JAVIER FRANCO ALTAMAR
CARTAGENA
Bajo la mirada atenta de Silvia Amaya, su madre, la niña Eliza Triana se mece en una hamaca. La cámara está a pocos metros de su rostro. Para cualquiera, podría resultar intimidante, y mucho más para ella que nunca ha hecho cine, pero algo desde la sangre la empuja a conducirse como dueña absoluta de la escena.
No en balde, Eliza es hija del cineasta Jorge Alí Triana. Su madre es realizadora audiovisual y su hermano Rodrigo también es cineasta. De manera que Eliza no sólo está marcada por una impronta genética, sino que ella resolvió, hace varios años, caminar por el mismo sendero concentrada en las huellas.
Y el momento de mostrarse llegó. Es el rodaje de la película Del amor y otros demonios, inspirada en la novela de Gabriel García Márquez. Son las 3:30 de la tarde y los movimientos se concentran en el huerto del Palacio de la Inquisición, el mismo que a lo largo del siglo XIX hizo eco de lamentos y gritos por cuenta del Santo Oficio.
La gigantesca bonga cubre casi todo el patio con sus ramas y eso ayuda a atenuar la luz del sol cartagenero. Aquello es, para efectos de la película, el patio de su casa, y la niña, convertida en Sierva María de los Ángeles, se mece al amparo de una de las barracas de esclavos. Allí, la madre –Bernarda Cabrera- la examinaría para confirmar las huellas del mordisco de perro detonante de la historia.
No le costó mucho esfuerzo a Eliza la metamorfosis. Tiene el mismo cuerpo largo, la misma piel lívida y los ojos azules taciturnos que son muy fáciles de ver en la novela de Gabo. Por algo derrotó en el casting a más de mil muchachitas latinoamericanas que le caminaron a la oportunidad.
Lo único que debió modificarse un poco en su anatomía fue el cabello. De ordinario, Eliza lo lleva hasta los hombros en unos espirales amarillos. Ahora, está convertido en una descomunal cabellera cobriza que baja hasta las pantorrillas. En efecto, es la imagen de Sierva María en el esplendor de sus 12 años.
Y eso se nota aún más cuando se termina de grabar la escena. Eliza se levanta de la hamaca y camina hasta el enrejado de bambú acondicionado como camerino de retoques. Es un desfile corto durante el cual la abrazan felicitándola. Está vestida de blanco impoluto, y la cabellera interminable resalta aún más.
Del cuarto no saldrá hasta que le llamen de nuevo a otra toma. Aprovecha para ser la niña de siempre, alegre y sonriente, pero nada de contactos con la prensa. Ella debe estar concentrada y lo ha conseguido de maravillas hasta ahora. Su madre se encarga de que eso se cumpla al pie de la letra.
La normalidad en el Palacio de la Inquisición no se ha interrumpido para nada. Rubios de lengua hermética y foráneos de todas las pelambres recorren las estancias donde es muy fácil imaginarse la inmisericordia del Santo Oficio. El patio está separado del resto de la casa por una paredilla cuyos calados permiten que los visitantes vean -eso sí, a los lejos- la meticulosa labor de rodaje bajo la batuta de la costarricense Hilda Hidalgo.
El reparto es de primera línea, pero la actitud de bajo perfil contrasta con la pomposidad de El amor en los tiempos del cólera, filmada también en Cartagena en el 2006. El español Pablo Derqui personifica a Cayetano de Laura, el cura que sostiene una relación amorosa con Sierva María. Las colombianas Vicky Hernández, Alejandra Borrero, Martha Leal y Carlota Llano, también participan.
Hilda Hidalgo no sólo está dirigiendo la película, sino que escribió el guión. Y ha dicho que la adaptación es fiel a la carga sensual y amorosa de esa historia ocurrida en la Cartagena del siglo XVIII.
Es la historia de una niña, hija de marqueses, pero criada por esclavos negros. Duerme en las barracas de los esclavos, habla mandinga, baila como yoruba, y heredó de los negros el espíritu rebelde, sensual y desconfiado.
El obispo encomienda la salud de la niña a Cayetano, un joven cura español quien la encuentra en una celda, malherida y hambrienta, la visita a diario, le da de comer, cura sus heridas y nace el amor.
La Jefe de Producción, Ana Piñeres, asegura que todavía es muy temprano para abrirle paso a la voracidad natural de la prensa: apenas van tres de las nueve semanas y media previstas para el rodaje.
La orden, cumplida hasta ahora sin arrugas, es la de manejar un bajo perfil sobre el entendido de que, en esta ocasión, Cartagena es escenario no de una producción estrafalaria ni grandísima, sino discreta. “La estamos haciendo con nuestros propios talentos, sin pretensiones y sin locuras”, dice.
Un poco antes de empezar el rodaje, Eliza pudo hablar con la prensa y declaró que sus sentimientos, ante el reto, oscilaban entre el temor y la felicidad. Se sentía rara, contenta pero con miedo. Ahora, sin embargo, cuando han pasado ya 21 días, se le ve suelta y feliz. Hasta juega con la cascada de cobre que le toca lucir en la cabeza.
Y a juzgar por los abrazos y las risas después de cada toma, como que lo está haciendo bien.
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