Tuesday, April 22, 2008

Un día de artista callejero...

Por: Alberto Mario Suárez

Era roja y en el centro tenía un degradado de negro, tenía tres cuerdas doradas y tres de plástico. Fue mi regalo de cumpleaños a los 16, uno de los mejores que me ha dado mi papá un 22 de febrero.

A final de año comencé las primeras presentaciones en reuniones familiares y de amigos. Algo pasaba en ellas. A nadie le gustaba escucharme. Decían en un tono jocoso que había algo en mi voz que fastidiaba. Un amigo me dijo una vez que sentía como cuando iba al odontólogo, mi voz para él era como esa “fresita” que todo el mundo odia.

Por aquellos días creí que eso pasaba porque era el comienzo, pero hasta el día de hoy mi mamá hace un gesto de burlesco cuando me ve con la guitarra. Sé que lo hace solo por jugarse conmigo. Pero que mi propia madre haga eso es la prueba magna que algo con mi vocación de artista anda mal

***

Martes, 10 de la mañana, el sol reventaba el pavimento. Camisa roja, bermuda azul y zapatos blancos sin media era la vestimenta. La esquina del conjunto donde vivo en el Barrio San José, el lugar elegido.

Después de un tiempo de no cantar casi nada había llegado el día de intentarlo otra vez. Esta vez lo haría frente a gente desconocida. En aquel momento tenía ganas de ser escuchado y de cantar, no importaba cómo ni delante de quiénes. A esa hora de la mañana creía que cantar en un bus era como arriesgarse a acercarse a una mujer desconocida, lo único que se puede perder es un poco de orgullo y eso con los días se olvida.

Estuve unos cuantos minutos esperando el bus de Caldas Recreo, la ruta del centro. Mientras estaba ahí toqué un par de veces la canción con la que pretendía presentarme aquella audiencia desconocida, “De Madrugada”, una canción de un grupo muy viejo llamado Ekhymosis, fue la primera que aprendí y era la “mejor” que podía representar.

El bus llegó. Mi mirada lo siguió. Mis ganas también, todo menos mis pasos. No fui capaz de acercarme. Esperé el segundo en la esquina, pasaron unos diez minutos. Mi mano seguía pasando por las cuerdas de la guitarra mientras tarareaba la canción con un poco de nerviosismo.

“Las monedas se me quedaron en la casa, sino con mucho gusto te ayudaría”, me dijo una vecina en un tono jocoso mientras pasaba por mi lado, tenía una falda tan corta que parecía un cinturón, zapatos altos y un cigarro en la mano. La verdad es que se veía como una misma prostituta.

La salude, reí, mientras veía cómo se acercaba el bus en la distancia levantando una nube de polvo a los lados del camino. “Señor me da permiso para can...”, las palabras pasaron por el aire, mientras el bus se alejaba de mí, y me dejaba acompañado de una extraña sensación de vergüenza e impotencia en la esquina.

Tomé la guitarra y busqué un nuevo lugar, el sudor se derramaba sobre mi frente y el sol se reflejaba en el pavimento haciéndolo hervir con cada paso.

Semáforo de la calle Murillo con carrera 21, era el nuevo sitio. Pasaron quince minutos en la esquina, podía sentir miedo en ese instante, pero ya era la hora de arriesgarse. Semáforo en rojo, tomé aire y unos cuantos pasos me llevaron al primer bus del día.

“Me deja cantar en el bus?”, con un ligero movimiento en su cabeza, el conductor de un bus de Coolítoral me dio la bandera verde para realizar la primera presentación de la jornada.

“Buenos días a todos, les voy a cantar una canción que habla acerca la esperanza, se llama De Madrugada y si alguien le gusta y me quiere dar algo al final, se lo agradecería”, ese fue el discurso de introducción, de dónde me salió, no sé, pero creo que en aquel instante sonó convincente.

Comencé a tocar las primeras notas y era incómodo, aunque podía guardar más equilibrio del que creí que iba a tener. Algunas personas me miraron, para otros el paisaje de la ventana era un espectáculo más agradable. “No dejemos que se nos queme la ilusión antes de que muera el sol, antes de que muera yo, por mi parte cambiare, donde quieras estaré…” cantaba y en la medida que avanzaba de un coro a otro me sentía como bailando con alguien que me gustaba, pero que no le podía coger el paso.

“Bueno muchas gracias”, dije al terminar, busqué los ojos de las personas a ver quien me daba algo, un señor se inclinó ligeramente para sacar un par de monedas del bolsillo, cuando él lo hizo, dos más se animaron y bajé con 600 pesos. Cerca de la iglesia de Chiquinquirá, en uno de los semáforos de la calle Murillo.

Me monté en el segundo bus sin pensarlo mucho. Dije mi discurso otra vez y las notas salieron. Me sentía mas seguro. Lo comencé a disfrutar, jugué con los coros y con la melodía en la guitarra.

Paso medio día, el balance; Tres buses y mil trescientos pesos en mis bolsillos. Me cambié al otro lado de la calle para tomar los buses que venían bajando. Hasta ese instante la gente me miraba cuando comenzaba a cantar y después su atención se perdía en el camino. Aquí nunca tuve la atención de nadie, y al final solo me dieron doscientos pesos.

No sé por qué, pero eso me dolió, aunque tuviese mucho más dinero en mis bolsillos antes de subirme en el primer bus sentí que no era justo. Ya no me sentía como bailar con alguien al que no le podía coger el paso, era algo peor, sin gracia, era como bailar con mi propia hermana.

Cuando bajé de aquel bus vi un niño de gorra que vendía dulces y me pregunté cómo se sentiría él cuando eso le pasara. El bus que vino fue aun peor, pues nadie me dio nada. Bajé unas cuantas cuadras con el sudor que no se detenía y con el furor de artista apagado.

Tomé el que creí sería el último y allí canté con todas las ganas que pude, solo dos señoras me miraban mientras cantaba y se sonreían ligeramente al escucharme. Al final nadie se movía. Un muchacho me dio una moneda de doscientos y después unas cuatro personas se animaron. Bajé con 800 pesos y me sentí un poco mejor por aquellas señoras que me escucharon.

Ese hubiese sido un buen momento para retirarme, pero tomé otro bus del que me fui en blanco. Estaba cerca de mi casa, Murillo con 21 otra vez.
Mientras caminaba de regreso me di cuenta de que hacer esa clase de cosas es un trabajo como cualquier otro, en que se sufre y se tienen momentos buenos y malos. Pero más que cualquier moneda, la mejor compensación que se puede dar aquellos que están en frente, es verlos, y saber qué traen con ellos. Ya sé qué significa estar allí con una guitarra queriendo ser escuchado por un público anónimo, que solo pierde su mirada en la Jungla de cemento….

Testimonio destacado, asignación 'Un día como...', segundo semestre 2006

1 comment:

Anonymous said...

También es una nota muy vívida, y eso que el muchacho entonces estaba en segundo semestre.