Por: Javier Franco Altamar
La
marimonda primero escogió su orejas. Como no quedó satisfecha con unas en
especial, decidió que fueran redondas como las del ratón, pero grandes como las
del elefante.
Casi
al mismo tiempo, en aquella aurora carnavalera, adoptó las facciones
exageradas, las líneas de expresión de salchicha y la nariz fálica en actitud
relajada. El vestido entero al revés terminó siendo la indumentaria apropiada,
pero ¿qué voz adoptaría?
Suponemos
que hizo una primera inspección, a vuelo de pájaro, por los sonidos de la
naturaleza, en busca de algo artístico, pero al mismo tiempo repelente y
brutal.
Debía
cumplirse, de todos modos, un proceso a la inversa con esa voz. No es la lógica
del bebé, que primero usa gestos para comunicarse y después aprende palabras.
Con la voz de la marimonda tenía que ser al revés porque ya estaba el gesto.
Entre
esos gestos, el principal es el que se luce como si se estuviera modificando la
textura del aire con una plancha invisible cuya superficie de contacto es la
palma de la mano. Ese gesto, de hecho, tiene como referencia el coito, pero
invoca, al influjo de la cultura, sometimiento, pasividad: el dueño de la
plancha viajera domina y humilla; el receptor, en cambio, es derrotado.
Así
que la voz tenía que ser consecuente con esa simbología. Debía, además,
plantear un escenario claro para la negociación de significados sociales, pero,
también, para que pudiera volar por sí sola más adelante, como en efecto ha
ocurrido.
En
la naturaleza externa al ser humano quizás no había un sonido que encajara:
¿acaso el de las olas contra el acantilado? ¿De pronto el de la candela cuando
devora la vegetación seca? ¿El rebuzno, quizás?
Se
exploró en la literatura a modo de orientación. Cortázar vino en auxilio en una
obra de 1979. Si usted entra al baño de Lucas, vivirá esta experiencia, dice:
“Todo empezará lo más bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la
misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una
detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus
soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha”. ¿Era aquello lo que se
buscaba?
Pero
mucho antes en la historia, en el siglo XIV, Chaucer se había adelantado en su
‘Cuento del Molinero’: “Nicholas levantó rápidamente la ventana y asomó su c…
hacia afuera. Entonces Nicholas dejó escapar un pedo con un ruido tan grande
como un trueno, de modo que Absolom casi fue arrojado por su fuerza”.
Y
entre ambos, Emile Zolá, uno de los padres de la novela realista europea del
siglo XIX, muestra a un personaje que, a la manera del gigante José Arcadio de
García Márquez, tenía la destreza de producir ventosidades capaces de ganar
concursos.
No
había nada más de qué hablar. ¿Qué podía ser más humillante que el sonido
campeón de perdigones capaz de tumbar a alguien de espaldas con la fuerza de un
trueno?
Exacto,
pero quedaba un problema. ¿Cómo incorporarlo a la imagen? Esperar que el cuerpo
humano lo produjera en sus momentos de azar no era lo más recomendable.
La
modernidad de las llantas de caucho dio la clave: fue cuestión de escuchar el
sonido del flujo de aire en su desinfle lento y progresivo. No era un ritmo de
perdigones, pero tenía la timidez del cataclismo en reposo.
Entonces,
se le dio la forma de canelón a la pea pea: un poco de goma por acá, la plancha
para que no se despegue jamás, y el viaje sutil a los labios…
Así
se escucharon las primeras sílabas con las que la marimonda empezó a inscribir
su nombre en los libros de la eternidad currambera.
Publicada en especial 'Carnaval 2017'
ADN Barranquilla
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