Por: Javier Franco Altamar
El filósofo español Fernando Savater dice que la evidencia de la muerte no sólo lo deja a uno pensativo, sino que lo vuelve a uno pensador. “La conciencia de la muerte le hace a uno madurar. La certidumbre personal de la muerte nos humaniza”, dice en su libro ‘Las preguntas de la vida’.
Sobre la muerte reflexionamos a caballo en nuestras posiciones ideológicas, terminamos volviendo a la muerte un punto de partida o punto de llegada según sea el caso. Nadie niega, sin embargo, el carácter personal e intransferible de la muerte, la experiencia propia que no ha permitido jamás un testimonio en primera persona, salvo el que se puede aceptar por fe en la persona de Jesús de Nazareth o su amigo Lázaro.
El paso a la muerte (perdón por el uso de la metáfora de ubicación) tiene un poder fantástico que depende tanto de quien murió como de quienes ‘quedaron’. A partir de ese cruce del umbral, el difunto comienza a ser olvido, aunque Borges sugiere que ya lo somos desde antes.
Pero no importa: con la muerte, el proceso de olvido cobra velocidad, y los recuerdos (“mueres, pero quedas vivo en nuestros corazones”) empiezan a disiparse.
Con algo de suerte, nos recordarán nuestros nietos y hasta los bisnietos; pero para los tataranietos, seremos, quizás, una referencia de árbol genealógico, y para los demás, un nombre lacónico en una bonita lápida.
Las ejecutorias retardarán todo ese el proceso, y si estas son gigantescas, impactantes y trascendentales, garantizarán tinta para nosotros en el libro de la historia; y seremos una acción, una fecha, un registro o cualquier significado: todo eso en reemplazo del recuerdo que ya no somos.
Septiembre 9 de 2011
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