El destacado periodista colombiano habla sobre Barranquilla y su música. Por sus respuestas y reflexiones pasan Esther Forero, José María Peñaranda, Shakira, Joe Arroyo, Te olvidé, los combos y orquesta venezolanos del siglo XX. Y un gallo fino canta orgulloso en el fondo.
Por JAVIER FRANCO ALTAMAR
Desde este piso 26, Cartagena es una postal
brillante de edificios y muelles dispuestos a orillas de la herradura de la
bahía. Dado el extremo del sofá que escogió para degustar su café mientras
charlamos, Juan Gossaín -anfitrión y dueño del apartamento-, es el único de
nosotros que puede ver, de frente, la monumental imagen de Nuestra Señora del
Carmen, blanca ella en medio de un enorme bostezo de mar.
Ahora lo recordamos: aquella imagen es antigua y
nueva al mismo tiempo, porque fue devuelta a su pedestal, luego de dos años de
restauración, con los fragmentos que alcanzaron a salvarse de un rayo de
tormenta. Además, esa Virgen fue bendecida por el Papa Francisco durante
sobrevuelo de helicóptero en septiembre de 2017.
Es una estructura colosal, pero con un poco de
atención y un esfuerzo adicional, podríamos alcanzar a verla reflejada ahora en
las gafas de montura gruesa de Gossaín. Allí se plantará luego de haber
atravesado, convertida en un haz de luz, el vapor de la taza de café. Son 35
toneladas de mármol impoluto convertidos ahora en un trazo luminoso, minúsculo
y solitario en el cristal corrector. En ese mismo instante, cuando la veamos
allí, advertiremos que nuestro anfitrión está a punto de abrir la boca. Parecerá
inminente que va a decir algo sobre aquel monumento admirable, o quizás lanzará
un apunte histórico sobre la Estrella del Mar; pero sus primeras palabras
revelan la verdad: su vista anda por otros lares:
- ¿Y qué tal la Guacherna de Esthercita? –, dice.
La pregunta parece haber saltado de la nada, pero
no es cierto. Lo que pasa es que segundos antes, habíamos abandonado una charla
solemne que nos había traído desde Barranquilla, y hemos empezado a paladear
una espumosa mezcla de música y café. En consecuencia, el Monumento a la Virgen
es, si acaso, un testigo mudo, imponente y lejano de la ruta reflexiva de
nuestro anfitrión, iluminada por Esther Forero.
Gossaín luce fresco y suelto dentro de su
indumentaria de tonos pasteles. La barba es de canas cortas, y en la nariz
libanesa, lleva las eternas gafas correctoras convertidas, hace unos segundos,
en el espejo de la Virgen. Está sentado no como si estuviera en el otro extremo
de su butaca de balcón, sino en un trono.
-Hay que ver las canciones de Esthercita Forero
-agrega en medio del trance-: Gran señora, gran amiga. Ella habla de esas
noches de la ciudad, del caño de la auyama saludando al Magdalena, de las
calles de mi vieja Barranquilla…
En efecto, Esther Forero Celis, reconocida como ‘La
novia de Barranquilla’ es referencia obligada en el canto a la capital del
Atlántico. Lo es porque, en su caso, no se trata solo de menciones fáciles
aceitadas por el amor; sino de la ciudad viva en el escenario de sus propios
latidos. Lo de Esthercita es una obra de arte, un zurcido de sus notas entre
cuyos hilos está un nombre, un ícono, un barrio, una calle, un sentimiento, un
accidente geográfico, y cualquiera de los elementos propios de la atmósfera y
el ambiente de la ciudad.
Canciones que son vida
Dice Duch que la lectura de novelas implica, para
muchos, una cierta manera de habitar la ciudad porque, “a menudo, la verdadera
experiencia, más que concretarse en realidades específicas y palpables, se vive
en el recuerdo y la distancia”. Si eso es verdad, los equivalentes funcionales
de estar en Barranquilla son las canciones de Esthercita.
Una de esas canciones es ‘Mi vieja Barranquilla’,
esa que ahora se desliza, como un susurro, en las palabras de Gossaín. Por su
aliento de nostalgia, esta pieza constituye un capítulo principal en la poesía
de Esther Forero. Dicho en otras palabras, es el punto de partida para leer a
la Puerta de Oro de Colombia. Porque en la obra de Esthercita -un poco allá, un
poco acá, o casi por completo en alguna que otra canción- se despliegan los
músculos de la ciudad con sus nombres, se mecen los árboles de matarratón, se
siente el olor de guayaba, y se puede degustar una ciruela. Pero sobre, en los
versos de Esthercita se siente, como si fuera un apretón, la fuerza apacible
del río Magdalena, amante secreto de esa luna “chiquitita y morenita”, adorno
exclusivo de nuestro cielo.
Presencia especial tiene, en la voz eterna de
Esther Forero, el Barrio Abajo con su resplandor. Fue el entorno fundacional donde
ella vivió de niña, y donde fue testigo de tropeles nocturnos de bailadores y
del trago que se repartía de puerta en puerta. Algo parecido vio ella después
-a principios de los años 60 del siglo pasado- en Santiago de Cuba. A ese
desfile le llamaban ‘La Conga’ en la isla.
De la suma de estas dos experiencias nació el único
desfile a oscuras del Carnaval de Barranquilla: La Guacherna, muestra
folclórica y musical de viernes por la noche, una semana antes de los cuatro
días de fiesta. La canción sobre la que Gossaín preguntó al comienzo se refiere
a este evento, obra que ya superó, hace bastante tiempo, los límites locales
por cuenta de los Melódicos de Renato Capriles, pero, sobre todo, en el listado
de merengues de la agrupación Los Vecinos de República Dominicana. ¡Qué
canción, por Dios!
En este momento, ahora que, en un nuevo sorbo, el
vapor de la taza y la barba canosa parecen un mismo brochazo, es claro que
Gossaín no está paladeando el café, sino el recuerdo musical de Esthercita. El
fotógrafo que me acompaña aprovecha para hacerle más fotos, y dado el escenario
que nos rodea, el fondo será siempre el mismo: estantes de libros en lugar de
paredes. Hay tantos libros por todos lados que aquello bien podría pasar como
la biblioteca más alta del mundo. Y no sería exagerado decirlo porque Gossaín
asegura que, además de este nivel donde estamos, hay otros dos llenos de
ejemplares impresos.
-Una amiga especialista me visitó y dijo que son
como 19 mil libros. Puede ser-, respondió cuando le pregunté. En ese momento,
acababa de abrir un diccionario árabe que sacó de uno de los estantes de la
sala. “Era de mi padre”, dijo.
Gossaín muestra a su biblioteca: Foto de Franklin
Castro
Aparece un gallo fino
Habíamos llegado hasta su apartamento más o menos
40 minutos antes. La intención principal, y que luego despachamos en media
hora, era que nos dijera, de viva voz, lo que Barranquilla había significado
para él cuando estuvo de Jefe de Redacción del diario El Heraldo durante nueve
años y hasta 1979. Esa grabación quedó para ser presentada, como testimonio, en
la Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Ese evento estaba
previsto para marzo de este año en Barranquilla, pero debió suspenderse, hasta
nueva orden, por la pandemia del Covid-19. Esa parte, en la que Gossaín habló
un poco de política y hasta del equipo Junior de Barranquilla, la resolvimos
con solemnidad. Luego, pasamos al reposo del sofá, extremo a extremo, con
nuestras tazas de café, y vino el momento musical en el que aún seguimos
nadando:
-Oiga bien esto para ver si nos vamos poniendo de acuerdo: Barranquilla es la segunda ciudad a la que más se le ha cantado en el país. La primera es Cartagena… Sí, Cartagena, por la cosa colonial, el romanticismo, y tal. Pero Barranquilla es otra cosa: esas canciones…”
Gossaín hace una pausa. Su taza de café flota a una mano frente al pecho. ¿Barranquilla, la segunda ciudad con más canciones? Sí, insiste Gossaín, y agrega: eso tiene mucho que ver con la actitud del barranquillero, exacta a la del gallo fino.
- ¿Cómo es la cosa?
-Sí, con el gallo fino- recalca y se acaricia por
primera vez la calvicie. Es un gesto al que suele acudir cuando escarba en su
memoria.
-No estamos hablando de ese gallo basto, el de
patio, o el de casa, sino un gallo de raza -asegura-. Un gallo al que a
veces le crecen unas crestas intrusas y enfermas, y de las que el animal se
deshace restregando la cabeza contra el suelo. Es un gallo altivo y colorido,
de plumas brillantes y unas enormes espuelas que se parecen tanto al amor propio
del barranquillero. ¿Usted ha visto cómo es ese gallo de orgulloso? El
barranquillero es así, pero no es un orgullo de arrogancia, no confundir: es
amor propio por la ciudad. ¡Aman a esa ciudad!… Bueno: basta con oír las
canciones que le han dedicado:
Barranquilla es tu ciudaaaaaad.
Siempre te ofrece una sonrisa,
Por la belleza, de sus mujeres,
Su zona franca y el río Magdalena…
Esa estrofa que Gossaín acaba de cantar es del tema
‘Barranquilla es tu ciudad’. Es una canción muy especial porque se gestó en un
contexto de problemas domésticos muy graves. Gran parte de la solución parecía
estar en caerles a bofetones a los barranquilleros de entonces para despertar
su sentido de pertenencia. Y una fórmula de respaldo era invocar atributos
naturales e institucionales de la ciudad.
Barranquilla es tu ciudad: Los
Melódicos
La canción nació a partir de una campaña impulsada
por el publicista local Fernando Dávila desde su agencia Sonovista. De hecho,
Dávila es el autor del eslogan convertido en título del tema. La letra, en
cambio, fue ocurrencia del locutor Marco Aurelio Álvarez, oriundo de
Bucaramanga, quien para esos años 70 del siglo pasado, ya era un barranquillero
más en la práctica, y una de las voces más destacadas de la radio local. Era,
además, presentador oficial de las fiestas del hotel El Prado, y por esa vía,
había tendido puentes de amistad con los directores y músicos de las grandes
orquestas del momento.
Por eso, henchido de orgullo (el del gallo fino,
venimos a saber ahora), Marco Aurelio consiguió que la orquesta venezolana Los
Melódicos grabara la canción. Los arreglos, en ritmo de paseaíto, fueron del
maestro antioqueño Óscar García. La interpretó Víctor Piñero, ‘El rey del
merecumbé’ el mismo de la versión más famosa de ‘Río y mar’ de Pacho Galán.
Corría el año 1973. La frase del eslogan sería retomó, en sus
estribillos, por una canción salsera de la Dimensión Latina de Venezuela
producida ese mismo año y vocalizada por Oscar de León. Esa otra canción se
tituló ‘Barranquilla, Barranquilla’.
-Ahora: con Barranquilla pasó un fenómeno bien
interesante: fue el refugio de los músicos que venían del exterior -agrega en
este momento Gossaín-. Fue siempre así Barranquilla. Allá se instalaban los
grupos venezolanos. Hubo una época en que la música tropical de todo el Caribe
se hacía en una forma muy sencilla: la componían colombianos, y la tocaban
venezolanos. En Venezuela no componía nadie, pero las orquestas eran la Billo’s
Caracas Boys, los Melódicos. Y entonces iban y grababan todas las canciones allá.
Y se quedaban en Barranquilla. Incluso, varios se quedaron a vivir. ¿Cómo se
llamaba el flaquito ese, el moreno? Ese duró un poco de tiempo en
Barranquilla…
Enseguida se acuerda: Nelson Henríquez, el zuliano.
Este artista y Esther Forero, reúnen más de 20 canciones a la ciudad en el
ritmo tropical de moda en los 70 y 80. De hecho, ‘Mi vieja Barranquilla’ la
compuso Esthercita por encargo de Henríquez. Gossaín menciona ahora las
caminatas del cantante por la calle 72, y certeza repetida por él mismo de que
su natal Maracaibo y Barranquilla eran “igualitas”. También recuerda las
carátulas de los trabajos discográficos del venezolano, adornadas con los
trofeos ‘Congos de Oro’ ganados en el Festival de Orquesta, competencia musical
del Carnaval de Barranquilla. Rara vez no aparecía un homenaje a la ciudad en
la oferta de Nelson Henríquez: ‘Barranquilla Alegre’, ‘Carnaval de mi
Curramba’, ‘El barranquillero’, ‘Unos para todos’, ‘Serenamente
barranquillera’, ‘Pa’ Barranquilla’…
De inmediato, Gossaín menciona “otro morenito” venezolano que le cantó a la ciudad y cuyo nombre no recuerda ahora. Sabe, eso sí, que le compuso una canción al juglar Juancho Polo Valencia y en ella, dice “No tiene dientes ni tiene muelas…” Fácil: el ‘Indio’ Pastor López, de Barquisimeto, también ganador de Congos de Oro, y quien interpretó algunas canciones de Nelson Henríquez y de Esther Forero dedicadas a la ciudad, aunque algunas son de su propia cosecha, como ‘Mi señora Barranquilla’.
-Ese también vivió una temporada en Barranquilla
-apunta Gossaín-. Es lo que vengo diciendo: Ahí grababan todo; y como ahí
estaban las disqueras… Barranquilla fue sede de la música colombiana muchos
años. Prácticamente toda la vida.
-Cierto -le refuerzo–: quien quería triunfar tenía
que darse a conocer en Barranquilla. Entonces, se peleaban los Congos de Oro
porque esa era la prueba más contundente del logro. Esas agrupaciones venían no
solo con repertorio propio, sino con letras y composiciones de Pacho Galán,
Rafael Campo Miranda, Carlos Vidal, Víctor Mendoza y tantos otros…
- ¡Pero claro! -resalta Gossaín-. Ese Congo de Oro
del Festival de Orquestas era el premio nacional más importante en la música…
Joe Arroyo también se la pasó allá todo el tiempo. Se quedó en Barranquilla…
Y Joe también le cantó Barranquilla, por supuesto.
Lo hizo en ritmo de salsa con una de sus canciones más escuchadas en todo el
mundo: ‘En Barranquilla me quedo’. Es un tema inmortal, resultado de un
flechazo incorregible al corazón, una declaración de amor de este gran músico
de Cartagena, barranquillero adoptivo, y cuya sentencia se cumplió a cabalidad.
Conexiones con la Puerta de Oro
Ese es otro punto interesante que tocamos ahora a
propósito de Arroyo y es que, como corresponde con una ciudad construida a
punta de mezclas, de inmigraciones, de cruces de todos los tonos, a
Barranquilla se le ha cantado en una infinidad de ritmos. Luce hasta natural
este fenómeno dado que, ‘La Puerta de Oro de Colombia’ ha estado, desde
siempre, conectada con el mundo entero. Y en esa condición, ha pasado a tener
un aire de familia no solo con el Caribe del que hace parte, sino con otros
continentes.
En el caso de la Barranquilla se da, sin arrugas,
lo que alguna vez dijo Michel de Certeau en el sentido de que las auténticas
ciudades no se fundan ni se crean de la nada. Según este pensador, las
verdaderas ciudades se van formando paulatinamente como fruto “de las
relaciones y peripecias seculares de una comunidad inscrita en un espacio
temporalidad determinada”. Esto les confiere un carácter simbólico, histórico y
tradicional reflejado, por supuesto, en su expresión artística. Y así como es
de polifónica y variopinta la ciudad, así es su canto.
Otro filósofo francés, Olivier Mongin, anotó que
toda ciudad es un ambiente de tensión entre dos tipos de mirada: la del
ingeniero (que es la misma del arquitecto y del urbanista), y la del poeta (que
es la misma del creador musical). El primero mira de lejos, pero el cantor mira
de cerca, desde adentro. El cantor experimenta la ciudad y traslada eso, como
debe ser, a su obra, dejando allí una impronta. De esa forma, como bien pudo
haber dicho Walter Benjamín, la canción le permite al oyente experimentar la
ciudad, oírla como si estuviera allí al frente, porque en ella queda el signo
del autor como queda la huella de la mano del alfarero sobre la vasija de
arcilla
No es de extrañar, entonces, que a lo largo y ancho
de las cientos de canciones dedicadas a ella, Barranquilla pueda experimentarse
-como dice otro pensador de apellido Mongin- de tres maneras: la corporal (la
ciudad vista como un gran cuerpo, con las limitantes y finitudes propias de
cualquier organismo), la física (la de las relaciones espaciales, los
accidentes geográficos, los puntos cardinales y sus referencias), y la pública
(la escenificada, el gran teatro donde cumplimos papeles y somos seres
relacionales). Si lo miramos bien, Barranquilla da para todo eso. Que haya
tantas canciones en su honor, construidas desde la combinación cultural, hacen
del caso de La Arenosa uno muy especial. Poco importa, entonces. que sea la
segunda con más canciones, como dice Gossaín, porque, con seguridad, es la
primera en riqueza y variedad.
Y ha sido así desde el principio, con los primeros
aportes de los alemanes instalados en Barranquilla a contraluz de los soles
inaugurales del siglo XIX, y cuyas bandas musicales sonaron en el ambiente de
la bonanza de tabaco del Carmen de Bolívar. También dejaron su huella los
italianos, muchos de quienes se quedaron en la ciudad. En esa parte de la
historia, trota parte Pedro Biava, que hasta se inventó una orquesta.
De esta amalgama de cruces, viene esa tendencia
creativa, que nos llevó a tener canciones, aires y músicas propias con ajustes,
casi naturales, a distintos géneros y diferentes voces. De esa manera, hoy
exhibimos timbres privativos de la ciudad, que incluso pueden llegar a
juntarse, pegando saltos irrespetuosos entre los límites del tiempo y los
escenarios…
-Uno de los videos más hermosos que yo he visto a
propósito de eso -agrega ahora Gossaín-, y que no es tan conocido, es uno donde
aparecen cantando a dúo Joe Arroyo y Shakira:
Yo te amé con gran delirio,
de pasión desenfrenada…
Se refiere a ese momento del festival de Orquestas
de 1995 en el que estas dos inmensas figuras de la canción interpretaron ‘Te Olvidé’,
considerado el himno del Carnaval de Barranquilla. Es una melodía en ritmo de
danza de garabato del maestro Antonio María Peñaloza, compuesta en 1954 a
partir de un poema de Mariano San Ildefonso. Las dos estrellas volverían a
cantarla a dos voces en noviembre de 2006, durante un concierto del Estadio
Metropolitano.
– Le voy a decir quién era Mariano San Ildefonso
para que se vaya de espalda, así como me fui yo cuando lo conocí -apunta
nuestro anfitrión-. ¡Mire qué cosa tan bella! Él era el comentarista de la
competencia hípica en el diario El Espectador, del 5 y 6. Era el que escribía
sobre los caballos. Era un poeta español que se vino perseguido por la
dictadura de Franco y se empleó en El Espectador. Los viernes publicaba una
columna ‘Pronósticos hípicos’: Ahí aparecía: “Mañana, Lucerito va a ganar
la segunda válida” …
Y agrega: Qué gran músico era Peñaloza. No
Peñaranda, como creen algunos, sino Peñaloza. Porque Peñaranda era, a su
juicio, “un sinvergüenza de gran categoría”, pero distinto. Autor, ni más
faltaba, de piezas tan memorables, pero tan distintas, como ‘Se va el caimán’ y
‘La Ópera del mondongo”, ambas acompañadas de acordeón, instrumento que no por
haber entrado al país por otros lados distintos de la Costa, deja de ser
barranquillero cuando le place.
Como a Peñaranda le gustaba tanto pasearse por la
zona Bananera, y en especial por Aracataca, la tierra de Gabriel García
Márquez, a Gossaín no le cabe la menor duda de que era tan cataquero como el
Nobel. ‘Se va el Caimán’, recordamos ahora, recorrió el mundo, y hasta
rodó por las canchas de fútbol de América como apodo del arquero Efraín
Sánchez. Con ‘la Opera’, en cambio, ocurrió algo diametralmente distinto: se
movió a sus anchas en el submundo de la procacidad. Se dirá, no sin razón, que
un fenómeno de esta naturaleza no es sino otra muestra más de la versatilidad
musical de Barranquilla. Dolcey Gutiérrez, que también es un hombre del
acordeón, ha seguido la línea, pero más con letras de doble sentido que con las
alusiones directas propias de Peñaranda.
Una de las canciones de Peñaranda, subraya ahora
Gossaín, hace parte de la oferta histórica de la Sonora Matancera, fíjese
usted, cantada por otro barranquillero mayor, Nelson Pinedo, que no dice
Cataca, sino La Habana. Ay, yo me voy pa’ La Habana y no vuelvo más, el
amor de Carmela me va a matar. “Era buen compositor este Peñaranda, pero se
divertía jodiendo con esa música. ¿Cómo es que se llama la canción de la Niña
que se hizo famosísima?” Pregunta Gossaín. ¿A cuál se refiere? Entonces la
canta:
Una niña se bañaba
A la orilla de una fuente
Y la otra le gritaba
Sáltate que ahí viene gente
Ay que la batea, tea, tea
Ay que la batea se rompió…
-Es que Barranquilla es una ciudad de mucha
actividad creativa -le digo
- ¡Festiva, hombre! -me corrige-. Es que, además,
mucha gente hace cosas festivas. Ese espíritu festivo fue el que le hizo creer
a la gente del interior del país que el costeño no trabaja, que la pasa todo el
año flojeando. ¡Cómo no! Al contrario: es el espíritu de la vida, pero no la
forma
La música variopinta
Miren hasta dónde hemos llegado en esta charla. A
estas alturas, el barranquillero tiene mucho de filósofo práctico. Nada de
reflexiones en busca de la verdad o de las razones, como nos enseñaron
Aristóteles y Platón, sino de una puesta en escena en actividades concretas,
del diseño de los caminos más adecuado para llegar a ser feliz, a la manera de
los estoicos o de los epicúreos.
Por eso, en asunto de canciones, el barranquillero
le dio la bienvenida a la salsa, que, si bien les apunta más a los pies que a
la cabeza, nos dio canciones de Fruko y sus tesos, del Grupo Niche de Cali, y
piezas hoy eternas como el ‘Barranquillero Arrebatao’ de la fugaz
Sarabanda.
Y cuando le llegó su turno al vallenato, el
barranquillero terminó por considerarlo otra música bailable muy propia. Tanta
acogida se les brindó a los guajiros y cesarenses en Barranquilla desde los
años 70 del siglo pasado, que ellos terminaron componiendo canciones
agradecidas a la ciudad. Varias aún se escuchan en la voz de Rafael Orozco, a
instancias de Beto Murgas y de Julio Oñate Martínez: o en la portentosa
interpretación de Diomedes Díaz, una de cuyas canciones es un ‘Regalo a
Barranquilla’, para mencionar a los más destacados.
Algo resulta claro en este momento de la charla: si
uno se pusiera a escuchar, una a una, las canciones a Barranquilla, podría
tranquilamente reconstruir la historia de la ciudad, con sus contextos
enlazados, sus espacios vividos y sus tiempos. Y lo haría con un valor
agregado: la palabra cantada. Es un aspecto que bien ha sido puesto de presente
por una larga lista de pensadores, desde los griegos hasta Bernardo Souvirón,
pasando por Marcel Detienne, Iván Illich y más recientemente, por Michel
Onfray: la historia musicalizada, o lo que es lo mismo, versificada, se enraíza
en la memoria con mayor facilidad: recuerdo y musa van de la mano en la palabra
del cantor.
Ya es claro a estas alturas que no nos iba a
alcanzar el tiempo para continuar hablando de la música de Barranquilla. En
realidad, de ser eso posible, haría falta una biblioteca entera para reproducir
una charla de tal naturaleza. Es momento del tema de cierre: ¿Qué músico podría
ser el más representativo del canto barranquillero? Mencionamos varios, los dos
primeros, hijos adoptivos: el maestro Pacho Galán, de Soledad, con su hermoso
himno ‘Río y Mar’ y su exitoso ritmo merecumbé original; el mismo Joe Arroyo,
padre del Joesón, otro ritmo creado en la ciudad. O el grupo Raíces, el del
famoso ‘Fiesta’, de la Selección Colombiana de Fútbol.
¿Y qué decir de Aníbal Velásquez? Hacía magia con
su acordeón y se inventó un ritmo propio de guaracha que le permitió reinar en
los años 70 y 80 del siglo pasado. Además, en su voz se inmortalizó el ‘Faltan
cinco pa’ las doce’ infaltable en cada cierre de año. O Chelito de Castro,
arreglista de la época de Oro de Joe Arroyo, intérprete de varios instrumentos,
autor del ‘Cielo de encantos’ del grupo Bananas.
O, quizás, la más fiel expresión musical sea la del
maestro Adolfo Echeverría, quien grabó y cantó en variados ritmos también en la
época dorada de los 70 y 80, incluso un poco desde antes. Con el auxilio del
‘Don Abundio’, imitación de Juancho Polo Valencia a cargo del bolivarense Tommy
Arraut, grabó varios vallenatos. En resumen, Echeverría -barranquillero del
barrio San Roque- grabó en salsa, cumbia, maestranza, música de acordeón,
música tropical en general y en el ritmo ‘chucu-chucu’ venezolano. Es el autor
de temas inmortales como ‘Amaneciendo’, ‘Julio Calderón’, ‘Puya y hunde’ y
varias más. Un par de canciones suyas se escuchan todavía cada final de año.
Una de ellas, en ritmo de maestranza, se estira, como un acordeón, hasta el
Carnaval, una de las cuatro fiestas a las que alude. Con esa misma fiesta
empata la también famosa ‘Gloria Peña’. La otra canción de fines de año del maestro,
‘Inmaculada’, menciona a la Virgen en bailable tropical:
Inmaculada, Virgen bendita,
si tú me pudieras conseguir,
ese milagro que solicita,
este hombre bueno, pa ser feliz”.
Y tenía que ser así el final de esta recreación:
comenzamos como una Virgen reflejada en los lentes de Gossaín, y terminamos con
la otra invocada en las letras de Echeverría…
El cielo se ilumina con esplendor
La pólvora se quema con gran fulgor
(bis)
Quizás por todo esto, lo que al principio pudo
parecer extraño y hasta sirvió de gancho en el arranque, ahora cobra sentido.
Sin darse cuenta, nuestro anfitrión siempre estuvo reflexionando entre dos
advocaciones de la Virgen. La una, iluminada desde los faroles al piso en la
madrugada barranquillera; la otra, cubierta por el rayo que obligó a su renacer
en la Bahía de Cartagena.
Y también quizás por eso, gracias a las palabras de
Gossaín, ahora vemos de nuevo el cielo de la historia, con la Luna de
Barranquilla a lo alto, y el orgullo del gallo fino recreado en las nubes.
Desde ese infinito, cualquiera podría contemplar los mundos del Caimán y del
Mondongo; y, con un poco más de detalle, sería testigo del romance del río
Magdalena con esa Luna coqueta, bajo el canto de cierta Señora en su pedestal
de novia eterna.
Nota publicada en el periódico El Punto de la Universidad del Norte
23 de noviembre de 2020