Por Javier Franco Altamar
En una entrevista de televisión, le pidieron al mago argentino René Lavand que hablara sobre la manera cómo él concibe sus presentaciones, cómo llega a montar un espectáculo, cómo alcanza a construir un acto mágico. “De las técnicas –respondió el maestro- surgen los efectos; de los efectos, surgen las composiciones, y cuando la composición está realmente pulida, es decir, cuando se le ha sacado todo lo que sobra, como decía Miguel Ángel, entonces se junta con otra y con otra en equilibrio armónico, y logramos un show completo”.
La entrevista, realizada por un reportero cuyo nombre no recuerdo ahora, no es precisamente una pieza digna de imitar dado su horrendo contraluz y su mortal quietud. Y como si fuera poco, el maestro no presenta ni medio truco durante el diálogo, elemental muestra de respeto con la audiencia para ponerla en sintonía con la magia. De manera, pues, que no es una obra periodística para tener en cuenta, al menos en la forma.
Y debo decir otra cosita antes de continuar: al maestro Lavand le falta la mano derecha producto de un accidente cuando niño, y esas técnicas a las que se refiere, son prácticamente de su autoría, pues las recetas de magia están concebidas para magos de dos manos.
De manera, pues que a Lavand le tocó ser autodidacta, y por una razón asociada, quizás, a su propio arte, los dedos de su única mano permanecen juveniles en la sutileza a pesar de que es un octogenario. Es, en resumen, un sujeto que ha logrado romper los esquemas, llevando sus propias dificultades hasta el límite de lo imposible.
Por esas razones y otras más, Lavand ha crecido en contravía de algo sagrado en la manipulación mágica: la velocidad en los movimientos. Muestra de ello es una de sus composiciones más deslumbrantes, la que él llama ‘No se puede hacer más lento”, y en la que nos muestra cómo, a pesar de que intercala una y otra vez seis cartas (tres rojas y tres negras), éstas se empecinan en aparecer ordenadas en sus colores cuando él las voltea.
Y ni hablar de otro juego suyo en el que despinta cuatro cartas y las vuelve a pintar mientras va contando una historia fantástica, con una voz pausada en la que resalta los misterios de las cartas y el papel de las mismas en otros magos como él. Esas palabras, dice Lavand, hacen parte de la composición.
Me fascina el arte de este mago, lo confieso, pero no sólo por el nivel de suspensión de la incredulidad que producen sus juegos, sino porque bien escuchada, la entrevista de marras con el maestro podría pasar, perfectamente, como una clase de periodismo creativo. Mejor dicho, es una enseñanza concisa y contundente acerca de esa expresión periodística que llamamos crónica.
Se empieza, como él dice, con el dominio de las técnicas. En nuestro caso, esas técnicas están relacionadas con el uso del lenguaje, el orden de las palabras, las oraciones y los párrafos; conectado, todo eso, con el empleo adecuado y preciso de los recursos expresivos prestados por la literatura.
Artificios como la tensión, el manejo de los tiempos, el narrador, la escenificación y varios otros más que toman forma con las palabras nos dejan en presencia del efecto; y todo eso, ubicado en orden, presentado con un balance armónico de elementos, nos lleva a la composición artística plena, a la crónica, pues.
Si el lector se siente como si estuviera viendo una película, como si fuera parte de una trama, y experimenta la ilusión de que ha sido testigo de lo que el cronista le está contando, entonces queda planteada la magia.
“Una cosa es llegar a la magia por intermedio de un bazar, comprar un truco y hacerlo; y otra cosa es llegar al arte de ilusionismo, como yo le llamo, con experiencia, con categoría, y con mucha filosofía. Es entonces cuando se establece una comunicación artística y humana; se establece, a partir de esa comunicación, la magia”.
Si lo leen bien, mis queridos amigos y amigas, el anterior párrafo no se refiere a las condiciones básicas para ser un buen mago, sino a las condiciones mínimas para ser un buen cronista.
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