Por Javier Franco Altamar
Cada vez
que alguien me pide contar la historia de la barba que hizo parte de mi
apariencia de principios de los 90, advierto desajustes en las escenas y
detalles por cuenta del paso del tiempo; de manera que antes de olvidar
para siempre aquella experiencia, la registraré por escrito para
convertirla en un recuerdo compartido. Ahí va:
Resulta
que en marzo de 1990, antes de cumplir mi primer año de casado, viajé a Caracas
(Venezuela) con mi esposa y nuestra bebé en camino (Martha cumplía tres meses de
embarazo). Teníamos el apoyo de mi tía Jacinta Franco, quien me estimuló a una
aventura que parecía una puerta abierta a la prosperidad.
El único
trabajo que encontré fue el de instalador de cielos rasos de yeso. Me ayudaron
unos números telefónicos y una dirección facilitados, amablemente, por un
excompañero de estudios universitarios. Eran los datos de su hermano mayor,
contratista de la construcción en Caracas. Recuerdo el nombre de la empresa:
‘Decorartes’, y a don Béder Vargas, hermano de mi ex compañero, dueño y gerente
de la empresa.
La técnica
que empleaban era la de ir pegando las láminas al techo de manera que quedaran
prendidas por unas tirantas de fique (allá le llaman cocuiza). Ya explicaré con
más detalles el proceso. Por ahora baste decir que supuestamente aquel era un trabajo ocasional, porque mi propósito era engancharme en algún medio de
comunicación. Esto último, a la final, no se daría, y terminé por cogerle
cariño a ese oficio dentro del cual descubrí un atractivo componente artístico.
En pocas semanas, ascendí de ayudante a instalador, y si me apuran un poco,
diré que me fue muy bien en lo económico.
Pero la
etapa inicial de adaptación no fue muy suave que digamos. Como debía
manipular yeso en polvo, caminar entre escaleras percudidas, y hacer las
mezclas para el instalador al que me asignaron como ayudante (otro hermano de
don Béder), a la semana de haber ingresado, ya había contraído una de las peores gripas
que he sufrido en mi vida. Si entro en detalles sobre todo lo padecido
durante mi semana completa de incapacidad, corro el riesgo de hacer vomitar al
lector. Por ahora baste con decir que no me daban ni ganas de bañarme ni
mucho menos de rasurarme.
Como vengo
de una familia de velludos incorregibles, es muy fácil suponer lo ocurrido a
partir de allí: la primera vez que me miré a un espejo después de recuperarme
del todo, casi no reconocí mi propio rostro detrás de una espesa barba de
cavernícola. Ni siquiera en películas yo había visto algo semejante jamás. A diferencia
de mi cabello, que era espeso y se precipitaba sobre mis hombros en unos bucles
negros, aquella barba lucía ensortijada, apretada, con algunas salpicaduras
blancas de canas incipientes, y una textura de alambre que me raspó los
dedos cuando le di el primer recorrido al tacto.
No intenté
rasurarme enseguida porque ya era prácticamente de noche, y dejé la afeitada
para la mañana siguiente, cuando me tocaba reintegrarme al trabajo. Pero al
verme de nuevo al espejo luego del baño, me retracté: iba a necesitar, por lo
menos, de unas tijeras de jardinero para empezar por algún lado, y en la casa
de mi tía no había. Pero aunque lo intentara con unas sencillas tijeras de
modista, mi principal enemigo era el tiempo: no solo era cuestión desaparecer la barba a los tijeretazos, recoger sus restos del suelo y salir a
deshacerme del costal de pelos; sino que aquello iba a demandar mucha dedicación y
no era buena idea llegar tarde a mi trabajo, de manera que desistí en mi empeño
y me marché tan pronto desayuné. No recuerdo el beso de despedida de mi esposa,
pero se pueden imaginar el tamaño de su dificultad para abrirse paso a través de la pelambre
que me había crecido alrededor de la boca. Y me marché cuesta abajo en la loma
de Petare donde vivía, rumbo a la estación del Metro, a 10 minutos de la casa.
Al llegar
al edificio donde trabajaba, ubicado en el barrio Valle Arriba, me di cuenta de
que me había ahorrado 20 minutos de mi tiempo entre el momento de levantarme y
mi desembarco frente a la obra. No era un recorrido corto, por supuesto. A los
10 minutos de mi caminata inicial, había que agregarle la espera de tres
minutos en el subterráneo, el desplazamiento en el tren bajo tierra hasta
Chacao (otros 20 minutos); el trasbordo a una buseta que me llevaba en 20
minutos más hasta una bahía en camino a Baruta; y luego la espera y la subida,
ya en el tablón de la camioneta de don Béder, con otros cuatro
compañeros, por una vía que serpenteaba la colina hasta el edificio.
Total: una hora y media. A eso tocaba agregarle la hora entera de
preparativos antes de salir. De manera que ese día, el primer día público
de mi barba, me la pasé pensando en las ventajas de dejar de afeitarme: podía
dormir un poquito más, levantarme unos minutos más tarde, o, en el peor de los
casos, angustiarme un poco menos durante esa hora previa a la salida. La
decisión estaba tomada: no me rasuraría más la barba.
Con el
paso de los días, mientras la barba ganaba espesura y apenas sí me daba espacio
para respirar, advertí que además del ahorro del tiempo mañanero, me
ofrecía otras ventajas. En primer lugar, me proporcionaba una especie de ruana
fiel en medio del frío glacial de las noches caraqueñas; y otro detalle
práctico: me ahorró las agachadas permanentes para buscar mis herramientas de
trabajo en el piso o, en el mejor de los casos, en mis bolsillos o en alguna
mochila. Lo único que yo debía hacer, antes de subirme a la escalera en la que
armaba los andamios de soporte, era reunir el número de clavos,
destornilladores o paletas necesarias, y luego disponerlas ordenadamente en mi
barba. Nada de riatas ni cinturones: las hebras ensortijadas de mi barba
sostenían las herramientas sin ningún problema. La imagen mía era como la de un
zapatero clásico, que en vez de sacar las puntillas de la boca, sacaba los
clavos de la pelambre en mi cara.
Por
supuesto que una barba tan espesa representaba un problema grande en otro
aspecto. Mi trabajo, cuando era de ayudante, implicaba preparar el yeso en
un balde de caucho, donde iba metiendo unas pencas de fique para dárselas
al instalador. Este, esperaba a lo alto de una escalera tipo tijera, en medio
de un tejido de traviesas de maderas clavadas a unas columnas de mangle. El
trabajo del instalador consistía en ir ubicando las láminas de yeso sobre las
traviesas, con la parte pulida hacia abajo y la parte rugosa hacia arriba. Para
que esas láminas quedaran suspendidas, el instalador pegaba un extremo de la
penca de fique en la superficie rugosa de la lámina, y el otro extremo al techo
original unos centímetros más arriba.
Y si
cuando era ayudante me embadurnaba de yeso y la barba sufría, se pueden
imaginar cuando me convertí en instalador: en su viaje a lo alto del techo, la
penca embadurnada de yeso me rozaba, me salpicaba, y como era material de
fraguado rápido, no tardaba en sentir mi rostro lleno de grumos y piedras
blancas. Por fortuna, por cualquier rincón había tanques metálicos llenos de
agua. Eran para abastecernos de allí y preparar el yeso, o también nos servía
para poner a remojar los manojos de fique hasta que desprendieran una especie
de cerveza. De cuando en cuando, pues, en uno de esos tanques metía mi barba, y
a los pocos segundos la tenía de nuevo dispuesta a la batalla.
Lamento de
veras –y espero me disculpen– no tener registros fotográficos ni fílmicos de
esos momentos. Yo había llevado conmigo a Caracas una cámara Pentax K1.000 que
me sirvió durante las épocas de estudiante, pero al poco tiempo de haber
llegado, y luego de haber tomado unas fotos elementales que aún conservo, me
olvidé del artefacto y ni siquiera se me ocurrió llevarlo a la construcción. A
eso contribuyó, quizás, que mi esposa estaba muy incómoda con su embarazo, con
las dificultades de acceso a donde vivíamos, y con la tristeza de que una
promesa de trabajo no prosperó. Así, pues, ocurrió que en mayo, ella regresó a
Barranquilla, y me dejó con la tarea de mejorar la situación económica por
senderos más seguros y coherentes con mi experticia.
Mi
hija Lizeth nació el 23 de julio de ese año, y me llegaron las noticias. Hablé
con mi jefe, el señor Béder, y armé viaje para Barranquilla con el anuncio de
que regresaría en dos semanas para seguir al frente de mis obligaciones. Ya a
esas alturas, la barba se había transformado en algo muy complicado de
describir. Los que han visto al profesor Rubeus Hagrid de Harry Potter, o
alguna fotografía de Carlos Marx, pueden tener una idea. Los invito, sin
embargo, a que les agreguen un poco más de volumen a esas barbas,
imaginen hebras más ensortijadas, y una textura de alambre como la de un brillo
de lavaplatos. Más o menos así.
Con esa
barba me alcanzó a ver mi cuñado Adolfo, el hermano de Martha, la primera
persona conocida que vi desde el taxi donde venía de la Terminal de Transporte
a mi casa en el barrio Cevillar. Mi cuñado iba caminando y le grité desde la
ventanilla. Imaginarán su expresión de susto cuando descubrió el origen de los
gritos en una mata de pelos que parecía colgar de la ventanilla del taxi.
Cuando me identifiqué, se acercó a los saltos y se metió al carro: no podía
creer lo que estaba viendo y no alcancé a explicarle porque a los 30 segundos
llegamos a casa.
Debo
confesar que antes de acercarme a mi hija, pedí unas tijeras y le quité varias
libras de pelo a mi barba en un proceso de media hora. Me acerqué a mi esposa,
le di un beso y cargué por primera vez a mi niña. Por fortuna, a su cortísima
edad, ella no estaba en disposición de asustarse con nada, y me dejé tomar una
fotografía así. He estado buscando esa foto por estos días y espero anexarla
alguna vez a este texto. Pero así la consiga, allí verán apenas una
evocación tímida de los tiempos gloriosos de una barba en Caracas. Así, un poco
menos salvaje, mi barba alcanzó a ser conocida por algunos de los
lectores de este texto, porque con ella a bordo entré a trabajar al Diario del
Caribe en octubre de ese año. El periódico funcionaba en una bodega del barrio
Abajo, y allí estaban Carlos Capella, Vicente Arcieri, Fabio Ortiz,
Estéwil Quesada, Jorge Peñaloza, Armando Rincón Suárez, Miguel Lozano, Nístar
Romero y el maestro Humberto Jaimes, entre otros.
No firmé
contrato de inmediato, sino que debí demostrar, primero, mis calidades como
redactor. Si bien el calor de mi tierra no es amigo de una barba como esa –ni
de ninguna barba, creo–, me la dejé un rato más y me prometí, a mí mismo,
desaparecerla cuando estampara mi firma en el contrato. Eso ocurrió al mes de
haberme incorporado. De manera que tan pronto lo hice, me despedí, dije “ya
vuelvo” y me marché a casa. Regresé unas horas después con mi barbilla y mis
cachetes limpios. Tan solo le perdoné la vida al bigote, que, de todos modos,
corté varios centímetros para dejar al descubierto la boca.
No sé qué hizo
mi esposa con el costal de pelos que dejé en el patio. Nunca le pregunté, pero
me imagino que se lo dio a un reciclador de carretilla. Uno de mis
deportes favoritos es imaginarme los muchos destinos que pudo haber tomado
aquel pelambre. Imagino al reciclador pesando el saco: “25 kilos, caballero”, y
al hombre sacándole un provecho ingenioso al cadáver de la barba de mis
nostalgias.
De ahí en
adelante, jamás he vuelto a dejarla crecer. A lo sumo, duro dos días sin
rasurarme, pero hasta ahí. Sé que personas como Fabio Ortiz, que se disfraza de
monje y de Gandhi en Carnavales, deja crecer la suya desde diciembre del año
anterior para que en febrero esté en el nivel adecuado de asquerosidad. Y
por eso, a veces pienso que si yo me pusiera en las mismas, tendría una
capacidad mayor que la de Fabio para asombrar a propios y extraños en un
desfile de Carnaval. No tendría sino que dejar de afeitarme desde el viernes de
Guacherna y ya está, pero mejor no: creo que es más divertido imaginarlo…
Marzo de
2015
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