Tuesday, June 06, 2006

¿Quién le teme a Chirimena?

JAVIER FRANCO ALTAMAR
No había dado tres pasos desde la orilla cuando ya tenía el agua al pecho. Me acordé entonces de la playa en el islote ‘Johnny Key’ de San Andrés. Era igualita, pero con el ingrediente de que todo ese líquido parecía recién salido de una nevera.
Habíamos llegado desde las siete de la mañana. Fueron dos horas y media de viaje en un taxi desde Caracas. En el asiento de adelante veníamos apretujados mi esposa, mi hijo y yo. Por fortuna, era un carro automático, modelo 83, con barra de cambios pegada al eje del timón. Eso nos daba un poco más de espacio.
En los puestos traseros, se disputaban cada centímetro mi hija, mi prima con sus dos hijas –una de ellas, de brazos–, y la abuela Aida, cuya presencia en aquel paseo de Jueves Santo estaba relacionada con que alguien debía de encargarse de las niñas mientras el resto gozaba.
A nuestra llegada, la playa –una pequeña bahía entre montañas– estaba más bien solitaria. Mientras yo buscaba un sanitario de urgencia para mi hija, el resto aseguró una carpita azul con un juego de sillas plásticas. Allí estaban todos cuando regresé. “Hay que asegurar esto de inmediato porque más tarde ya no habrá posibilidades”, dijo mi prima con la experiencia de 25 años en Caracas salpicados de continuas visitas a sus remotas playas.
El sitio queda en un pueblito llamado Chirimena, al oriente de la capital venezolana, a donde se llega sorteando, primero, una moderna autopista a 140 kilómetros por hora; luego, una carretera que serpentea los cerros para salir de la ciudad, y, finalmente, varias otras playas llenas de carpas de camping.
–¿Y eso?—le pregunté al conductor del taxi.
–Son personas que se vienen desde el sábado previo, acampan con toda la familia, cocinan, se bañan y duermen allí mismo—, me respondió.
Recordé que un primo mío me había invitado, un par de días atrás, a participar en un programa de esos. Él iba a estar con los suyos desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección. Me garantizó que en la carpa había lugar para todos. Quedó en llamarme al día siguiente. Por fortuna no lo hizo y no tuve la oportunidad de rechazar lo que a mi esposa y a mí nos pareció una locura mayúscula.
–Yo tampoco me calo eso–, me dijo el conductor cuando le comenté.
La playa de Chirimena se veía solitaria, decente y limpia, así que no me tomó mucho tiempo decidirme a ensayar el primer chapuzón. Fue cuando me sorprendí con el agua helada al pecho, no obstante, alcanzaba a verme los pies.
Pasaron unos pocos minutos y el mar comenzó a expresar su furia, así que de un momento a otro aparecieron espontáneos surfistas en provecho de las gigantescas olas
Entonces decidí salir y entregar mi reporte al resto de la familia. No tuve que decir muchas palabras antes de que mi esposa tomara la determinación de quedarse en la carpa. “Tú sabes nadar, pero yo no”, me dijo. Mi hija y su prima sí se zambulleron. Y desde entonces muy pocas veces salieron –igual que yo– pese a que el mar parecía cada vez más furioso.
Pero no sólo se trataba de un mar de olas vigorosas, sino que mostró, desde el principio, una tenaz disposición por dejar sin la parte superior de sus vestidos de baño a algunas muchachas. Los guardacostas estaban atentos a lo más mínimo, y antes del mediodía, ya habían rescatado a cuatro atrevidos que estuvieron a punto de ahogarse por alejarse mucho de la orilla, pero en lo que el mar no parecía dispuesto a ceder era en su afán por desnudar a las bañistas.
La voz de alarma la dio una morena de caderas anchas que llevaba un diminuto bikini estampado en flores. Cuando trataba de reponerse de un golpe de ola en la espalda, una espumarada no sólo la hizo perder el equilibrio, sino que la obligó a bambolearse por unos segundos con el seno izquierdo al aire. Ella se acomodó la pieza en un pase de magia, ocultando el pequeño pezón de color café, y luego se lanzó a los brazos del sujeto que la acompañaba pidiéndole que la sacara de aquel infierno.
El turno fue, entonces, para mi prima, quien entró con un ligero trote al agua. Regresó casi volando sobre la cresta de una ola, y apenas sí tuvo tiempo de regresar el vestido de baño a su lugar. Pero no se dio por vencida y quiso entrar por otro lado. Ahí fue peor, porque una ola la levantó como si fuera una muñeca de plástico, y la devolvió a la playa depositándola de espaldas y con los senos al aire.
–Mira Iris –le gritó mi esposa—si no quieres seguir mostrándole las tetas a todo el mundo, mejor espera que el mar se calme.
Y en medio de risas, y ya con el vestido en su lugar, mi prima decidió echarse a dormir un rato al lado de la carpa.
El espectáculo se repetía una y otra vez con diferentes protagonistas. Hacia nuestra derecha, una pareja que parecía en luna de miel (besos, apretones, caricias, ternura, susurros...) decidió entrar al agua, y dos golpes de ola le dejaron el seno izquierdo al aire a la mujer. Era una estructura sólida y más bien grande, con un pezón puntiagudo en medio de una aureola oscura, robusta y amplia, como una galleta de chocolate.
El sujeto se batía como un guerrero tratando de estabilizar a la mujer mientras que ella intentaba ocultar aquel seno monumental. Ambos lograron ganar unos metros hacia la playa y pasaron cerca de mí, pero el mar no parecía dispuesto a dejarse burlar, así que envió una nueva ola alta que le quitó a la mujer la pieza completa del pecho. Ahora, eran dos gigantescos senos que parecían imposibles de ocultar.
Regresaron por fin a la playa, y el vestido de baño volvió a su sitio. Ella quedó mareada y su pareja se tomó unos minutos para reanimarla. Luego los vi alejarse tambaleantes y perderse por la zona de parqueo.
Pero había una jovencita dispuesta a lo que sea por darse un buen chapuzón, así que en medio de todos aquellos ojos masculinos, se soltó de la nuca la pieza del vestido de baño azul, se la acomodó bien sobre su tierno pecho de adolescente sin dejarla caer, se apretó aún más el nudo y se lanzó a la aventura. Yo acababa de salir a tomar un descanso y la vi pasar a mi lado dando saltitos.
Unos pocos minutos después de estar chapaleando, la tierna mujercita se incorporó en la espumarada y caminó triunfante de regreso a la playa con los brazos en alto convencida de su victoria. Aun no se había dado cuenta de que tenía la pieza del vestido de baño enredada en el cuello. Aquellos dos pezones eran como pellizcos en un pastel de arequipe.

Abril de 2002

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