus integrantes. Era Juniorista a morir, a tal punto que cuado perdía el equipo de sus amores, era muy común ver caer lágrimas de sus mejillas.

“Era de los “Junioristas” empedernidos, iba a ver los entrenamientos, pero la profesión te obliga a despojarte de todo eso.”

Desde antes de terminar el bachillerato (07-12-79) ya hacía periodismo.

“Entré en El Heraldo en el 80. Allí realizaba crucigramas deportivos. Recuerdo que una vez Juan Gossain me preguntó que si yo sabía de deportes. Le dije que yo sabía más de deportes que el mismo Fabio Poveda”. Risas…

Su gran dilema fue escoger una carrera que lo vinculara al campo profesional. Estewil no era un hombre de oficinas. Su inclinación siempre estuvo ligada a la parte humana, lo que lo llevó a estudiar Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Autónoma del Caribe en 1980.

A nivel profesional

Después de culminar sus estudios universitarios, la carrera de Estewil empezaría a gozar de constates ascensos. Uno tras otro se fue vinculando a diferentes diarios en los cuales enriquecería sus conocimientos en el área deportiva.

En el Diario del Caribe permanecería hasta su cierre en 1991. Posteriormente ese mismo año entró a ocupar el cargo de Editor Deportivo Regional en el periódico de El Tiempo, convirtiéndose en el único periodista Colombiano que ha estado presente en las dos series mundiales de béisbol que han disputados peloteros colombianos.

También estuvo vinculado como corresponsal al “El colombiano” de Medellín y en la actualidad conduce programas radiales especializados en el tema boxístico.

En el trabajo

Solo cinco minutos separan mi reloj de las 10 de la mañana. Por la ventana de la sala de redacción, ubicada en el segundo piso de El Tiempo, se puede percibir que el individuo esta a punto de llegar.

Su apariencia es de un hombre callado y hasta serio, a simple vista podría parecer algo desubicado. Pero su personalidad demuestra todo lo contrario.

Entra con algarabía. De inmediato lanza comentarios burlescos y se establece en su puesto de trabajo de manera casual. Un espacio de menos de 2 metros cudrados el cual ocupa hace más de 10 años.

“Es una excelente persona, casi nunca lo veras de mal genio. No se cansa de mamar gallo. Todo el día se la pasa en esas ¡Pero háblale de cementerio y de clínicas pa que veas como se ajuicia!”. Carlos Javier Capela (Fotógrafo)

Viste ropa ligera y utiliza zapatos tennis. A Estewil hasta la sencillez se le nota en el modo de vestir.

Es de párpados caídos y ojos rasgados, y con su mirada pareciera que no le echara cuento a nadie. Pero qué va! Eso sí, la tecnología lo atropella.

“Para que dejara de utilizar el Tandy (donde se redactaban las noticias hace algunos años) fue un proceso. Dura casi dos años para acoplarse a un equipo, y cuando ya le esta cogiendo la caña, se lo cambian por otro más moderno, por que el otro se volvió anticuado.” Pedro Gutiérrez (Diagramación)

Al pasar los minutos los interrogantes sobre hechos e general comienzan a salir de cada uno de sus compañeros de trabajo.
Si bien su fuerte es la parte deportiva, Estewil es una figura que goza de gran credibilidad al momento de dar una opinión independientemente del tema.

“El todo te lo relaciona con un hecho que haya pasado ese mismo día. Tiene la facilidad de acordarse de datos específicos, como la hora, qué estaba haciendo, dónde se encontraba, con quién estaba, etc.” Afirma Álvaro Oviedo, compañero de Estewil.”

Su familia

Como padre, Estewil tiene dos facetas. O por lo menos así lo manifiesta su esposa Rosina Calderín, con quien mantiene una relación de más de 23 años (el noviazgo cambio a matrimonio hace un par de años), y de lo cual se derivan sus hijos Ronny (hijo adoptivo de Estewil), Estewil Jr. y María José.

“Él con los varones es bastante estricto, sus ojos son Estewil Jr. Pero desde que el no está (Bogotá), él baila al son de la niña”. (Rosina).

Le gusta el sancocho y el pescado. Poco se complica con la comida, en cualquier momento un arroz con suero puede convertirse en el pasaboca ideal.

Es adicto a la lectura. Le irrita el desorden y que le registren los papeles; pero poco hace por mantener organizado su escritorio.

“Estewil nunca ha tenido plata ni la va tener. Es muy modesto, hace las cosas por que le nace, es más tímido de lo que la gente cree”.

En su faceta de novio Estewil mostró ser discreto y bastante tímido. Según Rosina, daba mucha vuelta para decirle las cosas, aunque en momentos la sorprendía.

“El no ser tan lanzado fue lo que me llamó la atención”.

El presente
A sus 46 años Quesada pareciera tener tiempo suficiente para cumplir con facilidad y gran disponibilidad con todos sus compromisos laborales. Actualmente es presidente de la Asociación de Periodistas Deportivos del Atlántico (Acord Atlántico) y es vocal de la Asociación de Periodistas Deportivos de Colombia (Acord Colombia) desde el 2006. En diciembre de 2006 lideró la publicación del libro ‘Acord Atlántico, los pioneros’, con motivo de los 60 años de la entidad, una serie de notas deportivas de los asociados y de invitados especiales, encabezados por Gabriel García Márquez.

Argumenta que le falta hacer todavía mucho periodismo, y en mente tiene la publicación de varios libros.

Hoy su carrera continúa en ascenso y tiene muchos combates pendientes, y aunque la gloria sea el principal enemigo de los deportistas en Colombia, eso es algo que Estewil está acostumbrado a derribar.

Trabajo de examen final, primer semestre 2007