JAVIER FRANCO ALTAMAR
No había dado tres pasos desde la orilla cuando ya tenía el agua al pecho. Me acordé entonces de la playa en el islote ‘Johnny Key’ de San Andrés. Era igualita, pero con el ingrediente de que todo ese líquido parecía recién salido de una nevera.
Habíamos llegado desde las siete de la mañana. Fueron dos horas y media de viaje en un taxi desde Caracas. En el asiento de adelante veníamos apretujados mi esposa, mi hijo y yo. Por fortuna, era un carro automático, modelo 83, con barra de cambios pegada al eje del timón. Eso nos daba un poco más de espacio.
En los puestos traseros, se disputaban cada centímetro mi hija, mi prima con sus dos hijas –una de ellas, de brazos–, y la abuela Aida, cuya presencia en aquel paseo de Jueves Santo estaba relacionada con que alguien debía de encargarse de las niñas mientras el resto gozaba.
A nuestra llegada, la playa –una pequeña bahía entre montañas– estaba más bien solitaria. Mientras yo buscaba un sanitario de urgencia para mi hija, el resto aseguró una carpita azul con un juego de sillas plásticas. Allí estaban todos cuando regresé. “Hay que asegurar esto de inmediato porque más tarde ya no habrá posibilidades”, dijo mi prima con la experiencia de 25 años en Caracas salpicados de continuas visitas a sus remotas playas.
El sitio queda en un pueblito llamado Chirimena, al oriente de la capital venezolana, a donde se llega sorteando, primero, una moderna autopista a 140 kilómetros por hora; luego, una carretera que serpentea los cerros para salir de la ciudad, y, finalmente, varias otras playas llenas de carpas de camping.
–¿Y eso?—le pregunté al conductor del taxi.
–Son personas que se vienen desde el sábado previo, acampan con toda la familia, cocinan, se bañan y duermen allí mismo—, me respondió.
Recordé que un primo mío me había invitado, un par de días atrás, a participar en un programa de esos. Él iba a estar con los suyos desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección. Me garantizó que en la carpa había lugar para todos. Quedó en llamarme al día siguiente. Por fortuna no lo hizo y no tuve la oportunidad de rechazar lo que a mi esposa y a mí nos pareció una locura mayúscula.
–Yo tampoco me calo eso–, me dijo el conductor cuando le comenté.
La playa de Chirimena se veía solitaria, decente y limpia, así que no me tomó mucho tiempo decidirme a ensayar el primer chapuzón. Fue cuando me sorprendí con el agua helada al pecho, no obstante, alcanzaba a verme los pies.
Pasaron unos pocos minutos y el mar comenzó a expresar su furia, así que de un momento a otro aparecieron espontáneos surfistas en provecho de las gigantescas olas
Entonces decidí salir y entregar mi reporte al resto de la familia. No tuve que decir muchas palabras antes de que mi esposa tomara la determinación de quedarse en la carpa. “Tú sabes nadar, pero yo no”, me dijo. Mi hija y su prima sí se zambulleron. Y desde entonces muy pocas veces salieron –igual que yo– pese a que el mar parecía cada vez más furioso.
Pero no sólo se trataba de un mar de olas vigorosas, sino que mostró, desde el principio, una tenaz disposición por dejar sin la parte superior de sus vestidos de baño a algunas muchachas. Los guardacostas estaban atentos a lo más mínimo, y antes del mediodía, ya habían rescatado a cuatro atrevidos que estuvieron a punto de ahogarse por alejarse mucho de la orilla, pero en lo que el mar no parecía dispuesto a ceder era en su afán por desnudar a las bañistas.
La voz de alarma la dio una morena de caderas anchas que llevaba un diminuto bikini estampado en flores. Cuando trataba de reponerse de un golpe de ola en la espalda, una espumarada no sólo la hizo perder el equilibrio, sino que la obligó a bambolearse por unos segundos con el seno izquierdo al aire. Ella se acomodó la pieza en un pase de magia, ocultando el pequeño pezón de color café, y luego se lanzó a los brazos del sujeto que la acompañaba pidiéndole que la sacara de aquel infierno.
El turno fue, entonces, para mi prima, quien entró con un ligero trote al agua. Regresó casi volando sobre la cresta de una ola, y apenas sí tuvo tiempo de regresar el vestido de baño a su lugar. Pero no se dio por vencida y quiso entrar por otro lado. Ahí fue peor, porque una ola la levantó como si fuera una muñeca de plástico, y la devolvió a la playa depositándola de espaldas y con los senos al aire.
–Mira Iris –le gritó mi esposa—si no quieres seguir mostrándole las tetas a todo el mundo, mejor espera que el mar se calme.
Y en medio de risas, y ya con el vestido en su lugar, mi prima decidió echarse a dormir un rato al lado de la carpa.
El espectáculo se repetía una y otra vez con diferentes protagonistas. Hacia nuestra derecha, una pareja que parecía en luna de miel (besos, apretones, caricias, ternura, susurros...) decidió entrar al agua, y dos golpes de ola le dejaron el seno izquierdo al aire a la mujer. Era una estructura sólida y más bien grande, con un pezón puntiagudo en medio de una aureola oscura, robusta y amplia, como una galleta de chocolate.
El sujeto se batía como un guerrero tratando de estabilizar a la mujer mientras que ella intentaba ocultar aquel seno monumental. Ambos lograron ganar unos metros hacia la playa y pasaron cerca de mí, pero el mar no parecía dispuesto a dejarse burlar, así que envió una nueva ola alta que le quitó a la mujer la pieza completa del pecho. Ahora, eran dos gigantescos senos que parecían imposibles de ocultar.
Regresaron por fin a la playa, y el vestido de baño volvió a su sitio. Ella quedó mareada y su pareja se tomó unos minutos para reanimarla. Luego los vi alejarse tambaleantes y perderse por la zona de parqueo.
Pero había una jovencita dispuesta a lo que sea por darse un buen chapuzón, así que en medio de todos aquellos ojos masculinos, se soltó de la nuca la pieza del vestido de baño azul, se la acomodó bien sobre su tierno pecho de adolescente sin dejarla caer, se apretó aún más el nudo y se lanzó a la aventura. Yo acababa de salir a tomar un descanso y la vi pasar a mi lado dando saltitos.
Unos pocos minutos después de estar chapaleando, la tierna mujercita se incorporó en la espumarada y caminó triunfante de regreso a la playa con los brazos en alto convencida de su victoria. Aun no se había dado cuenta de que tenía la pieza del vestido de baño enredada en el cuello. Aquellos dos pezones eran como pellizcos en un pastel de arequipe.
Abril de 2002
Este es un blog orientado a la divulgación de las crónicas, reportajes y perfiles entregados como ejercicios en la asignatura "Periodismo IV" de la Universidad del Norte (Barranquilla)´. Allí también publico algunas piezas de mi autoría para el análisis en clases, en las que cuento con el soporte fotográfico del Gran Guille y el Samurai Berrocal.
Tuesday, June 06, 2006
Fanfarria en los cerros
JAVIER FRANCO ALTAMAR
La habitación es tan estrecha que debo quedarme afuera, en el pasillo, para que mi esposa y mis dos hijos puedan entrar y recibir las atenciones de su tía. En compensación, me han entregado una silla para que beba, con comodidad, un vaso de refresco.
La comodidad, sin embargo, es accidentada. Cada tres minutos debo ponerme de pie para darles paso a los jóvenes de la habitación contigua. Ellos entran y salen con cervezas tipo “Ice”, denominación que la empresa Polar –la más grande cervecería del país– le ha puesto a un líquido pálido que en la etiqueta de su botella transparente y pequeña ofrece un grado menos de alcohol.
No resisto más la estrechez y salgo a ver a dónde conducen las cervezas. Es cuestión de caminar un par de pasos para encontrarme con la escena. Allí está el pequeño área común donde cuatro hombres juegan dominó. Un metro más allá, pegada al balcón desde donde se aprecia a plenitud uno de los cerros atiborrados de Caracas, una mujer baña a un niño desnudo a quien le llega por las rodillas el agua de una tinaja de plástico.
Dos de los hombres juegan sentados en baldes puestos al revés. Los otros dos sí están en bancas de madera y juegan sin camisa. Las fichas caen sobre un desgastado tablero que se apoya en una estructura de baldes de pintura vacíos y superpuestos. Los cubre del sol una sábana tamaño familiar apoyada en los tendederos de ropa.
–¿Juegas, chamo?
Les contesto que no soy experto, y ellos insisten en que intente aunque sea una mano. Pero no me dejo convencer y ellos regresan a su juego. Les hubiera agradecido, mejor, una cerveza.
Aprovecho para examinar el ambiente. A mi derecha está un lavadero comunitario con dos grifos espigados y remendados con vendaje; y a mi izquierda, a pocos centímetros de mi nariz, un techo de aluminio sobre el que reposan una carretilla volteada, un grupo de varillas de acero y toda suerte de implementos usados de construcción. Al fondo, hacia la derecha, está el pasillo por donde habíamos accedimos, media hora antes, a aquel segundo piso.
Cuento 17 puertas de entrada a pequeñas habitaciones, y dos puertas a baños comunitarios. En mi breve caminata noto que uno de ellos está siendo sometido a reparaciones. Hay jóvenes dispuestos en rincones y pasamanos de madera tomando la misma cerveza pálida.
De vez en cuando sale una mujer con algún bebé en brazos. La única jovencita que alcanzo a ver tiene puesta una faldita oscura y una camiseta negra casi transparente, ceñida, en la que resaltan unos pezones abultados y pequeños, como tapas de limón. Pasa cerca de mí y regresa a una de las habitaciones. Su cabellera es larga y lacia. En la memoria también me dejó sus facciones boyacenses.
El aire huele a jabón, a cerveza, a orines y a pescado. Todos los que veo parecen no haberse bañado, salvo tía Elvira, quien nos había recogido en Chacaíto –pleno centro de Caracas- nos montó en un autobús y nos llevó hasta Baruta, un municipio del área metropolitana de Caracas incrustado en los cerros del suroeste. “Vengan para que conozcan mi palacio”, nos había dicho haciéndonos subir esas escalinatas semioscuras y malolientes que más parecían las de la entrada a un bar de mala muerte.
Tía Elvira parece una señora de esas a las que les gustan jugar a las cartas. Lleva las canas disimuladas con tinte negro y un peinado rígido, de salón de belleza, que le permiten lucir el cabello precipitado a los hombros. Una pañoleta de seda rodea su cuello con un nudo a medio hacer, y tiene un vestido de flores negras, rojas y amarillas. La tela fluida cae sobre los muslos todavía fuertes y morenos. Las manos finas, de uñas largas, lucen uno que otro anillo de fantasía. El rostro de tía Elvira sigue siendo melancólico, a lo que ayuda un lunar gris bajo el ojo derecho. Cualquiera diría que es parte del maquillaje.
En el ambiente, en cambio, todo expresa la extrema dificultad y el hacinamiento que sufren muchos caraqueños de los cerros, varios de ellos –una gran cantidad, quizás- colombianos que vinieron a garantizar un destino cómodo para sus hijos. ¿Cuántos compatriotas míos habrá en la capital caraqueña? Yo había leído en alguna parte que un estudio de la Asamblea Nacional –el equivalente del Congreso de Colombia– estimaba en 1,8 millones el número de colombianos en Venezuela, 70 por ciento de ellos en el área metropolitana caraqueña, apretados la mayoría, viviendo en casuchas encaramadas en las colinas, o en multifamiliares como aquel donde estaba ahora y cuya apariencia desordenada y sucia contrastaba con la de tía Elvira.
–Yo llevo 25 años viviendo aquí en este condominio y ya me acostumbré –dice la tía–. Me la llevo mejor con los hombres, que viven menos pendientes del chisme. Sin embargo, esto no deja de traerme algunos problemas con sus mujeres, que temen los cachos. ¿Qué tal?, ¿Yo con mis 60 años encima, en plan de conquista? ¡No, mijo, qué molleja!
Todo, menos tía Elvira, evidencia pobreza, suciedad y desorden...necesidad, extrema, pienso. Pero allá al fondo, sobre el techo de uno de los condominios de enfrente, entre la ropa puesta a secar, veo las líneas modernas y definidas de una antena receptora de televisión satelital. “Caramba, después de todo, no son tan pobres”, pienso, y entonces suena el timbre en fanfarria de un teléfono celular. Uno de los descamisados que juega dominó, lo saca del bolsillo de su pantalón y contesta. Todavía está hablando media hora después, cuando nos despedimos de tía Elvira...
Abril de 2002
La habitación es tan estrecha que debo quedarme afuera, en el pasillo, para que mi esposa y mis dos hijos puedan entrar y recibir las atenciones de su tía. En compensación, me han entregado una silla para que beba, con comodidad, un vaso de refresco.
La comodidad, sin embargo, es accidentada. Cada tres minutos debo ponerme de pie para darles paso a los jóvenes de la habitación contigua. Ellos entran y salen con cervezas tipo “Ice”, denominación que la empresa Polar –la más grande cervecería del país– le ha puesto a un líquido pálido que en la etiqueta de su botella transparente y pequeña ofrece un grado menos de alcohol.
No resisto más la estrechez y salgo a ver a dónde conducen las cervezas. Es cuestión de caminar un par de pasos para encontrarme con la escena. Allí está el pequeño área común donde cuatro hombres juegan dominó. Un metro más allá, pegada al balcón desde donde se aprecia a plenitud uno de los cerros atiborrados de Caracas, una mujer baña a un niño desnudo a quien le llega por las rodillas el agua de una tinaja de plástico.
Dos de los hombres juegan sentados en baldes puestos al revés. Los otros dos sí están en bancas de madera y juegan sin camisa. Las fichas caen sobre un desgastado tablero que se apoya en una estructura de baldes de pintura vacíos y superpuestos. Los cubre del sol una sábana tamaño familiar apoyada en los tendederos de ropa.
–¿Juegas, chamo?
Les contesto que no soy experto, y ellos insisten en que intente aunque sea una mano. Pero no me dejo convencer y ellos regresan a su juego. Les hubiera agradecido, mejor, una cerveza.
Aprovecho para examinar el ambiente. A mi derecha está un lavadero comunitario con dos grifos espigados y remendados con vendaje; y a mi izquierda, a pocos centímetros de mi nariz, un techo de aluminio sobre el que reposan una carretilla volteada, un grupo de varillas de acero y toda suerte de implementos usados de construcción. Al fondo, hacia la derecha, está el pasillo por donde habíamos accedimos, media hora antes, a aquel segundo piso.
Cuento 17 puertas de entrada a pequeñas habitaciones, y dos puertas a baños comunitarios. En mi breve caminata noto que uno de ellos está siendo sometido a reparaciones. Hay jóvenes dispuestos en rincones y pasamanos de madera tomando la misma cerveza pálida.
De vez en cuando sale una mujer con algún bebé en brazos. La única jovencita que alcanzo a ver tiene puesta una faldita oscura y una camiseta negra casi transparente, ceñida, en la que resaltan unos pezones abultados y pequeños, como tapas de limón. Pasa cerca de mí y regresa a una de las habitaciones. Su cabellera es larga y lacia. En la memoria también me dejó sus facciones boyacenses.
El aire huele a jabón, a cerveza, a orines y a pescado. Todos los que veo parecen no haberse bañado, salvo tía Elvira, quien nos había recogido en Chacaíto –pleno centro de Caracas- nos montó en un autobús y nos llevó hasta Baruta, un municipio del área metropolitana de Caracas incrustado en los cerros del suroeste. “Vengan para que conozcan mi palacio”, nos había dicho haciéndonos subir esas escalinatas semioscuras y malolientes que más parecían las de la entrada a un bar de mala muerte.
Tía Elvira parece una señora de esas a las que les gustan jugar a las cartas. Lleva las canas disimuladas con tinte negro y un peinado rígido, de salón de belleza, que le permiten lucir el cabello precipitado a los hombros. Una pañoleta de seda rodea su cuello con un nudo a medio hacer, y tiene un vestido de flores negras, rojas y amarillas. La tela fluida cae sobre los muslos todavía fuertes y morenos. Las manos finas, de uñas largas, lucen uno que otro anillo de fantasía. El rostro de tía Elvira sigue siendo melancólico, a lo que ayuda un lunar gris bajo el ojo derecho. Cualquiera diría que es parte del maquillaje.
En el ambiente, en cambio, todo expresa la extrema dificultad y el hacinamiento que sufren muchos caraqueños de los cerros, varios de ellos –una gran cantidad, quizás- colombianos que vinieron a garantizar un destino cómodo para sus hijos. ¿Cuántos compatriotas míos habrá en la capital caraqueña? Yo había leído en alguna parte que un estudio de la Asamblea Nacional –el equivalente del Congreso de Colombia– estimaba en 1,8 millones el número de colombianos en Venezuela, 70 por ciento de ellos en el área metropolitana caraqueña, apretados la mayoría, viviendo en casuchas encaramadas en las colinas, o en multifamiliares como aquel donde estaba ahora y cuya apariencia desordenada y sucia contrastaba con la de tía Elvira.
–Yo llevo 25 años viviendo aquí en este condominio y ya me acostumbré –dice la tía–. Me la llevo mejor con los hombres, que viven menos pendientes del chisme. Sin embargo, esto no deja de traerme algunos problemas con sus mujeres, que temen los cachos. ¿Qué tal?, ¿Yo con mis 60 años encima, en plan de conquista? ¡No, mijo, qué molleja!
Todo, menos tía Elvira, evidencia pobreza, suciedad y desorden...necesidad, extrema, pienso. Pero allá al fondo, sobre el techo de uno de los condominios de enfrente, entre la ropa puesta a secar, veo las líneas modernas y definidas de una antena receptora de televisión satelital. “Caramba, después de todo, no son tan pobres”, pienso, y entonces suena el timbre en fanfarria de un teléfono celular. Uno de los descamisados que juega dominó, lo saca del bolsillo de su pantalón y contesta. Todavía está hablando media hora después, cuando nos despedimos de tía Elvira...
Abril de 2002
Monday, June 05, 2006
Bienvenidos a la creación periodística
Cuando está a punto de comenzar un nuevo semestre en el programa de Comunicación Social de la Universidad del Norte, es necesario que avancemos al ritmo de los tiempos. La malla curricular ha cambiado, y con ello no sólo el nombre de algunas asignaturas, sino su contenido. La que se refiere a este blog se llamó, hasta hace un par de semestres 'Crónica y reportaje', luego pasó a llamarse, 'Narración Periodística IV', y ahora lleva el rótulo de 'Periodismo IV'. De todos modos, es esencia la misma y está a cargo mío desde el primer semestre del 2002.
La idea es que a través de este espacio, las piezas narrativas periodísticas que se elaboren durante el transcurso de las clases, tengan cabida pública, y todos -el profesor y los alumnos- podamos comentarlas a nuestras anchas.
Bienvenidos, entonces. Nos espera un largo y divertido camino.
JAVIER FRANCO ALTAMAR
Catedrático
La idea es que a través de este espacio, las piezas narrativas periodísticas que se elaboren durante el transcurso de las clases, tengan cabida pública, y todos -el profesor y los alumnos- podamos comentarlas a nuestras anchas.
Bienvenidos, entonces. Nos espera un largo y divertido camino.
JAVIER FRANCO ALTAMAR
Catedrático
Subscribe to:
Posts (Atom)