Leí de un tirón el libro de Ediciones La Cueva sobre los juglares Juancho Polo Valencia y Rafael Escalona. Es un libro de doble cara, una para cada trovador. El lado de Juancho Polo, a cargo del periodista Javier Franco Altamar, se titula En este mundo historial. Y el lado de Escalona, a cargo del escritor Ariel Castillo Mier, lleva el título Encantos de una vida en cantos.
Se trata de un libro de gran valor documental. Cada autor retrata íntegramente al juglar que le correspondió. Los dos textos son, al mismo tiempo, biografías, ensayos y relatos costumbristas. Tanto Castillo Mier como Franco Altamar fueron ambiciosos a la hora de investigar: examinaron fuentes bibliográficas, entrevistaron a muchas personas, rastrearon los orígenes de las canciones. Además de retratar a su personaje, cada autor se preocupa por descifrarlo: explora su psiquis, recrea su época, muestra su contexto geográfico y social, razona sobre su obra. El resultado es un libro sabroso que sin duda servirá en el futuro como material de consulta.
Nada tan dispar como los dos seres revelados en este libro: Escalona, siempre altivo, es huésped permanente de ministros y magnates; Juancho Polo, siempre vagabundo, es inquilino frecuente de antros y burdeles. El primero se sienta a manteles con un Premio Nobel de Literatura; el otro se lía a trompadas con un tipo pendenciero que le arranca un trozo de oreja y se lo traga. A Escalona sus amigos le festejan todo. Por ejemplo, que parrandeaba solo de día porque la noche la destinaba sagradamente a los encuentros sexuales con sus mujeres (“llegó a tener hasta seis al mismo tiempo”).
En cambio, casi todo lo de Juancho Polo es lamentable. Por ejemplo, cuando autorizó que Alejo Durán le grabara la canción Alicia adorada, la casa disquera tuvo que darle 350 pesos para que fuera a rescatar la cédula de ciudadanía que había dejado empeñada en un prostíbulo.
Castillo Mier insiste en que Escalona vestía con elegancia y olía a colonia Jean Marie Farina. Franco Altamar nos describe a Juancho Polo Valencia como mal trajeado y maloliente. Ambos se la pasaban ebrios, es cierto, pero el uno reposaba su borrachera en una fina hamaca de guarniciones mientras el otro amanecía tirado en cualquier piso. Escalona llevaba su canto a las mansiones de los poderosos en Bogotá; Juancho Polo llevaba el suyo a las madrigueras de perdición como la Calle del Crimen en Barranquilla. El primero fue sepultado con honores de monarca; el segundo tuvo un entierro de pobre en un cementerio que hoy, 33 años después, ha sido colonizado por la maleza.
Franco y Castillo se atreven a mostrar las flaquezas de sus personajes. La egolatría de Escalona está muy bien documentada en el capítulo donde habla el compositor Adolfo Pacheco. También se explora el polémico tema de las muchas melodías ajenas de las cuales se apropió. Y en el caso de Polo, se abordan las lagunas mentales que padecía como consecuencia del alcoholismo: en cierta ocasión olvidó cómo se tocaba el acordeón, y Abel Antonio Villa tuvo que enseñarle de nuevo.
En suma, se trata de un libro que, como decía Borges, se puede recomendar sin correr ningún peligro.
Por Alberto Salcedo Ramos
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